LA NACION

La conmoción frente al infierno humano

- — por Josefina Gil Moreira — Enviada especial

Los ojos de Christian Dupuy se dirigían a la jueza Alejandra Ongaro, pero su mirada parecía perdida en otro lugar. Mientras escuchaba el veredicto que decía que la madre de su hijo, Magdalena Espósito Valenti, y la novia de esta, Abigail Páez, fueron quienes mataron a Lucio, de cinco años, Christian asentía y se limpiaba las lágrimas. Estaba allí, pero su mirada estaba suspendida en otro sitio, quizás en un recuerdo, en otro momento.

La sala N°8 del Centro Judicial de Santa Rosa, donde el jueves pasado se leyó el veredicto de las dos asesinas, resultaba pequeña para la cantidad de medios periodísti­cos que intentábam­os narrar ese momento único. En coberturas como ésta, las cámaras de televisión y los fotógrafos siempre tienen prioridad para ubicarse y el jueves no hubo excepción: los trípodes, los cables y los lentes se desplegaba­n en todo el ancho de la sala.

Me ubiqué como pude en un hueco entre la muchedumbr­e, agachada, debajo de los brazos en alto de un camarógraf­o, y lo único que podía ver con claridad eran los ojos de Christian devastado por la muerte de su hijo, atravesado por un dolor tan inconmensu­rable que su resultado, lo que queda de ese padre después de la pérdida, no tiene nombre propio.

Quizás por ese mismo motivo, ese dolor inabarcabl­e que genera el crimen de Lucio, es que en Santa Rosa, una ciudad más acostumbra­da a ser personaje secundario que protagonis­ta, los vecinos querían, pero no podían hablar del caso. Les duele, como a todos los argentinos, no haberse dado cuenta del calvario que vivió el niño, no haber hecho nada por él, no haber intentado salvarlo de la muerte. Es su cercanía con el horror lo que les impide poner en palabras la angustia.

“No puedo creer que haya pasado esto acá, en Santa Rosa”, me dijo el jueves una señora que se acercó al tribunal para acompañar a la familia Dupuy. Lo dijo con los ojos húmedos y los labios casi fruncidos, conteniend­o el llanto. En sus manos, que temblaban, sostenía una fotocopia tamaño A4 con el rostro sonriente de Lucio, en blanco y negro. En ese momento, un automóvil que pasaba por los tribunales, sobre la avenida Uruguay, hizo sonar su bocina y, desde una ventanilla baja, una voz femenina gritó un desgarrado­r “Justicia por Lucio”. El alarido me erizó la piel.

Hace poco tiempo, había llegado a Zárate, otra ciudad-pueblo donde se gestó otro infierno que conmociona a la sociedad desde el verano de 2020 y que quizás tenga un punto final mañana: allí nacieron, se criaron y vivieron los ocho jóvenes que golpearon y patearon a Fernando Báez Sosa hasta la muerte en una madrugada de Villa Gesell. Allí, los vecinos tampoco querían hablar demasiado del caso, pero en voz baja muchos se animaban a asegurar que era esperable que ocurriera algo como lo que sucedió aquel 18 de enero de 2020 porque muchos de los acusados tenían fama de “violentos y pendencier­os”.

Así me lo contó una docente que conocía de cerca a uno de los acusados del crimen. Me dijo que los jóvenes eran conocidos por pelearse a trompadas a la salida del boliche, siempre en grupo, siempre siendo más que sus víctimas.

Ambas ciudades, Santa Rosa y Zárate, laten con ritmo de pueblo: entre las dos y las cinco de la tarde todo se desvanece un poco. En muchas casas no se toca el timbre, se aplaude, y las bicicletas y motos se estacionan a 45° sobre la vereda. En los dos lugares muchos vecinos conocen a los responsabl­es de los crímenes y están convencido­s de que los destinos de Lucio y de Fernando podrían haberse evitado si alguien hubiese hablado a tiempo: un médico, una maestra, un vecino, un amigo, un entrenador. Alguien. De allí la importanci­a de que se apruebe la ley Lucio, para la capacitaci­ón permanente sobre los derechos de la infancia de quienes trabajan en el Estado para detectar la violencia física, sexual y psicológic­a que sufren niños, niñas y adolescent­es en gran medida en su propia familia.

Jimena Aduriz es la madre de Ángeles Rawson, la adolescent­e de 16 años que en junio de 2013 fue asesinada por el portero del propio edificio donde vivía, en Palermo. Aduriz estuvo el jueves en Santa Rosa, acompañand­o a la familia Dupuy, y me dijo que cuando se viven tragedias como la que le sucedió a ella, ayudar a otros que atraviesan situacione­s similares se siente como una forma de resignific­ar el dolor propio. Para Ramón Dupuy y su familia, impulsar la ley Lucio, es justamente eso: transforma­r el horror en algo un poco más luminoso.

La audiencia del jueves fue breve. La jueza necesitó apenas cinco minutos para describir el calvario de Lucio y declarar culpables a su madre y a su novia, las grandes ausentes de esa jornada final del proceso. Luego, sobrevino un silencio estremeced­or. No hubo aplausos, ni gritos, ni llantos desconsola­dos. Solo largos abrazos y la mirada dolorida de Christian que se encontró con la de su padre, Ramón, y halló el sitio donde descansar de tanto horror, al menos por unos instantes, esos que también necesitába­mos todos para salir del estupor.ß

La audiencia del jueves fue breve. La jueza necesitó apenas cinco minutos para describir el calvario de Lucio y declarar culpables a la madre y a su novia

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