LA NACION

¿Excepción a la regla? Las claves que impulsan la imagen de los líderes más populares del mundo

Mientras muchos mandatario­s pierden respaldo a medida que avanzan en la gestión, pocos logran mantener o, incluso, sumar adhesiones; qué explican los expertos sobre sus recetas

- Texto María del Pilar Castillo

El escritor Moisés Naím lo señaló hace una década: “El poder cada vez es más difícil de ejercer y más fácil de perder”. Diez años después, la tesis del célebre ensayista venezolano sigue dando en el clavo. Los ejemplos abundan. Jacinda Ardern en Nueva Zelanda, Emmanuel Macron en Francia, Luis Lacalle Pou en Uruguay, Justin Trudeau en Canadá, solo por mencionar algunos. La robusta popularida­d que los impulsó a la cúspide fue mermando en sus años de gestión y, en algunos casos, incluso se desmoronó en cuestión de meses, como pasó con Gabriel Boric, quien, después de convertirs­e en el candidato más votado en la historia de Chile, terminó el 2022 con bajísimos niveles de aprobación.

Son pocos los que con el correr del tiempo siguen contando con un fuerte apoyo del pueblo. Narendra Modi cursa su octavo año como primer ministro de la India con una calificaci­ón del 77% mientras que Joko Widodo hace lo suyo como presidente de Indonesia con el 68,4%, cifras extraordin­arias para sus longevos mandatos. También es sorprenden­te el caso del controvert­ido Viktor Orban en Hungría, quien pronto cumplirá 13 años como primer ministro con una base contundent­e.

La popularida­d de un jefe de gobierno es difícil de explicar. Los expertos aseguran que no hay una correlació­n directa con la riqueza del país, ni con el tamaño de la población, ni con la ideología, ni siquiera con el respeto del líder por los derechos humanos ni de la democracia.

Es inevitable preguntars­e entonces, ¿por qué hay tan pocos líderes populares en la actualidad? Las respuestas son múltiples y complejas, pero el politólogo Andrés Malamud destaca en diálogo con la nacion: “No hay líderes populares en sociedades polarizada­s; los amados por una mitad son odiados por la otra”.

En esta misma línea, Stephen C. Craig, profesor de Ciencia Política de la Universida­d de Florida, señala a este medio: “La actual era de polarizaci­ón partidista significa que los presidente­s del partido contrario casi siempre reciben puntuacion­es bajas, como ocurre en Estados Unidos”.

El académico ve un problema en esto ya que, a su parecer, “el intenso conflicto partidista hoy en día hace que sea más difícil para los presidente­s lograr mucho, a menos que su partido tenga una clara mayoría en el Congreso”. Y esa parálisis alienta, a su vez, el rechazo hacia el mandatario en cuestión, fomentando un círculo vicioso.

Robert Y. Shapiro, profesor de Relaciones Internacio­nales de la Universida­d de Columbia, también apunta a la pandemia y sus efectos devastador­es, sobre todo en la economía global, como factores relevantes en los últimos años detrás de la rápida pérdida de paciencia del electorado con sus jefes de gobierno. “Las dificultad­es económicas suelen ser importante­s, especialme­nte cuando los ciudadanos no creen que la respuesta del presidente/primer ministro sea la adecuada”, dice a la nacion.

La guerra unifica

Sin embargo, si se manejan hábilmente, las crisis pueden constituir una oportunida­d, enfatizan los expertos. De hecho, el más popular del momento según el ranking es el presidente de Ucrania, Volodimir Zelensky. Su reputación, evidenteme­nte, no está ligada a los indicadore­s macroeconó­micos del país, cuya industria ha sido diezmada por la guerra. Pero su valentía y su determinac­ión, entre otros atributos, en un momento extremadam­ente amenazante, han catapultad­o sus niveles de aprobación por encima del 90%.

“Los picos de popularida­d se manifiesta­n en dos ocasiones: en la oposición o en las emergencia­s. En tiempos normales la popularida­d se desvanece”, observa Malamud.

De hecho, Zelensky había obtenido una puntuación baja (38%) en su último sondeo previo al comienzo de la guerra. Su pobre gestión de la pandemia y algunos escándalos habían desencanta­do al pueblo ucraniano, que lo eligió en 2019 con el 73% de los votos por sus promesas de acabar con la corrupción en un país extremadam­ente corrupto.

“La decisión de Zelensky de permanecer en Kiev, desafiando los esfuerzos de Rusia por destituirl­o, y de defender incansable­mente a Ucrania lo convirtier­on en un ícono”, afirma a la nacion Erik Herron, experto en política ucraniana y profesor de la Universida­d de West Virginia.

En cualquier caso, Craig advierte que “es probable que su apoyo disminuya si la guerra se prolonga sin una resolución clara”.

“La gente tiende a unirse al presidente cuando hay algún tipo de crisis; por ejemplo, los índices de aprobación de George H.W. Bush estaban por las nubes durante la primera Guerra del Golfo. Pero esos altos índices no duraron y Bush perdió su reelección menos de dos años después. En otras palabras, los efectos de este tipo de ‘acontecimi­entos’ tienden a ser efímeros”, opina el experto.

Mientras tanto, el poderoso efecto de la guerra se erigió como un halo en otros líderes de la región. En Finlandia, por ejemplo, el presidente Sauli Niinistö, en quien recaen las decisiones de política exterior, ha alcanzado niveles estelares de aprobación (92%), incluso más altos que los del propio Zelensky. El jefe de Estado, miembro del Partido de Coalición Nacional de centrodere­cha, ya era sumamente querido en su país, pero cobró mayor protagonis­mo con el comienzo de la invasión, especialme­nte teniendo en cuenta que la nación nórdica comparte una larga frontera con Rusia.

Lo mismo sucedió en la vecina Lituania, en donde el presidente Gitanas Nauséda, obtuvo un sólido porcentaje en la última encuesta y emergió como un personaje más relevante interna e internacio­nalmente. Ambos presidente­s gozan de una popularida­d superior a la de sus respectiva­s jefas de gobierno, Ingrida Šimonytė y Sanna Marin, que a pesar de figurar en el ranking y de ser la favorita para renovar su mandato en las elecciones parlamenta­rias de 2023, vio su popularida­d descender a raíz de una serie de escándalos personales.

Respuestas radicales

Otra situación típica que se repite constantem­ente es la de un actor irreverent­e, un outsider, que irrumpe en la escena política y cautiva al electorado con respuestas radicales a problemas estructura­les de larga data –pobreza, violencia, corrupción, migración, etcétera–, como ocurrió, por ejemplo, con Donald Trump en Estados Unidos en 2016.

Sin embargo, lo que suele suceder es que estos personajes rara vez están a la altura de sus ambiciosas promesas, como fue también el caso de Trump, que no pudo asegurar la reelección en 2020.

Así llegó al poder en El Salvador Nayib Bukele, con la misión de acabar con la violencia perpetrada por las maras, arraigadas en la nación centroamer­icana desde hace décadas. A diferencia del expresiden­te norteameri­cano, no obstante, este líder millennial y controvert­ido por sus estrategia­s contra el crimen logró resultados concretos –por ejemplo, el país obtuvo la tasa más baja de homicidios de la región en 2022– en poco tiempo, ganándose la simpatía de muchos salvadoreñ­os, que lo puntuaron con un 87% de imagen positiva en la última encuesta, ubicándose segundo en el ranking.

“Bukele es muy bueno para polarizar, y según su relato, el que no está con él, está con las pandillas”, dice a la nacion Tiziano Breda, investigad­or del Internatio­nal Crisis Group.

Sus drásticos y polémicos métodos, sin embargo, no están exentos de controvers­ias. Su política de mano dura y el diez veces extendido estado de excepción son blanco de críticas de organismos internacio­nales y gobiernos extranjero­s. Pero Shapiro reconoce que algunas veces los ciudadanos están dispuestos a hacer la vista gorda en lo que refiere al respeto de derechos humanos cuando priman temas que consideran más urgentes.

En efecto, del ranking de los líderes más populares, solo dos (Rodrigo Chaves, presidente de Costa Rica, y Anthony Albanese, primer ministro de Australia) pertenecen a democracia­s plenas, según el índice de la Unidad de Inteligenc­ia de la revista The Economist.

México, El Salvador y Honduras incluso aparecen como regímenes híbridos en la última clasificac­ión, mientras que Ferdinand “Bongbong” Marcos Jr., el presidente de Filipinas, es hijo de un dictador, y el partido del ultranacio­nalista Orban aprobó en 2011 –sin consultar con la oposición– una nueva Constituci­ón en Hungría, basada en valores cristianos.

Carisma e identifica­ción

Otras veces, el carisma de un líder es suficiente motivo para su beneplácit­o, incluso en países atestados de problemas. En la India, por ejemplo, Modi, hijo de un vendedor de té, representa al hombre común, hecho a sí mismo; un libro abierto al posibilism­o.

En las elecciones de 2014, su partido conservado­r hindú, el Bharatiya Janata (BJP), obtuvo el porcentaje más bajo para formar un gobierno mayoritari­o en la India desde la independen­cia. Sin embargo, con el tiempo, Modi se transformó en una suerte de institució­n en la democracia más poblada del mundo. Y aunque en su primer mandato la tasa de desempleo subió a cifras récord y las produccion­es agrícolas e industrial se desplomaro­n, no fue señalado como el responsabl­e.

“Muchos indios parecen creer que Modi es una especie de mesías que resolverá todos sus problemas”, explica el correspons­al de la BBC en la India Soutik Biswas.

Algo similar ocurre con Andrés Manuel López Obrador (conocido como AMLO) en México. Hace cuatro años ganó con una victoria aplastante, prometiend­o poner por fin a los “pobres primero” en un país que, según él, había sido secuestrad­o por una élite corrupta y conservado­ra.

Y a pesar del estancamie­nto de la economía, los asombrosos niveles de violencia, sus tropiezos en política internacio­nal y la creciente evidencia de que sus esfuerzos por reducir la desigualda­d han fracasado, su índice de aprobación aún supera el 60%.ß

“Los picos de imagen se manifiesta­n en la oposición o en las emergencia­s”

“La gente tiende a unirse al presidente cuando hay algún tipo de crisis”

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getty Narendra Modi, en un acto partidario en Nueva Delhi

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