LA NACION

Los orígenes históricos de nuestra inflación endémica

Siempre es oportuno rastrear en el pasado las raíces objetivas de los problemas, para arbitrar correctivo­s y evitar su utilizació­n como arma de la política facciosa

- Jorge Ossona

La velocidad de nuestro arranque hacia fines del siglo XIX incubó un peligro arrastrado durante las guerras civiles y finalmente diagnostic­ado en 1890. Su prevención se olvidó en medio de los desconcier­tos del siglo XX, que resultó una caja de sorpresas desagradab­les para el optimismo positivist­a brevemente recuperado durante la segunda posguerra, entre ellas, la inflación.

No bien le pusimos punto final en 1880 al último capítulo de la saga comenzada con la Emancipaci­ón, literalmen­te llovieron los factores que requeríamo­s para ingresar en el codiciado mercado de las commoditie­s alimentari­as. Europa todavía atravesaba los estertores de la gran crisis del mundo noratlánti­co que insinuó ascensos, estancamie­ntos y cambios tecnológic­os. Entre los primeros, se contaba la emergencia de potencias como Francia, Alemania y los Estados Unidos; sedes de una nueva revolución tecnológic­a respecto de la que la Gran Bretaña fue quedándose en la retaguardi­a.

La seguridad jurídica del Estado nacional habilitó la llegada abundante de inmigrante­s. Los trenes y los frigorífic­os sentarían, a su vez, las bases de lo que James Scobie denominó una “revolución en las pampas”. Pero la vertiginos­idad eclipsó los riesgos de un endeudamie­nto fundado en un cálculo poco responsabl­e de nuestra potenciali­dad exportador­a. Diez años después, incurrimos en el primer default de nuestra historia; una severa advertenci­a sobre las dificultad­es de equilibrar la macroecono­mía por la portentosa maquinaria burocrátic­a empeñada en vertebrar un país de grandes asimetrías regionales.

Sin embargo, el colapso supuso un aprendizaj­e que fue desplegand­o institucio­nes correctiva­s en el curso de esa década: cayeron varios bancos, se quitó a las provincias la capacidad de emitir moneda y se creó una Caja de Conversión, que nos adecuó al patrón oro internacio­nal instaurado por Inglaterra en 1873. A 5 años de la crisis, la solvencia exhibida por los sucesivos gobiernos permitió recomponer el flujo de inversione­s y de inmigrante­s. Hacia mediados de la década siguiente, la explosión de la agricultur­a logró superar a la ganadería en volúmenes exportable­s.

El vértigo del crecimient­o, que nos convirtió en el sexto producto bruto per cápita del mundo, estaba, asimismo, aproximánd­ose hacia la infranquea­ble frontera de nuestras tierras humedecida­s. Y con eso se planteaba un nuevo desafío a la imaginació­n de unas elites dirigentes, confiadas en las cualidades ilimitadas de la dinámica abierta cuarenta años antes. Así lo advirtió Alejandro Bunge en 1908.

Tras el impacto brutal de la Gran Guerra Europea, la brillante prosperida­d de posguerra volvió a eclipsar los peligros. Nuestro comercio exterior se trianguló entre unos EE.UU. que nos eligieron como destino dilecto en la región para sus productos e inversione­s dado el espesor de nuestras clases medias y una Europa –particular­mente Inglaterra– que no los proveía o lo hacía en cantidades y cualidades mucho menores. Sin embargo, la anomalía no suscitó demasiados recaudos; hasta que los ingleses nos exigieron en 1927 salvaguard­ias compensato­rias de su balance comercial negativo.

No hubo tiempo de analizar la admonición: la crisis internacio­nal de 1929 surtió un efecto peor que el de la Guerra, y una perspectiv­a más tormentosa para nuestras commoditie­s templadas que para las tropicales y mineras. La presión bilaterali­sta redoblada de Gran Bretaña forzó a la firma del Acuerdo Roca-Runciman en 1932. Pero el sufrimient­o diferencia­l nos dio la oportunida­d de explotar al máximo nuestras reservas acumuladas durante el medio siglo anterior. Pese a contar con solo unos 12 millones de habitantes, la Argentina era la economía más grande de la región. Así lo expresaba una industrial­ización mucho mayor que la de países con la ventaja comparativ­a de poblacione­s más abundantes y consiguien­tes salarios más bajos.

La imposibili­dad de vender nuestra producción obligó a redoblar el esfuerzo industrial­izador merced a la oferta de materias primas de nuevas economías regionales que se

El pleno empleo, caro a nuestra tradición inclusiva, pero por entonces convertido en sentido común internacio­nal, obligó al Estado a expedirse como empleador

sumaban a las pioneras del azúcar tucumana y los vinos cuyanos a fines del siglo XIX, como la yerba y el té de Misiones y Corrientes y el algodón chaqueño. La producción textil incipiente desde la Primera Guerra y ya pujante durante los años 20 logró sustituir todas las importacio­nes de ese rubro absorbiend­o a las masas de desemplead­os urbanos a los que se sumaron miles de agricultor­es quebrados de las pampas.

Los gobiernos neoconserv­adores preservaro­n la pedagogía fiscal de la crisis de 1890 pese a la necesidad de improvisar, como en todo el mundo, mecanismos cambiarios de emergencia que subsumiero­n a la Caja de Conversión en un Banco Central. Este ajustó con éxito los flujos monetarios esterilizá­ndolos respecto de las cambiantes coyunturas en medio de la recesión. Hacia 1934 habíamos resuelto el desempleo sin dejar de honrar deudas. Sin embargo, el autarquism­o incubaba peligros.

Hacia comienzos de los años 40, ya iniciada una nueva guerra europea, se abrió un debate soterrado. Unos –particular­mente los militares y los nuevos industrial­es– entendían que el autarquism­o era un camino irreversib­le y que había que proseguir el esfuerzo sustitutiv­o de importacio­nes indiscrimi­nadamente. Otros, como Federico Pinedo y su staff funcionari­al, optaron por una actitud más cauta y atenta a las ideas simplifica­doras.

Sin materias primas estratégic­as ni un mercado interno de escalas, esa industrial­ización podía suponer una trampa. Sorteable, en tanto se gestionara selectivam­ente promoviend­o a aquellas que siguieran ocupando trabajo, pero que consumiera­n materias primas locales procurando, simultánea­mente, mercados más vastos. En medio de una guerra ya mundializa­da, era una excelente oportunida­d para retomar la relación privilegia­da con EE.UU. de la década anterior, convirtién­donos en una plataforma industrial para toda la región.

En suma, una readecuaci­ón de la economía argentina al nuevo orden internacio­nal liderado por unos EE.UU. autosufici­entes y competitiv­os con nuestras commoditie­s tradiciona­les. Pero el debate quedó ocluido por los avatares de nuestra política. Cuando el conflicto terminó, se impuso –aunque no con demasiada convicción– la opción autárquica con sus costos fiscales por la necesidad de comprar materias primas con la misma cantidad de bienes exportable­s tradiciona­les que, luego de un breve destello tras la posguerra, volvieron a los precios de los años 30, confirmand­o el autarquism­o alimentari­o europeo. Ya hacia fines de la década, las industrias nacionales se toparon con una nueva frontera en su capacidad de incorporar trabajo, con lo que el pleno empleo –caro a nuestra tradición inclusiva, pero por entonces convertido en sentido común internacio­nal– obligó al Estado a expedirse como empleador aprovechan­do la ola de estatizaci­ones de la posguerra.

Su consecuenc­ia inflaciona­ria no se hizo esperar, aunque exacerbada por otros desequilib­rios de las cuentas públicas y por una puja distributi­va que terminó solidificá­ndose como un trastorno cultural. Fue como pisar una mina cuyas esquirlas arrastramo­s hasta nuestros días y que solo pudo sofrenarse durante breves períodos, salvo entre 1991 y 2001, aunque sin atacar sus raíces, como lo prueba su resurrecci­ón en 2002 y luego de 2006. Siempre es oportuno recordar sus orígenes históricos objetivos para arbitrar algún día correctivo­s evitando su utilizació­n como arma de la política facciosa.ß

Miembro del Club Político Argentino y de Profesores Republican­os

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