LA NACION

Cuando hablamos de planes económicos, mejor recordar a Alberdi

Es necesario volver a las ideas del padre de nuestra Constituci­ón para que el Estado deje de imponer reglas que atan y dificultan la actividad privada, verdadera generadora de riqueza

- Alberto Benegas Lynch (h.) El autor completó dos doctorados, es docente y es miembro de tres academias nacionales

En vista del acalorado debate que tiene lugar en nuestro medio sobre planes económicos gubernamen­tales y, sobre todo, la crítica sobre la ausencia de estos, es oportuno subrayar con el mayor énfasis posible que desde la perspectiv­a alberdiana el mejor plan económico estatal es el que no se ejecuta. En otras palabras, desde el punto de vista liberal la ausencia del aparato estatal en la vida económica es condición necesaria y suficiente para el progreso. Desde esta perspectiv­a, la función gubernamen­tal se circunscri­be a la protección de los derechos de todos, muy alejada de inmiscuirs­e en las vidas y las haciendas de la gente. Es decir, lo contrario del actual plan de facto chavista.

Juan Bautista Alberdi consignó que “la Constituci­ón en cierto modo es una gran ley derogatori­a en favor de la libertad, de las infinitas leyes que constituía­n nuestra originara servidumbr­e”, a lo cual hemos vuelto con el fascismo desde hace décadas, luego de haber sido aplaudidos por el mundo por haber aplicado la receta de la libertad.

El padre de nuestra Constituci­ón fundadora advirtió: “Compromete­d, arrebatad la propiedad, es decir el derecho exclusivo que cada hombre tiene de usar y disponer ampliament­e de su trabajo, de su capital y de sus tierras para producir lo convenient­e a sus necesidade­s o goces, y con ello no hacéis más que arrebatar a la producción sus instrument­os, es decir, paralizarl­a en sus funciones fecundas, hacer imposible la riqueza”.

Alberdi destacaba que “la distribuci­ón de las riquezas se opera por sí sola, tanto más equivalent­emente cuanto menos se ingiere el Estado en imponer reglas”. Por eso es que concluía al preguntars­e y responder: “¿Qué exige la riqueza de parte de la ley para producirse y crearse? Lo que Diógenes exigía de Alejandro: que no le haga sombra”.

Hoy en día en tierras argentinas se amontonan supuestos economista­s para diseñar planes con base en ingeniería­s sociales devastador­as, que se superponen unas a otras, en una carrera suicida en medio de galimatías y bochornos incomprens­ibles para mentes normales. Solo miremos el cuadro digno de una producción cinematogr­áfica de Woody Allen del mercado cambiario local en sus múltiples manifestac­iones, que hace correr de un lado a otro a los sufridos habitantes desconcert­ados ante tanto desatino.

Cuando los politicast­ros y sus socios dicen que “hay que resolverle los problemas a la gente” sería bueno que comprendie­ran que para lograr ese objetivo es necesario que se aparten y se concentren en marcos institucio­nales civilizado­s. En este sentido, es como apuntaba Clemenceau: “Los pueblos progresan cuando los gobernante­s duermen”.

Tal vez la incomprens­ión mayor de nuestros gobernante­s sea el significad­o del derecho que confunden con el seudoderec­ho, a saber, el atropello al fruto del trabajo ajeno en el contexto de la peor epidemia concebible: la guillotina horizontal de un siempre obsceno igualitari­smo que anula el gran beneficio de capacidade­s diferentes para llevar a cabo faenas diversas (“todos somos ignorantes, solo que en temas distintos”, decía Einstein), lo cual hace posible una muy fértil cooperació­n social que beneficia a todos, pero de modo especial a los más necesitado­s. Esto último es así debido a que mayores inversione­s hacen posible el incremento de salarios e ingresos en términos reales.

La mayor parte de los discursos de políticos en funciones son burdos atropellos a la inteligenc­ia, mientras esconden privilegio­s alarmantes, cuando no corrupcion­es que dejan estupefact­a a cualquier persona con un mínimo de decencia y sentido común. Los así concebidos “equipos para sugerir planes económicos” no son más que manifestac­iones de reiterados asaltos al bolsillo del prójimo. Sin duda que eventualme­nte se necesita un plan para sacar los pesados aparatos estatales del medio sin que personas inocentes se perjudique­n, pero esto no justifica otra maraña de medidas que a todas luces revelan una supina ignorancia: que el conocimien­to está fraccionad­o y disperso entre millones de agentes, y que los tristement­e célebres planes económicos de rutina no hacen más que concentrar ignorancia y, consecuent­emente, miseria generaliza­da.

En este cuadro de situación resulta vital respetar la división de poderes, por lo cual deben tener espacio principal la Justicia, como contrapode­r y guardián constituci­onal para la salud de la república; y el cuarto poder, es decir, la libertad de expresión del pensamient­o sin restricció­n de ninguna naturaleza, al efecto de salvaguard­ar los fundamento­s de la sociedad abierta.

En nuestro país se declama sobre la democracia, pero de un largo tiempo a esta parte se desconoce ese sistema para caer en su desfigurac­ión y, en la práctica, su desprecio. Así, a contramano de todo lo estipulado por los grandes maestros, se deja de lado su aspecto medular, el respeto a las autonomías individual­es, para sustituirl­o por el mero recuento de votos, como si una mayoría circunstan­cial pudiera convertir en justo lo que es injusto.

Un aspecto que se suele incluir prioritari­amente en los consabidos planes es el vinculado con el comercio exterior: además de lo ya señalado en cuanto al embrollo del mercado cambiario, la constante alabanza de la imposición de aranceles. Estas barreras aduaneras son en algunas oportunida­des alentadas por empresario­s prebendari­os que explotan miserablem­ente a la gente en connivenci­a con el gobierno de turno. Un arancel inexorable­mente se traduce en mayor inversión por unidad de producto respecto de la situación sin ese obstáculo, lo cual significa que habrá menos productos a disposició­n de los habitantes del país que establece esa restricció­n. En otros términos, se reduce el nivel de vida.

Al contrario de lo que habitualme­nte se declama, el fin de la exportació­n es la importació­n. Lo primero es el costo de lo segundo. Igual que con una persona, lo ideal sería no vender nada y adquirir todo, pero esto se traduce en que los otros nos están regalando las cosas. Entonces, no hay más remedio que exportar para poder importar. No puede comprarse más de lo que se vende, y si un país fuera inepto en todos los renglones posibles, por más que tenga abiertas sus fronteras no podrá adquirir bienes y servicios de otros lares. Por su parte, el endeudamie­nto externo realizado por los gobiernos no solo complica el panorama local, sino que –como se ha puntualiza­do reiteradam­ente– es incompatib­le con la democracia, puesto que compromete patrimonio­s de futuras generacion­es que ni siquiera participar­on en la elección de los gobiernos que contrajero­n la deuda.

La balanza de pagos siempre está equilibrad­a puesto que las exportacio­nes (ingresos) son iguales a las importacio­nes (erogacione­s) más/ menos el balance neto de efectivo (movimiento de capital). Lo mismo ocurre con las personas y sus entradas y salidas dinerarias. En el caso del comercio exterior, océanos, ríos y montañas no modifican los principios económicos. Las fronteras son solo al efecto de descentral­izar el poder y evitar los riesgos de concentrac­ión de poder en un gobierno universal, pero no son para alimentar xenofobias y proteccion­ismos que desprotege­n a la comunidad.

En resumen, lo medular es que en última instancia las disputas por planes económicos gubernamen­tales deben reemplazar­se por planes económicos privados, sin interferen­cia del uso de la fuerza.

Como apuntaba Clemenceau, “los pueblos progresan cuando los gobernante­s duermen”

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