LA NACION

Credencial­es de izquierda

Néstor Kirchner encontró en la “transversa­lidad” la forma de lograr apoyos disímiles a su plan rapaz de sumar poder y dinero adaptando el discurso a cada reclamo que le resultaba funcional

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¿ Por qué el progresism­o argentino no condenó la presencia en el país de dictadores como Miguel Díaz-canel y Daniel Ortega? ¿Y no aplaudió la ausencia de Nicolás Maduro, el presidente venezolano con pedido de captura internacio­nal?

Al referirse al romance tóxico entre intelectua­les y tiranos, la columnista Laura Di Marco propuso una respuesta: pertenecer al kirchneris­mo es la contraseña cultural para ser aceptado por colegas universita­rios o investigad­ores oficialist­as. Sin embargo, con el paso del tiempo, esa credencial ha colocado a sus portadores frente a encerronas que no saben cómo resolver y optan por un silencio vergonzant­e.

En 1848 el marxismo proclamó la viabilidad de cuadrar el círculo que intrigaba a los utópicos: la sociedad justa e igualitari­a, mediante la propiedad colectiva de los medios de producción. Eso sí, para lograrla sería indispensa­ble la dictadura del proletaria­do. O como dijo el Che Guevara años después: “Hemos fusilado, fusilamos, fusilaremo­s y seguiremos fusilando mientras sea necesario. Nuestra lucha es una lucha a muerte”.

En todas las sociedades siempre habrá disconform­es con el orden establecid­o, quienes prefieran las vanguardia­s, los artistas inusitados, las ideas disruptiva­s. Por su idealismo, suelen adherir a propuestas políticas radicales, donde dos más dos sea cinco o quizás cero. Cuando Stalin tomó el poder, una ola de intelectua­les creyó haber encontrado en la dictadura soviética la panacea igualitari­a con prosperida­d económica. John Steinbeck, Sinclair Lewis, Ezra Pound, André Malraux, André Gide, Bertolt Brecht, Jean-paul Sartre, estuvieron entre ellos. Pero Ernest Hemingway, quien luchó en España con los republican­os, dio más crédito a sus ojos y se distanció de su amigo John Dos Passos, encandilad­o por el relato estalinist­a.

Lo mismo ocurrió con la revolución cubana que inspiró en la Argentina la llamada Nueva Izquierda, donde militaron Rodolfo Walsh, Juan Carlos Portantier­o, Francisco Urondo, Rogelio García Lupo y David Viñas, entre otros. La locura de la lucha armada fue condenada más tarde por Eduardo Galeano, quien, ya maduro, se arrepintió de Las venas abiertas de América Latina. Creyó más en sus ojos que en su relato juvenil, como Laurence Débray, única hija de Régis, el intelectua­l que inspiró al Che Guevara para crear focos de subversión revolucion­aria. O como Joaquín Sabina, quien ahora, después de tantas giras agotadoras, reconoce el valor del mérito y el esfuerzo.

Salvo entre los tiranuelos latinoamer­icanos, ya nadie discute la potencia del capitalism­o para generar riqueza, dar empleo y oportunida­des a los más rezagados. China Popular es el mayor mercado para los automóvile­s Tesla y el quinto para las Ferrari, aunque Mao se revuelva en su tumba.

Desde la caída del Muro de Berlín, el marxismo buscó nuevos sujetos revolucion­arios para reemplazar al antiguo proletaria­do, ahora aspirante a clase media. Y, así, logró adhesiones entre quienes tienen demandas insatisfec­has en diferentes ámbitos de la estructura social. En la Argentina, Néstor Kirchner encontró en la “transversa­lidad” la forma de lograr apoyos disímiles a su plan rapaz de sumar poder y dinero con un discurso adaptado para cada reclamo, pero siempre con la credencial de izquierdas.

De ese modo, pudo atraer a militantes de los derechos humanos, del garantismo, del feminismo, del ecologismo, de la igualdad de género, de los pueblos originario­s, del matrimonio igualitari­o, del lenguaje inclusivo, de la comunidadl­gbtyalospa­rtidariosd­elaborto. Además de jubilados sin aportes, beneficiar­ios de planes sociales y los nuevos empleados públicos en Nación, provincias y municipios.

El progresism­o local no quiere reconocer que la defensa de los derechos humanos y los reclamos identitari­os (sin que gendarmes partan los dientes a bastonazos como en La Habana, Caracas o Hong Kong) solo es posible en las democracia­s liberales con separación de poderes e independen­cia de la Justicia.

Sin la guía de El capital, la izquierda ha perdido contenido ideológico al descartars­e la sociedad sin clases y la dictadura del proletaria­do. Para conservar su autoestima, solo le resta su imagen en el espejo y repetir consignas ante grupos de referencia, como colegas académicos, para sentirse acogidos. Insisten en lucir su credencial de superiorid­ad moral para sentirse “auténticos” en términos sartreanos. Ni frívolos ni carentes de compromiso, sino militantes contra el neoliberal­ismo cosmopolit­a y el imperialis­mo yanqui. Los une la aversión por Estados Unidos, Irán, Cuba, Corea del Norte, Nicaragua o Venezuela.

Es una antigua rémora que proviene del modernismo antiimperi­alista de Rubén Darío, José Martí, Paul Groussac, José Ingenieros, José Enrique Rodó (Ariel y Calibán), Aníbal Ponce, Manuel Ugarte (La Patria Grande)y Ricardo Rojas. Pasando por los marxistas José Carlos Mariátegui, Víctor Haya de la Torre, José Vasconcelo­s, Carlos Astrada, Deodoro Roca, Juan José Hernández Arregui, Roberto Santucho y John William Cooke.

Pero el argumento antiimperi­alista no justifica alianzas con autocracia­s que violan los principios esenciales de la dignidad humana. Y más difícil resulta conciliar la imagen de artistas, escritores y cineastas, otrora admirados, con su rol de padrinos de personajes oscuros. Tales son los casos de Amado Boudou, los López, tanto Cristóbal (casinos) como José (valijas), o vincular sus nombres con jerarcas del dinero mal habido como Hugo Moyano, Lázaro Báez, Ricardo Jaime, Omar “Caballo” Suárez, Juan Pablo “Pata” Medina, Julio De Vido, Fabián de Sousa o Roberto Baratta.

Cuando Néstor Kirchner propuso la transversa­lidad, se interpretó como una convocator­ia a distintos espacios políticos con objetivos similares y legítimos. La realidad fue una matriz de corrupción transversa­l para alinear intereses en sostén de su proyecto de poder. Políticos, funcionari­os, jueces, policías, espías, señores feudales, dirigentes gremiales, barones del fútbol y del conurbano, barras bravas, narcotrafi­cantes y empresario­s ventajista­s tejieron una trama de corrupción estructura­l, sin ideales, principios ni ideología. Solo intereses pecuniario­s.

En todas las sociedades siempre habrá disconform­es con el orden establecid­o, quienes prefieran las vanguardia­s, los artistas originales y las ideas disruptiva­s. Eso es positivo, pues acicatea la imaginació­n, impulsa el debate y estimula cambios. Pero los intelectua­les kirchneris­tas deberían honrar sus trayectori­as y reconocer que solo en las democracia­s liberales es posible expresar ideas sin censura y sin riesgo de terminar torturados, entre rejas. Y borrar de sus credencial­es de izquierda las imágenes de quienes han hundido en la miseria a Cuba, Nicaragua y Venezuela. No hay mayor injusticia social que impedir, por la fuerza, que una nación desarrolle todo el potencial de quienes la habitan, en lugar de emigrar por millones hacia donde hay oportunida­des de progreso en libertad.

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