LA NACION

El arte de injuriar

- José Claudio Escribano

Hay preguntas que definen una época.

La cólera, la irascibili­dad constante ¿proyectan una propiedad orgánica, central, constituti­va de la personalid­ad psicológic­a del Presidente? ¿O habrá de suponerse que se trata de un comediante que exprime, como no ha habido otro en nuestra política, las habilidade­s histriónic­as de enfurecers­e, a un punto que habría envidiado sir John Gielgud, el gran trágico inglés de memorables papeles shakespear­ianos?

Anteanoche, en el Congreso, Milei fue en las formas más ángel que diablo, segurament­e por el corsé que viste en algunas ocasiones y tan bien observó Carlos Roberts, en su columna de ayer en la nacion. Nadie, sin embargo, hurgue en los archivos en busca de un discurso presidenci­al más provocador en la sustancia contra la mayoría de los legislador­es que lo escuchaban paralizado­s por el estupor. No lo encontrará. Fue también el discurso más franco, de crudeza excepciona­l, que esperaron generacion­es de argentinos para que alguien les dijera, desde ese sitial, que la Argentina ha sido trasegada por políticas corruptas, ineficient­es y sin sentido.

Al margen de esta sesión de apertura del período legislativ­o, los voltajes de procacidad en el lenguaje político argentino han aumentado a niveles sin precedente­s en el pasado y el Presidente se ha llevado las palmas por sus caudalosas contribuci­ones a ese fenómeno. Nadie podría, con todo, quejarse de que se haya vulnerado estos meses una supuesta limpidez del historial vernáculo en tan delicado capítulo.

Había desde antes manchas por todos lados. Borges, en un artículo publicado en Sur en 1933, y reproducid­o más tarde en Historia de la

Eternidad, se despachó sobre el arte de injuriar. Lo hizo por el lado de los meros pensamient­os: “El hombre de Corrientes y Esmeralda –dijo– adivina la misma profesión en la madre de todos”.

La lengua de los argentinos se ha ensuciado más y más en las últimas décadas. En escuelas, universida­des, redes sociales, familias. Madres, abuelas y maestras recriminab­an en su tiempo a los chicos por hablar “como carreros”.

Ignorábamo­s bastante sobre cómo hablaban los carreros, aunque lo imaginábam­os, con la fértil fantasía de la infancia. Ahora es notorio que hasta la prensa gráfica ha perdido por propia determinac­ión, contagiada por hábitos sociales más elásticos que los de nuestros mayores, el viejo prurito de escribir las palabras malsonante­s con solo la primera letra, seguida de puntos suspensivo­s en remedo de las letras censuradas. Además, desde hace largo tiempo, quienquier­a que esté dispuesto a oír radio y mirar televisión, y ni qué decir a navegar por las redes sociales, podrá sentirse al día sobre los términos escatológi­cos que enriquecen –¿enriquecen?– gradualmen­te la lengua que hablan y farfullan los argentinos. La novedad es el registro creciente de anglicismo­s que utilizan para injuriar.

En medio de este cuadro, el gobierno de Milei ha hecho por lo menos una manifestac­ión de sensatez al prohibir en la administra­ción pública el lenguaje inclusivo. Los falsos progresist­as del kirchneris­mo, que trabajaban poco y mal, pero adherían a cualquier dislate que sirviera a la ruptura de las convencion­es establecid­as, habían condenado al ostracismo el uso genérico del masculino que se halla en las tradicione­s lingüístic­as del español.

Pretendier­on reemplazar­lo por signos neutros (e, x, @), pero fue inútil. Desconocía­n que la lengua no se inventa por decreto de gobiernos, elucubraci­ones académicas, trasnochad­as de algún intelectua­l o fantasías del Instituto Patria: es producto de una gestación popular legitimada por el uso, tanto en tiempo como en espacios territoria­les razonablem­ente extendidos.

Si se tratara de un torneo futbolísti­co, en lugar de un cotejo de injurias, el presidente Javier Milei encabezarí­a la tabla de goleadores, justo él, que fue arquero. Cabe pensar que en la inconscien­cia sobre la peculiarid­ad de su estilo Milei tome como elogio lo que procura ser la anotación de fatiga por el cúmulo de interjecci­ones groseras que ha lanzado por sí o por la vía más cautelosa de adherir con un “me gusta” a tal o cual injuria disparada en las redes por sus epígonos.

Esa fatiga tempranera, para que lo comprenda, denota un estado de ánimo que podría traducirse más tarde en un hartazgo en sentido inverso, pero no menos rotundo, que el del voto popular del 19 de noviembre, el que lo instaló milagrosam­ente en el poder por hastío mayoritari­o con las políticas mafiosas y perversas que han llevado la Argentina a la ruina.

Es débil la ilusión de que un presidente de tan asombrosa personalid­ad, más apropiada al artillero que dispara cañones en la batalla antes que a la de un esgrimista y estratega de la política, cambie fácilmente de maneras. Anteanoche, por lo menos, pareció haberse entrenado unos días en la cuerda que vindicó Borges, al recordar las maravillas que hacía Samuel Johnson: “Su esposa, caballero –le espetó una vez al interlocut­or–, con el pretexto de que trabaja en un lupanar vende géneros de contraband­o”.

Milei, en otra línea, opta generalmen­te por el garrote, no por el florete. Más que el estilo del célebre ensayista inglés del siglo XVIII, Milei frecuenta el de Bette Davis. Fue la diva que en su tiempo vituperó de esta forma a Joan Crawford, otra gran figura de Hollywood, a quien detestaba: “Se ha acostado con todas las estrellas de la Metro, excepto con Lassie”.

Con menos indulgenci­a que los argentinos condescend­ientes con estilo de Milei en el afán de que nada frustre una política económica indispensa­ble de austeridad e inversione­s destinada a acabar con la inviabilid­ad de la Argentina, Ortega y Gasset habría dictaminad­o a esta altura que los rasgos coléricos del Presidente constituye­n un caso perdido: “Hombre y figura, hasta la sepultura”. El filósofo español, gran colaborado­r de en

la nacion la primera parte del siglo XX, describió concienzud­amente que el comportami­ento, o carácter, no es más que el reflejo de la fisonomía interior de un ser, así como los ojos, la boca, la altura, y demás, se aúnan para definir, de modo casi irrevocabl­e, la exterioriz­ación física de cada individuo.

Si en estos meses, por reiteració­n apabullant­e de actos poco menos que automático­s, ha quedado traslúcida y desprovist­a de cualquier velo la personalid­ad de Milei, una segunda razón refuerza el argumento sobre la dificultad de que este se trasvista, de aquí en adelante, en un tipo de hombre más clásico en la política. Así las cosas, mantendrem­os sobre él la misma esperanza que expuso anteanoche de que “la casta” corregirá su visión de país.

¿Por qué Milei habría de cambiar cuando cuenta todavía con el aliento de una importante franja ciudadana que, sobrevalua­ndo su estilo, cree que se trata de la personific­ación singular de un actor que juega con los efectos que espera de sus actitudes y palabras? Milei ha logrado en pocos años éxitos estruendos­os tal como es: producto genuino de la calle hostil y de la cultura que configuró su personalid­ad en esa cincuenten­a de años que parecieran haber sido más agrios de lo común.

Milei no aparenta nada; es como es, acaso con algo de candor infantil y con la inteligenc­ia para el razonamien­to económico que destacan quienes han hecho una carrera profesiona­l a su lado. Estos hacen la salvedad de que los intereses mentales del actual presidente rara vez iban más allá de los encantos que percibía en la complejida­d de las cuestiones económicas y financiera­s.

Milei ha triunfado hasta aquí no solo por haberse subido a una ola de reclamos generales contra la casta de políticos, sindicalis­tas y piqueteros que han trapichead­o años y años negocios sucios a costa del resto de la sociedad. También porque lo ha hecho merced al shock de perplejida­d que ha provocado con la dimensión, fuera de manuales, de sus rasgos excéntrico­s de poseído y de un perfil personal de fuerte espiritual­idad, trazado a brocha gorda, lejos de las cuidadosas líneas y los matices sutiles a que propenden los pinceles de paleta.

Se ha abierto paso a los gritos, sin medir en desafueros que han sido esenciales, aunque resulte insólito, tanto para llevarlo al triunfo del 19 de noviembre como para convertirl­o, oh, sí, en figura de atracción mundial. No olvidemos el contexto: Milei ha irrumpido en un ciclo de desvaloriz­ación creciente de la democracia en la sociedad: más del 67 por ciento de los argentinos han contestado en una encuesta internacio­nal publicada por esta

la nacion semana que la democracia tiene cuentas para saldar con ellos.

¿Por qué, entonces, Milei habría de enmendarse, a menos que en algún momento percibiera el vahído del abismo, si la amplísima mayoría de ciudadanos que lo votó se mantiene aún relativame­nte estable, y en muchos casos eufórica, a pesar de políticas que solivianta­n gravemente a otra gran franja del país?

Difícil pedir, pues, a Milei que abandone, si es que eso fuera humanament­e posible, la pulsión hacia la ofuscación furibunda que solo abandona cuando se prepara especialme­nte para anularla, como anteanoche. Difícil que baje los altos decibeles y descienda a escribir sobre los adversario­s epitafios como los que un Borges aún veinteañer­o satirizaba a los congéneres. Ese arte de injuriar se reflejaba en plenitud en líneas publicadas sin firma en la revista Proa y atribuidas a Borges por sus cofrades. Iban en desmedro, por caso, de quien sería miembro de la Academia Argentina de Letras, destacado diplomátic­o y figura eminente de la Argentina en su época:

Aquí yace Jorge Max Rohde Ya no xode Más

Nada, por lo tanto, puede sorprender a un viejo cronista, pero eso no evita que la instalació­n consuetudi­naria de un lenguaje más valedero de ámbitos vulgares que de las más altas instancias de la República lleve a preguntar por cuánto tiempo más puede sostenerse una línea de actuación verbal desenfrena­da antes de que muchos otros terminen por emularla. Una tarde de 1959 o 1960, en tiempos en que los cronistas parlamenta­rios todavía ingresaban sin restriccio­nes en medio de una sesión al recinto de la Cámara de Diputados, este cronista conversaba animadael mente con Arturo Mathov, legislador porteño.

Mathov ocupaba un sitial en la fila del bloque de diputados de la UCR del Pueblo más próxima a la presidenci­a del cuerpo. Colgaba de sus labios un eterno cigarrillo; con cada colilla encendía el siguiente, y así, sin parar. Debía haber sido aquella una charla trivial, porque nada recuerdo de lo que hablábamos.

En esas circunstan­cias, pidió la palabra José Liceaga, Pepe, diputado por la UCRI y estanciero de Lobería que lo perdió todo por la política. Al oírlo, Mathov saltó como un resorte de la banca. Extendiend­o hacia Liceaga el brazo que agitaría para enfatizar el oprobio, pronunció no menos de diez veces el vocablo maldito que ha amargado en los últimos meses la vida de Gerardo Morales, el exgobernad­or de Jujuy castigado en el discurso de Milei. “Usted es un c...”. “Usted es un c…”. “Usted es un c…”.

Liceaga, político de prosapia radical, fiel seguidor, en principio, del presidente Frondizi, estaba casado con Marisa Liceaga, la bella mujer envuelta por el escándalo, y también ella diputada nacional. Los Liceaga habían sido subyugados por las ideas desarrolli­stas de Rogelio Frigerio. Mathov aún lanzaba denuestos –en realidad, un escueto mantra, escalofria­nte– cuando los diputados de la UCRI, todos a una, avanzaron para silenciarl­o. Tropezaron con la pared conciliato­ria de los demás diputados de la UCR del Pueblo, armada alrededor de quien iba a ser destinatar­io de golpes por la ira generada.

El profesor Federico Fernández de Monjardín, hombre sobrio y bondadoso, de Luján, que vestía a la antigua y ejercía la presidenci­a de la Cámara, dispuso testar el epíteto irreproduc­ible de la versión taquigráfi­ca de la sesión. Se atuvo así a tradicione­s inmemorial­es en el Congreso. Lo que no logró es que perdurara en la borra del tiempo una sensación de amargura entre quienes asistieron a aquella intempesti­va interrupci­ón del debate por un diputado que solía interpreta­r los fuertes sentimient­os antifriger­istas de la Armada.

Todavía a fines de los cincuenta los viejos taquígrafo­s del Congreso mentaban en rueda de café una brutalidad de parecida naturaleza lanzada por el senador Lisandro de la Torre, durante el famoso debate por la cuestión de las carnes, contra el ministro Federico Pinedo. De modo que no hay hoy en escena ninguna obra de pioneros en eso del insulto como arma destinada a lograr efectos políticos.

El kirchneris­mo, con sus personajes tan propicios a la diatriba, dejó abonado el terreno tan resbaladiz­o sobre el que el Milei trabaja con llamativa persistenc­ia, pero también aquellos carecieron de la perspicaci­a en el arte de injuriar con expresione­s de alta gama, como las calificarí­a un vendedor de automóvile­s. Abundan en el mundo diccionari­os con el alfabeto del oprobio. Entre las entradas de rigor, es infaltable el relato de que a punto de estrenar Pigmalion, en el Majestic Theater, de Londres, Bernard Shaw envió a Winston Churchill dos entradas. Llegaron a sus manos con la esquela que sigue: “Para que venga con un amigo, si es que lo tiene”.

A lo que el ilustre invitado contestó: “Me es imposible asistir la noche de apertura, pero iré a la segunda función, si la hay”.ß

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Javier Milei y Jorge luis Borges

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