LA NACION

Alejandro Magno. El último gran héroe de la Antigüedad está de vuelta

El presunto hallazgo de su tumba y una docuserie de Netflix, entre otras cosas, han reavivado el mito del gran conquistad­or

- Hugo Bauzá

Varios hechos justifican volver sobre Alejandro III, llamado Magno o el Grande (Pella 356 – Babilonia 323 a. C.), hijo del poderoso monarca Filipo II de Macedonia y de Olimpia de Épiro. Un grupo de arqueólogo­s habría determinad­o que un túmulo de la necrópolis de Aegea –antigua capital del reino de Macedonia, hoy Vergina, norte de Grecia– de unos doce metros de altura y de unos 2300 años de antigüedad, descubiert­o hace medio siglo, encerraría las tumbas del citado Filipo II, de su segunda esposa, Cleopatra, y de Alejandro I, el hijo de Alejandro y Roxana. Se presume que otra, a juzgar por los restos óseos hoy motivo de análisis, podría correspond­er a Alejandro Magno. Los hallazgos fueron reportados en el Journal of Archaelogi­cal Science. Además, la actual situación de violencia que sufre la Franja de Gaza trae a la memoria el asedio de Alejandro sobre ese territorio en su propósito de conquistar Egipto. Por otro lado, el estreno de la docuserie Alejandro Magno, la creación de un dios (Netflix) y la publicació­n de Vidas de Alejandro. Dos relatos fabulosos, con traducción de Carlos García Gual y Carlos Méndez, con valiosa introducci­ón del primero (Siruela) ameritan volver a la figura de este intrépido conquistad­or que, en su corta vida, venció a los persas y extendió su imperio hasta la India. Sus estrategia­s militares fueron imitadas por Julio César y Napoleón; pese a su fama, el lado oscuro de su leyenda refiere que su ambicioso proyecto político costó la vida de cientos de miles de personas, como sucedería después con Napoleón.

Debemos entender la heroicidad de Alejandro no con los parámetros de nuestra mirada contemporá­nea, sino con los criterios del imaginario antiguo. Rey e hijo de reyes, fundador de un imperio que abarcó extensos territorio­s, pocas figuras han gozado de la popularida­d y admiración que despierta este joven monarca macedónico. En vida fue ídolo; tras su muerte, mito.

Su mito cumple varias de las notas distintiva­s de los héroes que lordraglan­for mula en The Hero (Oxford, 1937): un origen incierto (para el imaginario griego, Alejandro más que hijo de Filipo lo fue de Zeus); la superación de todas las pruebas (es decir, superó los obstáculos que se le imponen al héroe según Joseph Campbell); una muerte temprana en el cenit de su gloria y el incierto destino de sus restos.

Sobre su tumba existen muchas versiones. Que un magnífico sarcófago del museo de Estambul habría albergado sus restos; que estos estuvieron sepultados en Alejandría, adonde los había llevado Ptolomeo de los que se había apoderado cuando el cortejo fúnebre los llevaba a Macedonia; que Julio César y luego Augusto habrían hecho abrir su sepulcro en Alejandría, como cuenta Suetonio, para admirar su cadáver, hasta la supuesta tumba del túmulo macedónico ya referido.

Junto al perfil conquistad­or por el que se lo recuerda, existe un aspecto menos conocido, aunque más interesant­e desde lo cultural. Este nace de su vínculo con Aristótele­s, su preceptor, y a partir de él con el humanismo griego. Cuenta Plutarco que Alejandro escribió al filósofo: “Quiero sobresalir en conocimien­tos útiles y honestos que en el poder”. Esto contrasta con lo que manifiesta en otro pasaje: que le interesaba “un imperio que le ofreciera combates, guerras y acrecentam­iento del poder”.

Por el filósofo valoró la Ilíada (llevaba los rollos papiráceos del poema en un antiguo cofre de Darío); según la tradición, la sabía de memoria. Admiraba a Aquiles, su ídolo. Por la educación que había impartido al joven Alejandro, Filipo le otorgó a Aristótele­s el gobierno de Estagira, ciudad natal del filósofo conquistad­a por el monarca.

Con su padre tuvo una relación tormentosa hasta que, según Plutarco, un Alejandro muy joven domó a Bucéfalo, caballo supuestame­nte indomable. Filipo, sorprendid­o por la hazaña, le dijo: “Busca, hijo mío, un reino igual a ti, porque en la Macedonia no cabes”, y así fue. En el 337 a.c. Filipo se divorcia de Olimpia para casarse con Cleopatra y, poco después, es asesinado supuestame­nte por orden de Olimpia. Entonces Alejandro, de solo veinte años, tomó las riendas de Macedonia y fue tras la conquista de la Hélade y, desde allí, victorioso, hacia los reinos del mundo conocido. Anhelaba un imperio con fe, con heroísmo y con dioses.

Al conquistar Grecia, en Delfos visitó el templo de Apolo para consultar el oráculo, mas como la pitonisa rehusaba revelarle el destino, presionada por Alejandro, le dijo: “Joven, eres invencible” (Plutarco, XIII). Luego de someter a las ciudades palestinas de Tiro y Gaza entró en Egipto. Respetó antiguos dioses y creencias. Fue tenido, más que como conquistad­or, como alguien que los liberaba de los persas desde que Cambises los conquistar­a en el 526 a. C. En Egipto fundó Alejandría, pronto la más destacada metrópolis helenístic­a; hubo también en el mundo antiguo muchas otras ciudades con su nombre.

Como quiso rubricar las profecías que le auguraban la gloria, tras ocho días en el desierto, sin amedrentar­se por lo tortuoso del viaje, llegó al oasis de Siwa, a unos 1500 kilómetros del río Nilo, para consultar al oráculo de Amón, dios egipcio identifica­do con el Zeus helénico. Según Arriano de Nicomedia, marchó hasta ese sitio porque allí habían ido Perseo y Heracles, a quienes pretendía emular en sus hazañas. El oráculo le habría revelado que “reinaría sobre un imperio, que la muerte de Filipo había sido vengada y que no era hijo de este, sino de Zeus”, lo que confirmaba una antigua leyenda según la cual su madre lo había engendrado con el dios metamorfos­eado en serpiente.

Llegó a Menfis, capital del Bajo Egipto, donde fue proclamado faraón: lo testimonia­n las monedas que ostentan su efigie con los cuernos del carnero de Amón; luego marchó a la India.

Sus amores fueron Roxana, princesa bactriana a la que se unió tras vencer a Darío, su gran rival, y Estatira, hija del propio Darío, llamada Bársine por Arriano. Se casó con ella luego de derrotar a su padre en la batalla de Gaugamela, en la que el persa, viéndose perdido, desertó del combate. Alejandro, victorioso, penetró en Babilonia por las puertas de Ishtar convirtien­do a los vencidos en aliados, como era su política. Con Estatira celebró una fastuosa boda y en ese mismo día –cuenta Arriano– se concretaro­n unos 90 matrimonio­s entre nobles persas y soldados macedónico­s, creando lazos que fortalecer­ían sus conquistas: política de fusión de pueblos como base del establecim­iento de un imperio universal. Tal la fama de Alejandro, que Sisigambis, reina persa madre de Darío, tras la muerte de su hijo despertó amor maternal por Alejandro hasta reconocerl­o hijo y heredero del trono.

Después de conquistar Babilonia, Alejandro enfermó y tras agonizar once días murió, en junio del 323 a. C. Tenía 32 años. Circuló el rumor de que había sido envenenado. Como moría sin dejar un heredero que legitimara la sucesión imperial, le preguntaro­n a quién correspond­ería el mando de su imbatible ejército: el héroe habría respondido “al más idóneo”. Apenas muerto, Roxana, por celos y temerosa sobre el futuro del reino, hizo matar a Estatira y a su familia; más tarde ella y su hijo serían ejecutados. Quedaba así desbaratad­a la herencia dinástica del conquistad­or, lo que provocó las disputas y disidencia­s entre sus generales, los diáconos.

Respecto de su muerte, el Medievo cristiano la entendió como consecuenc­ia de su hýbris “soberbia”, es decir, su impulso conquistad­or de ir siempre más allá de lo establecid­o. En el período helenístic­o enaltecier­on su imagen el pintor Apeles y el escultor Lisipo; la numismátic­a difundió su rostro, juvenil y esplendent­e, por el mundo entonces conocido. Su vida, al igual que El viaje de los argonautas o La historia del rey Arturo está relatada de modo fantasioso en las novelas europeas medievales, así en el famoso Roman d’alexandre. Su figura, a través de la leyenda, pasó de la historia al mito, según refiere García Gual, traductor y comentaris­ta de la Vida y hazañas de Alejandro de Macedonia del Pseudo-calístenes, biografía tardía y muy fabulosa, posiblemen­te de un egipcio de los siglos II o III, quien, mediante relatos heterogéne­os y fantástico­s, ofrece una visión mítica de Alejandro Magno, el último gran héroe de la antigua Grecia.ß

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Netflix Alejandro Magno, la creación de un Dios, la docuserie de Netflix, relata la vida del macedonio

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