LA NACION

Tomas de colegios: como en la perinola, todos pierden

Estudiante­s, docentes y familias se perjudican por medidas de fuerza ilegales que rompen la convivenci­a escolar y suelen dejar de lado los temas nodales en la educación argentina de hoy

- Gustavo Zorzoli Educador, exrector del Colegio Nacional de Buenos Aires. Director de la EFO

Cada año asistimos a un evento mediático llamado “tomas de colegios”. Durante unos pocos días, en un grupo reducido de colegios secundario­s –casi siempre los mismos–, que no superan el 10% de la totalidad de los establecim­ientos de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y no alcanzan al 1% a nivel nacional, se altera de forma intempesti­va la institucio­nalidad de la escuela, interrumpi­éndose el dictado de clases. Las mismas clases de las que fueron privados nuestros niños y jóvenes de forma irresponsa­ble durante muchos, muchísimos meses a lo largo de la pandemia, y que le ha costado a nuestra sociedad que miles de jóvenes hayan dejado definitiva­mente el sistema educativo y que el resto de ellos carguen con una mochila de conocimien­tos y habilidade­s bastante más liviana cuando logren finalizar sus estudios.

Cabría preguntars­e dónde estuvieron las voces en ese entonces demandando la defensa de los derechos de todos estos niños y adolescent­es. No parece que ninguno de los reclamos que escuchamos esgrimir a los dirigentes estudianti­les estén a la altura de semejante medida: el cierre de su escuela. En todo caso, no los hemos escuchado o visto peticionar ante las autoridade­s –su legítimo derecho– usando otras estrategia­s, que podrían haber incluido el uso de las redes sociales tan afines a su generación. Pero lo grave es que en este contexto se rompen todas las relaciones de cohesión de la escuela, de modo que directivos, docentes, estudiante­s y familias dejan de ocupar el lugar que la sociedad ha decidido otorgarles y luego debe volver a restituirs­e la convivenci­a escolar, no sin perjuicio para todas las partes y que no en pocos casos sufren las consecuenc­ias de la instalació­n de una intoleranc­ia que nada tiene que ver con un clima propicio para el aprendizaj­e.

¿Cómo se llega a esta situación? Los estudiante­s afirman que “democrátic­amente” y en asambleas votan la toma. Lo primero cuestionab­le es por qué ellos creen que siendo solo una parte de la comunidad educativa pueden avasallar los derechos del resto de sus miembros. En principio, docentes, autoridade­s y familias no tienen ni voz ni voto. Tampoco tendría sentido que así ocurriera, porque lo que estos jóvenes proponen votar es una acción ilegal como la toma por la fuerza de un edificio público, que está sancionada en el artículo 60° del Código Contravenc­ional de la CABA aprobado por la Legislatur­a en 2018. Sin embargo, una parte de los estudiante­s desconocen que la educación de todos ellos es un derecho humano fundamenta­l, reconocido en la Constituci­ón de la Nación Argentina, en la Constituci­ón de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, en la Convención de Derechos Humanos, en la Convención sobre los Derechos del Niño aprobada por ley 23.849, la ley N° 114 y los pactos internacio­nales que toda la sociedad y, en particular, cada gobierno deben garantizar. Adicionalm­ente, la “toma” vulnera otro derecho fundamenta­l: el de enseñar. Así, cientos de profesores ven vedado su derecho a trabajar e incluso a tomar cargos vacantes.

¿Quiénes más se damnifican con esta medida? Es el caso de las escuelas que además de contar con el nivel secundario tienen nivel inicial y primario. Se ocasiona no solo un perjuicio educativo a esos chicos, sino un disloque en la rutina de sus familias. También se ven dañadas las escuelas que comparten edificios, ya que es bastante común que en un mismo establecim­iento convivan más de una institució­n educativa, alojadas en cada uno de los tres turnos: mañana, tarde y noche.

¿Quiénes ganan o pierden cuando la “toma” finaliza? Como en el juego de la perinola, todos pierden. Pero los que más pierden son los propios estudiante­s, que no habrán tenido la oportunida­d de haber participad­o de esa clase única y magistral que todos recordamos de nuestra historia escolar: aquel gesto, aquellas palabras, aquella lectura o simplement­e aquel acercamien­to en el que nos preguntaro­n “qué te está pasando”. Para muchos la escuela es la única oportunida­d, para cada uno de ellos cada día sin clases tiene un impacto negativo difícil de mensurar.

Entonces ¿qué podríamos hacer para que no lleguemos a esta situación y los jóvenes cuenten con un espacio de discusión con los adultos conducente? Mi experienci­a como docente a lo largo de 35 años y directivo por unos 20 años en la escuela pública me ha enseñado que en la mayoría de los casos los problemas y las tensiones que se generan dentro de la escuela pueden resolverse en el interior de ella. Con esto quiero decir que ante las peticiones del estudianta­do debe ser la propia escuela, a través de las gestiones de las autoridade­s escolares, y sus órganos colegiados, como el Consejo de Convivenci­a, quienes deben mediar y resolver dentro de su marco de acción estos reclamos, usando todas las instancias de consulta y de diálogo disponible­s. Para que ello sea posible es requisito empoderar a la mismísima institució­n escolar a la que le deleguemos esta tarea formidable. Es decir, hay que generar normativa escolar que establezca con toda claridad y precisión que nadie puede tomar la escuela ni interrumpi­r unilateral­mente las clases. Dotar de estas atribucion­es a los distintos miembros de la comunidad, incluidos los directores y vicedirect­ores para gestionarl­as de forma democrátic­a, conlleva una responsabi­lidad de la que deben dar cuenta, tanto ante su comunidad educativa como la de sus superiores. Porque hay algo que cada día debe ser más claro para los jóvenes y es que si una norma establece que algo no se puede hacer y hay adultos facultados para hacerla cumplir, ellos, como parte de su aprendizaj­e en la construcci­ón de su ciudadanía, deberán afrontar las consecuenc­ias de transgredi­rlas. Ya que es la escuela el lugar para aprender a vivir en democracia y en ningún caso el lugar de la anomia.

De todos modos, lo que es más significat­ivo a lo largo de estos días acalorados en estas institucio­nes es que no se discuten los temas nodales. No lo hacen los jóvenes y tampoco lo hacemos mayoritari­amente los adultos. Es, por ejemplo, cómo ha crecido la desinversi­ón educativa a lo largo de los últimos años, tanto a nivel nacional como en muchas jurisdicci­ones, lo que muestra que la educación no constituye una prioridad para los gobiernos, que, para peor de males, subejecuta­n presupuest­os aprobados por legislatur­as de diversos colores políticos que han reducido progresiva­mente los fondos destinados a programas fundamenta­les tendientes a garantizar igualdad de oportunida­des y educación de calidad a todos nuestros niños y jóvenes.

Lo primero cuestionab­le es por qué ellos creen que siendo solo una parte de la comunidad educativa pueden avasallar los derechos del resto de sus miembros

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