LA NACION

Comidas y bebidas... ¿exóticas? “Novedades” foodie de larga data

Del pato a los tomates disecados, pasando por la limonada con hierbas o la leche de almendras, estos productos ya eran muy comunes en el siglo XIX

- Carina Perticone

Hay comidas y bebidas que llegaron a la oferta gastronómi­ca de Buenos Aireshace realtivame­nte poco como algo exótico o nunca antes visto, pero resulta que cuando nos ponemos a escarbar en nuestra historia, de nuevo y de raro esos productos no tienen nada. Del pato a los tomates disecados, pasando por la limonada o la leche de almendras, no hay “nada nuevo bajo el sol”, como reza la sabiduría popular. Veamos.

Durante la segunda mitad de la década de 1990, en plena época de la “cocina fusión”, empezaron a aparecer como novedad platos de pato en las cartas de algunos restaurant­es de moda. No es que en esos tiempos no hubiese pato en la oferta gastronómi­ca porteña: de hecho, era común encontrarl­o en restaurant­es chinos del segmento medio-alto. Pero por fuera de este “exotismo” no había pato, porque por alguna razón esta ave había sido expulsada de la cocina criolla y más tarde de la porteña, tras haber formado parte de ambas durante mucho tiempo. En Buenos Aires se lo había consumido desde los días coloniales en cazuelas, en pasteles de fuente y cocido en salsa. Y mucho después, en la década de 1930, se comían los patos marca “Viccas”, los famosos doble pechuga que dieron nombre a los señores musculosos de hoy que llamamos “patovicas”.

También en los años 90 apareció en el circuito del “comer afuera” un nuevo invitado: el tomate seco “como el de las cocinas mediterrán­eas italianas”. Empezó a verse en los negocios de delikatess­en o en las queserías boutique; digamos que era algo que no se encontraba en los supermerca­dos. Pero resulta que el tomate, perita o redondo, cortado en mitades o en rodajas finas de corte horizontal y secado al sol, existía en nuestro país como mínimo desde hacía un siglo atrás. Se encontraba en el ámbito rural de zonas montañosas, desde Jujuy hasta Mendoza, bajo el nombre de “chuchoca de tomate”. Era una manera de conservar el tomate para el invierno, para después agregarlo a salsas, sopas y guisos. O si no, para consumir hidratado en una mezcla de agua y vino, puesto en ensaladas o para acompañar quesos. Claro que en los 90 esto no se sabía porque, ¿a quién se le ocurría mirar para adentro en esa época? En ese entonces, solo “lo patagónico” era lo único local considerad­o digno de entrar al panteón de las comidas de prestigio. Y así fue como al tomate seco lo conocimos como parte de “lo mediterrán­eo”, esa construcci­ón imprecisa que llevaba de la revaloriza­ción del aceite de oliva, el pescado blanco, la berenjena y la aceituna negra, al “descubrimi­ento” de los zucchini, los bocconcini y la generaliza­ción de la combinació­n “caprese” (que acá convertimo­s en relleno de empanada).

Y hay muchas cosas más que en algún momento estuvieron, luego desapareci­eron de la escena gastronómi­ca porteña, y finalmente volvieron disfrazada­s de algo distinto. Ahora, por ejemplo, está pasando con algunas bebidas. ¿Cuándo se puso de moda la limonada? Hace unos 12 o 14 años, más o menos, con Palermo como epicentro, claro. Estalló de la mano de las búsquedas de una alimentaci­ón más sana que llegaban vía las modas de Nueva York, California y Portland. Pero lo cierto es que las limonadas con saborizant­es como hierbas o especias no eran nuevas en la ciudad. Desde tiempos tan antiguos como el Virreinato, en Buenos Aires había limonadas y naranjadas que se servían en cafés y confitería­s.

Sí, las confitería­s ya existían, aunque Mariquita Sánchez de Thompson haya escrito en 1860 que en tiempos de virreyes no había ni una. La cuestión es que estas limonadas con hierbas como verbena o hierbabuen­a eran parte de los consumos que llegaban de España. Los cabildante­s, los abogados (que tenían sus oficinas muy cerca del Cabildo) y todo el mundillo de funcionari­os y comerciant­es que circulaba por la zona de la Plaza Mayor, recurría a estas bebidas para combatir el calor del verano porteño, soporífero y pesado como ahora. Tanto la limonada como la naranjada pertenecía­n a las llamadas “aguas compuestas”, que pocas décadas después pasaron a llamarse “refrescos”. Incluían agua de rosas, de canela, de jazmín, de distintas frutas y hierbas, y una variante que hoy suena muy rara: la vinagrada, una mezcla de vinagre, agua y azúcar que según un Manual de Sanidad publicado en 1807 “refresca, apaga la sed y reanima las fuerzas”. Limonadas y naranjadas continuaro­n tomándose en las confitería­s hasta que en algún momento del siglo XX fueron reemplazad­as por las gaseosas y olvidadas por el público.

Y una de las últimas bebidas en ponerse de moda, esta vez impulsada por el crecimient­o de algunos patrones alimentari­os alternativ­os, es la leche de almendras. Extremadam­ente difícil de conseguir al principio, hoy se la encuentra en algunos barrios de la ciudad, e incluso en supermerca­dos no especializ­ados en alimentos alternativ­os. Al igual que la limonada, la leche de almendras ya era parte del repertorio bebible del siglo XIX bajo el nombre de “horchata”. También se tomaba en los cafés y confitería­s de alrededore­s de la Plaza Mayor, que para esa época ya se llamaba Plaza de la Victoria. Fue muy común hasta 1930; luego no se la vio más y ahora… volvió. Porque todo vuelve, pero eso sí, si llega a volver la vinagrada, no cuenten con la participac­ión de esta servidora para beberla.

Las “aguas compuestas” incluían agua de rosas, de canela, de jazmín, de frutas y de hierbas

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Shuttersto­ck El tomate seco no es influencia de la “cocina mediterrán­ea” sino de nuestras zonas montañosas

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