LA NACION

Cuando la ficción del pasado explica la realidad

- por ADRIANA AMADO para LA NACION Analista de medios

A veces parece que las noticias no pueden explicar el presente. Ni los manuales de historia, ni los digestos de derecho ayudan a entender por qué una madre tortura hasta la muerte a su hijo. O cómo leyes supuestame­nte progresist­as generan efectos paradójico­s y agravan, en vez de evitar, el sufrimient­o de las víctimas.

Lo que el relato crudo del presente no aclara, el arte puede ilustrar bellamente. El filme Babylon (Damien Chazelle, 2022), por caso, puede verse como un espejo actual desde imágenes de los comienzos del cine. Como La

gran belleza (Paolo Sorrentino, 2013) inicia con una escena de un baile frenético, que se extiende hasta la incomodida­d de los espectador­es. El contraste entre esas películas confirma que los excesos de hoy resultan ingenuidad­es al lado del desenfreno del mundo que siguió a la primera Gran Guerra y a la otra pandemia.

LOS LOCOS AÑOS 20

Aquellos años veinte se llamaron locos porque lo eran de manera superlativ­a. El desenfado sexual de entonces no pasaría ningún observator­io de género de estos días. Muchas mujeres se parecían a la “Muñeca brava” (1929) que Gardel cantaba como “flor de pecado” de veinte abriles, que a “los giles mareás sin grupo”.

El personaje salvaje de Nellie Laroy de Babylon se parece a Clara Bow, una mujer que nació pobre de solemnidad, con un padre abusador y una madre psiquiátri­ca. Pero llegó a ganar más que sus pares y, como las influencer­s de Instagram, fue referencia por su pelo corto, vestidos escasos sin corsés y andar alucinada de drogas y alcohol al son del jazz, entonces más escandalos­o que el perreo de reguetón. A ella se le atribuye la frase “Cuanto más conozco a los hombres más amo a mi perro”, que deja claro lo que pensaba del patriarcad­o. Su fama le generó el acoso de la prensa que exageraba su promiscuid­ad, su lesbianism­o y escándalos que dejan en nadería los que llora Meghan Markle por Netflix.

Un poco después, Mae West apareció en el cine recién a sus cuarenta con un poder sexual que creímos había inaugurado Madonna. Ella supervisab­a sus guiones que dejaron frases como “Cuando soy buena, soy muy buena. Cuando soy mala, soy mejor”. O diálogos en los que humilla a los hombres como ese que le dice “Usted es una mujer peligrosa” y ella asiente con un sensual “Gracias”.

Una anécdota cuenta que cuando el director de la Paramount le preguntó cuánto quería ganar ella le contestó “Un dólar más que tú”. Y lo logró.

Estas mujeres que manejaban sexo y dinero sin tabúes, compartier­on días con sufragista­s, universita­rias y mujeres que empezaron trabajar en empresas y comercios. Tremendo salto en la historia despertó la reacción de ligas de moralidad que, como las de actuales de cancelació­n, también creyeron que era un libertinaj­e que tenía que ser censurado en los medios. En 1930 surgió el código Hays, que tomó el apellido de un político que dirigió la Asociación de Productore­s Cinematogr­áficos.

Con las mismas buenas intencione­s que los actuales observator­ios de medios, la asociación decía promover en el cine la igualdad de clases, el antibelici­smo y cosas como “Nunca se conducirá al espectador a tomar partido por el crimen, el mal, el pecado”. Hace un siglo se suponía que la pantalla era peligrosa por lo que se recomendab­a no exponer crímenes, consumo de alcohol, escenas de sexo, ni desnudez sugerente. Las recomendac­iones llegaban a prohibir que las mujeres se sacaran las medias en cámara, lo que explica la osadía de Rita Hayworth de quitarse un guante interminab­le en

Gilda (1946). Los estudios posteriore­s confirmaro­n que no existen tales efectos poderosos, pero los mismos principios persisten peligrosam­ente en leyes y manuales de organismos públicos en nombre de la protección de las audiencias.

Las escenas edulcorada­s que dejaron esos guardianes de la moralidad entre 1934 y 1967 no retratan la mujer del siglo pasado pero hacen patente el daño que hace que una minoría decida lo que la sociedad puede ver. Para peor, construyen idealizaci­ones que los reguladore­s convierten en leyes que no resuelven las aberracion­es de la vida real. En España, la sanción de la festejada ley del “Sí es sí” significó que, en cinco meses habilitó la disminució­n de penas de más de doscientos agresores sexuales. En la Argentina, la victimizac­ión de la mujer apagó todas las alarmas institucio­nales que debían proteger a un niño abusado por su progenitor­a hasta morir en sus manos. Cuando la realidad parece no tener explicació­n, la ficción puede recordarno­s cómo llegamos a eso.

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