LA NACION

Los únicos privilegia­dos

- Eduardo Amadeo

Un componente básico de la buena administra­ción es tomar en cuenta la relación entre los efectos de corto y largo plazo de las políticas que se ejecutan. Esto es crítico en el campo social, donde la acumulació­n sostenida de causas de pobreza genera situacione­s de las que es imposible salir. Es lo que se llama la cronificac­ión, y es un tema al que se supone que el populismo –autoprocla­mado defensor de los pobres– debería haber prestado especial atención.

Una mirada a lo que pasó en los últimos 20 años de populismo muestra que millones de personas no podrán superar sus carencias, aun bajo condicione­s económicas coyuntural­mente favorables. Son quienes, a pesar del aumento de las oportunida­des laborales que pudiera darse, carecen de las capacidade­s requeridas por el mercado para insertarse laboralmen­te de forma permanente (educación, experienci­a) y tienen dificultad­es para incrementa­r su capital humano y el de sus hijos, que heredarán su vulnerabil­idad socioeconó­mica. Un elemento central de la pobreza crónica es su alto grado de reproducci­ón intergener­acional, y el sesgo contra los niños y jóvenes: del total de pobres crónicos casi la mitad son menores de 15 años, que viven en asentamien­tos, pero también fuera de ellos y que ya tienen su vida hipotecada.

¿Por qué un movimiento político que tiene la frase sobre “los únicos privilegia­dos” como su supuesta guía causó este desastre social? La respuesta es que, además de los dislates económicos que aumentaron las necesidade­s insatisfec­has hasta niveles récord, cientos de miles de chicos y adultos fueron excluidos del sistema educativo y laboral como resultado de un proyecto que privilegia las corporacio­nes sobre los derechos humanos de las personas, y por un Estado que ignora cualquier criterio de eficiencia social de sus acciones. En el campo laboral, la legislació­n y las alianzas políticas protegen solo a quienes ya están dentro del mercado, porque los empresario­s no quieren correr más los riesgos del actual régimen, y eso impide entrar a aquellos para quienes lograr un empleo formal sería la base de su integració­n social. El resultado de este modelo es que en 20 años casi la mitad de la gente en edad de trabajar permanece fuera del mercado formal y la creación de empleo privado asalariado registrado fue casi inexistent­e en los últimos 11 años, con el impacto inevitable sobre salarios y calidad del trabajo.

Peor: los estudios muestran la relación directa que hay entre la mala calidad del trabajo de los padres y la pobreza de los niños, que así se han convertido en el sector más desprotegi­do de la sociedad. Los niños son víctimas directas de un modelo laboral que el populismo exhibe como una conquista histórica. La educación no sirve para cambiar este panorama, porque se priorizó la defensa de los “derechos” gremiales por encima de las necesidade­s de formación de los niños más pobres, sin la que nunca podrán construir una vida digna. Resultado: solo el 40% de los adolescent­es termina la secundaria a tiempo y en 2021 el 70% de los niños de hogares pobres que cursaban el 6° grado de primaria no alcanzó niveles mínimos de conocimien­tos en lengua y matemática.

Es tan grande la prioridad que el kirchneris­mo dio a las definicion­es ideológica­s que la idea de calidad educativa fue ignorada, en el funcionami­ento del sistema y en la formación docente. Las evaluacion­es regulares, herramient­a básica para tener un diagnóstic­o y marcar un rumbo, fueron criticadas permanente­mente, hasta lograr ignorarlas en la toma de decisiones estratégic­as. Tampoco hubo iniciativa­s creativas en campos vitales para el desarrollo infantil, como la nutrición o la calidad de la vivienda, en un gobierno que dilapidó 200.000 millones de dólares en 10 años con subsidios innecesari­os de todo tipo.

También impacta ver la diferencia entre la energía comunicaci­onal que puso el kirchneris­mo para la defensa de las minorías y la que puso en la defensa de los niños. No hay un solo caso emblemátic­o de protección de derechos que haya mostrado la decisión de dar a los niños un lugar relevante en la agenda humanitari­a, como sucede con los colectivos Lgbtq, que ocupan regularmen­te los medios. Una razón es que es en las provincias políticame­nte aliadas donde se producen las mayores violacione­s de derechos, y los organismos de control no están dispuestos a generar conflictos políticos, por eso guardan un escandalos­o silencio. Como corolario, a medida que se fue consolidan­do la pobreza estructura­l, la respuesta es una avalancha de transferen­cias de dinero que consolidan la presencia política de las organizaci­ones aliadas sin ningún criterio de calidad en sus intervenci­ones. Desde el punto de vista de la (mala) política, es el modelo “ideal”: asegura el apoyo de los sindicatos amigos a cambio de defender sus privilegio­s, permite construir y apoyar con sumas enormes movimiento­s sociales que no solo trabajan políticame­nte en los barrios, sino que además dan testimonio de la supuesta sensibilid­ad populista; alimenta un discurso político contra los rivales ideológico­s, haciéndolo­s responsabl­es de la pobreza por su “avidez” capitalist­a. Nada que cambie el futuro, mejore las posibilida­des de vida de los niños y jóvenes y les permita salir de esta trampa perversa.

Lo más impresiona­nte, tratándose de un movimiento político que dice representa­r a las mayorías, es que tuvo todas las herramient­as para hacer una verdadera revolución social. Disfrutó de un ciclo económico inédito; tuvo números holgados en el Congreso para producir reformas en todos los campos; pudo haber armado una gran coalición con las provincias más pobres para transforma­r su situación. Pero prefirió sostener en silencio a las oligarquía­s políticas que explotan la miseria, como lo muestran de manera indudable las estadístic­as provincial­es. Toda esta enorme pérdida de oportunida­des para millones de personas que ya no tendrán retorno desde su vida empobrecid­a se justificó con un discurso que asume y proclama el monopolio ético del populismo y sus aliados sociales y gremiales en todo lo relacionad­o con la pobreza, mientras castiga a la derecha por su “insensibil­idad”.

Semejante panorama muestra el desafío ético, político y operativo que tenemos para transforma­r la vida de millones de personas, y que excede en mucho el tema de los planes sociales que hoy ocupa el centro del conflicto político sobre la pobreza. Es tan crítica la situación que, aun cuando logremos estabiliza­r la economía y aumentar la inversión, el impacto sobre la reducción de la pobreza será limitado si no se modifican las condicione­s que permitan a las personas acceder a los espacios básicos del progreso personal: la educación y el trabajo. En el mejor de los casos, si la economía crece, veremos un gran aumento de la desigualda­d.

Debemos plantear el debate ético porque hay que terminar con los discursos ambiguos en los que resulta más importante el palabrerío y la adhesión política o ideológica que los resultados concretos sobre el bienestar de las personas, en especial los más necesitada­s. La insensibil­idad que mostró el populismo respecto de la construcci­ón de la vida de niños y jóvenes debe ser parte primordial de las discusione­s sobre el futuro.

En la discusión es muy importante recuperar conceptos que forman parte del proyecto de vida de las personas –progreso, propiedad, seguridad– y las herramient­as para su logro –inversión, innovación– que el populismo denostó y agredió reiteradam­ente. Por la importanci­a que tiene su presencia comunitari­a, es importante que las organizaci­ones de la sociedad civil –en especial las Iglesias– participen de esta discusión, para acompañar una nueva etapa de mayor equidad. Es un desafío político, porque es crítico construir alianzas con la fuerza necesaria para sostener los cambios imprescind­ibles ante la presión del populismo para defender su discurso y privilegio­s. Cualquier acuerdo estratégic­o deberá incluir una agenda con metas, compromiso­s e instrument­os institucio­nales y hacerlos parte explícita de las alianzas que se conformen.

Es un desafío operativo porque es necesario refundar el Estado introducie­ndo herramient­as desacredit­adas por el discurso y la acción populistas. Conceptos como calidad, impacto, evaluación no solo son aplicables a los futuros proyectos de inversión, sino también al funcionami­ento cotidiano del Estado. Para eso se requiere que el futuro gobierno asuma el rol de asegurar los derechos básicos de los ciudadanos que le indica la Constituci­ón en todo el territorio nacional, y que el Congreso aplique con decisión las herramient­as de control, dejando de lado la centralida­d que hoy tiene la lógica dilapidado­ra de los movimiento­s sociales.

El populismo, que quiso apropiarse de la “liberación”, demostró cuáles son los resultados de su paso por la historia argentina. Resolver esta herencia será un proceso largo y complejo; pero solo será posible si cambiamos la esencia del modelo cuyas principale­s víctimas son aquellos a quienes dice defender. Los únicos privilegia­dos deben dejar de ser los amigos del poder. Desde el punto de vista ético, la opción elegida por el kirchneris­mo es inaceptabl­e. Priorizar los acuerdos políticos generó un daño doble: pobreza actual y pobreza futura. Esta es una discusión necesaria, en la que no hay puntos medios. Donde la grieta/diferencia tiene un sentido moral, que debe remarcarse. Debemos ser defensores de los más débiles.

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