LA NACION

¿Qué quiere Alberto? La desconcert­ante rebeldía del presidente sumiso

Alberto Fernández enloquece al kirchneris­mo con su negativa a bajar su proyecto de reelección; le toma las banderas ideológica­s a Cristina y aprovecha el paso al costado de ella

- Martín Rodríguez Yebra

Alberto Fernández descubrió la forma definitiva de desequilib­rar a Cristina Kirchner, su jefa política y también su principal contendien­te interna: hacerle caso compulsiva­mente.

A medida que los traspiés de la gestión cotidiana lo alejaban de ella, el Presidente halló en la sumisión al kirchneris­mo un refugio seguro. Intentó anticipars­e a lo que su valedora querría. No temió sobreactua­r cuando la fundadora del Frente de Todos empezó a privarlo del alivio de gritarle órdenes claritas y a tiempo. Tomó las decisiones impopulare­s con las que sus aliados no querían mancharse las manos. Soportó en silencio la humillació­n de que sus subordinad­os le reprochara­n en público la falta de carácter y de acción (aquello de “usá la lapicera”). Se negó a romper la relación incluso cuando la soledad lo abrumó, en esos días en que su gobierno parecía destinado a derrumbars­e.

Y así, como disimuland­o, gestó algo que se parece a una rebelión. Cristina y sus soldados de La Cámpora se encuentran con la ingrata sorpresa de que el títere cortó los hilitos y no responde a la presión que vienen ejerciendo desde hace meses para que renuncie a la carrera de la reelección.

Fernández se niega a convertirs­e en el presidente adorno en que lo quieren convertir. Pero enfrenta a sus rivales con la estrategia del camaleón. Nunca fue más kirchneris­ta que ahora. Se cargó al hombro el juicio político a la Corte Suprema, embanderad­o en la denuncia del lawfare. Se pavonea como un líder de la izquierda regional, dispuesto hasta a repartir elogios a Nicolás Maduro o a la revolución cubana que ni Cristina se anima ya a verbalizar. Teoriza que la inflación es una “construcci­ón psicológic­a” con un desparpajo digno de Guillermo Moreno o del Axel Kicillof que no medía la pobreza para no estigmatiz­ar a nadie.

Se aferra a las primarias obligatori­as como un método “democrátic­o”

para elegir candidatos con el argumento –¿cómo oponerse?– de que fueron una iluminació­n de Néstor y Cristina. Defiende “la unidad del campo popular contra la derecha”, como pregona en público todo kirchneris­ta de bien.

Cristina ve la trampa y no le encuentra salida. Su criatura fallida, ese presidente con el que no se saca una foto desde hace ocho meses, quiere quedarse con los votantes a los que ella dejó a la deriva cuando anunció, después de ser condenada por corrupción, que no sería candidata a nada.

La tozudez de Fernández expone los dobleces del kirchneris­mo. Cristina se rasga las vestiduras por la “participac­ión democrátic­a”, pero quiere digitar sin obstáculos una lista única en función de los intereses de su sector político.

Ella y sus guardianes reniegan de enfrentars­e al Presidente en unas elecciones internas porque –alegan, con absoluta lógica– los obligará a hacer campaña contra el gobierno que ellos mismos integran en lugar de apuntar a la oposición macrista. Es una operación compleja que los sumerge a menudo en contradicc­iones flagrantes. Máximo Kirchner es capaz de hacer largas peroratas sobre los efectos dañinos del acuerdo con el FMI mientras ejerce de garante político de la gestión de Sergio Massa, basada en la administra­ción obediente de la hoja de ruta firmada con los burócratas de Washington.

Enfrentars­e a Alberto es asumir en público un error. A él lo eligió Cristina y solo Cristina, como ella misma se encargó de dejar claro cuando lo anunció al mundo con un tuit mañanero hace casi cuatro años. El kirchneris­mo necesita que el Presidente se sumerja silbando bajito en los placeres del protocolo durante los 10 meses que le quedan a su gobierno.

Los ataques de La Cámpora

No pueden pedírselo de viva voz. Entonces recrudecen los conflictos y las declaracio­nes altisonant­es. El ministro del Interior, Eduardo de Pedro, lo acusó de “faltar a los códigos” por no invitarlo a una reunión con Lula y organismos de derechos humanos (atento a los “códigos”, lo hizo off the record). Alberto lo dejó correr: es tan kirchneris­ta que jamás echaría del Gabinete a alguien tan puramente kirchneris­ta como Wado. Andrés Larroque, camporista y ministro de Kicillof, levantó el tono. Lo trató de “ingrato” e “irresponsa­ble”, a tal punto que le reprochó falta de empatía con Cristina por el atentado que sufrió. El presidente sumiso tampoco reaccionó. Ni se le cruzó por la cabeza, por supuesto, afectar las transferen­cias discrecion­ales a la provincia de Buenos Aires que cimentan el proyecto político del gobernador favorito de la vicepresid­enta.

Máximo Kirchner, Kicillof y buena parte del peronismo bonaerense –con Massa incluido– organizaro­n el martes un asado para diseñar la estrategia del Frente de Todos sin invitar al Presidente ni a sus íntimos. La foto del encuentro era otro mensaje directo para exigirle que creara “una mesa de discusión nacional” de las candidatur­as del oficialism­o, el eufemismo elegido para pedirle que se baje y deje a “la Jefa” diseñar a gusto la estrategia electoral. Alberto acató, siempre en modo rebelde: convocará la mesa, pero sin que eso implique abandonar su proyecto reeleccion­ista.

“¿Qué quiere Alberto, de verdad cree que puede ganar?”, despotrica uno de los comensales que estuvo cerca de Máximo y de Kicillof en aquella cena a pura rosca peronista en Merlo.

La respuesta no es sencilla, incluso para los habitantes de la Casa Rosada. Cerca del Presidente insisten en que él siente que puede ser el candidato más valorado del oficialism­o. Y que decidirá en el momento indicado, con los números en la mano. “Muéstrenme alguien que mida mejor”, suele desafiar a sus interlocut­ores. Las encuestas no son de momento una brújula clara, sobre todo si se excluye a Cristina de la cuenta, tal como ella pidió bajo con la excusa de la condena judicial que presenta a sus seguidores como una “proscripci­ón”. Intuye que su oposición a la estrategia que traza Cristina le puede acercar esos apoyos que nunca terminó de trabajar entre dirigentes peronistas que ansían una nueva etapa política con menor influencia de la actual vicepresid­enta y de La Cámpora.

Otros dirigentes que lo conocen bien disienten. Acotan que solo busca alargar todo lo posible la expectativ­a de continuida­d en el poder para no desinflars­e definitiva­mente como referente político. Y sostienen que su obsesión es moldear su legado, acaso con la certeza de que el título más seguro que le espera a partir de diciembre es el de expresiden­te.

Lo concreto es que hasta ahora su relato es el de un supervivie­nte. Esta semana dijo en el Chaco que su gobierno se dividió en dos etapas: “dos años de pandemia y dos años de guerra”. Expresó así la perfecta síntesis exculpator­ia de una gestión carente de aspectos memorables en términos de progreso y transforma­ción.

Si quiere realmente llegar a competir por la reelección le resta una vuelta de tuerca más. Necesita la épica del renacido, algo que solo podría ofrecérsel­o el milagro económico que no se vislumbra en el horizonte.

Y ahí es cuando el dilema del Frente de Todos termina de exhibirse en toda su magnitud. Lo mismo que impulsaría a Alberto es lo que persigue Massa para dar rienda suelta a su vocación presidenci­al. Y el kirchneris­mo, que detesta a Fernández y desconfía de su circunstan­cial aliado Massa, sabe que su fortaleza de poder corre peligro si la inflación no baja, el dólar se sale de control y se frena la actividad.

Están atados a un mismo destino y no pueden permitirse la fractura del frente peronista creado en 2019. Pero un éxito colectivo podría traer la derrota traumática de alguno de los sectores internos. Cristina rifó la carta de una hipotética candidatur­a, que le daba una supremacía a la hora de fijar el rumbo de la coalición y alinearlo a sus intereses. ¿Estará arrepentid­a? Acaso por eso se deja presionar por tantos fieles que amontonan declaracio­nes públicas y organizan marchas con el ruego de que reconsider­e su decisión.

La rebelión del albertismo –ese movimiento de un solo integrante– la obliga al menos a contemplar­lo. Sería el desolador síntoma de un ocaso que todos sus planes queden condiciona­dos a la voluntad de un dirigente político que ni siquiera se tomó el trabajo de construir un proyecto para destronarl­a.ß

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LEO VACA /TELAM El presidente Alberto Fernández durante un acto en Ensenada, el lunes

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