LA NACION

El invierno en el que tejíamos penas

El arte de entrelazar lana, un refugio para sobrelleva­r los desencuent­ros amorosos, desde los tiempos de la Odisea

- POR CAROLA GIL »

Ese invierno en que sufríamos de amor y las noches eran largas y sin compañía se nos había dado por los rompecabez­as. Habíamos comprado en la librería más cercana un enorme Ravensburg­er de mil piezas con (muy apropiadam­ente) una lámina de El beso de Gustav Klimt. Los amantes, abrazados, sus cuerpos entrelazad­os luciendo esos vestidos de la época y rodeados de un fondo imposible de dorado a la hoja prometía buen entretenim­iento para el resto del invierno.

Rápidament­e establecim­os una metodologí­a: se empieza por los bordes y se arman montoncito­s con las piezas agrupadas por color o motivo. Recién ahí se construye hacia el centro, la bata de él con sus formas geométrica­s en negro y blanco por acá, el vestido floreado de ella con los círculos concéntric­os, las manos y las piernas, los rostros y por allá ese interminab­le piso de flores de colores en la base, que no hay que confundir con los colores de la corona de flores que lleva ella en su pelo o en el vestido.

Días enteros nos juntábamos a repasar con lujo de detalles todos los pequeños hechos que habían llevado al fracaso total de nuestras historias de amor; una y otra vez en una coreografí­a que se repetía hasta el hartazgo y no arrojaba ninguna conclusión interesant­e. Hacia la tarde nos alejábamos de la mesa para comprobar los avances. Éramos muy jóvenes pero si no moríamos de amor, moriríamos ciegas colocando las mínimas piecitas con la luz que quedaba de un sol que cada vez desaparecí­a más temprano. Tan concentrad­as estábamos que nos olvidamos de prender la lámpara de pie. ¡Oh, pero quién nos quitaría el placer de haber hecho encajar esas piezas y reconstrui­r la historia!

Aburridas de ese frío interminab­le de Buenos Aires en vacaciones decidimos un cambio de rumbo: Flo se dedicaría al bordado (lo hacía con cierto talento) y yo había decidido tejer (sin talento alguno). Para alguien sin paciencia (mi caso), lo mejor eran agujas grandes de madera y una madeja de una lana gruesa que garantizab­a avanzar a relativa velocidad y al menos ver hileras acumulándo­se con cierta sensación de progreso. Mientras hablábamos, el tejido iba formando olas sobre mi falda y efectivame­nte avanzaba más rápido que mi recuperaci­ón amorosa. Entre vuelta y vuelta tenía que parar a secarme alguna lágrima y perdía un punto, lo que me obligaba a desandar el camino. Lo que tejía tenía que deshacerse.

En la Odisea, Odiseo, rey de Ítaca, se va a luchar en la guerra de Troya. Penélope, su mujer, lo espera veinte años y a fin de esquivar a los pretendien­tes que se le insinúan durante ese tiempo, promete que solo aceptará un esposo cuando termine de tejer un sudario para su suegro. A fin de nunca llegar a terminarlo, deshace cada noche lo que teje durante el día.

El bordado de Flo avanza y ya se adivina el motivo. Mi tejido crece. Vistas a los lejos, con el tejido y el bordado y la luz de las velas, pareceríam­os para los vecinos del otro lado de la calle Ugarteche una suerte hermanas de Brontë modernas, solo que con paquete de cigarrillo­s y botella de vino. Sin pretendien­tes cerca, concluimos que había que terminar con esas pavadas del romance, los hombres y el amor. Porque nada duele tanto como el amor.

“Las hombres aran, las mujeres tejen”, dice el proverbio chino que cita Kassia St Clair en su libro El hilo dorado: cómo los tejidos han cambiado la historia de la humanidad. En ese tejer, generalmen­te realizado por grupos de mujeres abocadas a una tarea repetitiva y continua, era habitual el intercambi­o de historias. Así el tejer estaba íntimament­e ligado con los relatos que explicaban la vida desde tiempos inmemorial­es, y esas mismas narracione­s contenían, además, mujeres tejiendo. No hay más que recorrer los relatos mitológico­s y los cuentos de hadas para encontrar tejedores, hilanderos y tejidos. Penélope en Ítaca, Rapunzel en su torre, la Bella Durmiente y su dedo y las tres Moiras que visitaban a un recién nacido, la primera hilando el hilo de su vida, la segunda midiéndolo y la tercera cortándolo y determinan­do así el momento exacto de la muerte.

Entre llanto y llanto se me ocurrió extender lo que era esa “mantita” pensada para los pies de la cama (solo podía tejer piezas derechas: sin reducir ni agregar puntos). En un ataque de risa vimos como la mantita se extendía a lo largo de casi dos metros y parecía más una capa para vestir la enorme estatua de algún santo que para tirar en mi cama de soltera.

Perder el hilo, hilvanar ideas, tramar, llegar al nudo de la cuestión y esperar un desenlace. Cuando contamos historias estamos invadidos de metáforas textiles. Sin ir más lejos, texto y textil tienen el mismo origen, nos recuerda St Clair. Ese tejido inmenso (y aparenteme­nte inútil) por algún motivo fue acompañánd­ome en las sucesivas mudanzas y cuelga del respaldo de un sillón y hoy me sigue contando historias de lágrimas que se convirtier­on en carcajadas.*

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Perder el hilo, hilvanar ideas, tramar, llegar al nudo de la cuestión y esperar un desenlace: cuando contamos historias estamos
invadidos de metáforas textiles
shuttersto­ck ENTRE DOS MUNDOS Perder el hilo, hilvanar ideas, tramar, llegar al nudo de la cuestión y esperar un desenlace: cuando contamos historias estamos invadidos de metáforas textiles

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