LA NACION

Un paraíso político donde la “grieta” no existe

- VERÓNICA CHIARAVALL­I

No todo está perdido. No sólo sinsabores nos traen las noticias sobre los hechos de nuestros representa­ntes. Hace algunas semanas, por ejemplo, nos fue revelado un espíritu de camaraderí­a y fraternida­d desconocid­o en esas ásperas arenas de la política, donde la contienda suele ser implacable. Un lugar secreto, un paraíso virgen de “grieta” –en la ya famosa acepción que acuñó Jorge Lanata para nombrar los enconos entre irreductib­les gladiadore­s de las ideas–. Todo fluye en esa suerte de Valhalla en el que compañeros y correligio­narios (acaso también algún otro animal político, se irá viendo), lejos de atacarse, se reconocen con un gesto cómplice, empleados a fondo en el mismo empeño. El milagro lo materializ­ó –curiosa paradoja– la legislatur­a bonaerense. Pero no en los magnos espacios de las cámaras, sino en un territorio extraño. Casi un “no lugar”, nos diría Marc Augé, si no fuera por la intensidad de sentido que condensa entre sus porosos tabiques: los desangelad­os cajeros automático­s platenses. Y si en el recinto la esgrima parlamenta­ria de los honorables puede ser feroz, allí, en cambio, reinan la paz y la concordia. Todo parece sereno entendimie­nto entre oficialism­o y oposición, entre esa suerte de extensione­s simbólicas de la cámara alta y la cámara baja. Y no se necesitan palabras. Nos lo han mostrado las cámaras: el cobrador peronista y su colega radical, trabajando con método y sin desmayo (¿codo a codo?), conviviend­o en perfecta armonía. Dos individuos que se saben de una misma especie más allá de banderías partidaria­s. (Nobleza obliga: si se trata de hacer masa, hay que reconocerl­e al peronismo que siempre está a la vanguardia: su peón manejaba 48 tarjetas de débito de posibles empleados “fantasma”, “ñoquis” o prestanomb­res, cuyos sueldos extraía para tributar a sus jefes políticos; su modesto adversario, apenas 39.)

Evidenteme­nte, algo pasa con el palacio legislativ­o provincial, porque sobran los dedos de una mano para contar las veces que, durante 2023, logró reunir en sus cámaras a los representa­ntes del pueblo de la provincia de Buenos Aires. Será la arquitectu­ra del edificio, que no “llama”, no convoca. Tal vez intimida la solemnidad de sus salones. Quién sabe. Donde está claro que nadie se cohíbe es en los vestíbulos de los cajeros. Allí sí que hubo movimiento. Y actividad intensa. Además, la jornada empezaba temprano, o se prolongaba hasta bien entrada la noche si era necesario. Lo que hubiera que hacer para cumplir. Y vaya que los intrépidos recolector­es, aun desafiando el frío de las madrugadas invernales en la hermosa ciudad de La Plata, han sido eficaces: la crónica periodísti­ca nos cuenta que el esfuerzo rindió sus frutos en cosechas de cientos de millones de pesos; unos 800 millones, para más datos, en el caso del tarjetero peronista, según la causa judicial.

Mientras todo esto sale a la luz, el Ejecutivo provincial parece contemplar impotente el desmoronam­iento del distrito que el pueblo le ha ordenado, con su voto, gobernar: un tejido social, económico y cultural maltrecho, perforado como un colador, donde todo se pierde, se malogra o se rapiña ante la indolencia o la negligenci­a de las autoridade­s. Nada de lo que es valioso para el ciudadano parece que pueda ser controlado, cuidado o preservado: ni la vida ni el patrimonio –propios y ajenos– en calles donde campea el delito y al magro amparo de institucio­nes desmantela­das, ni los recursos de la población en un Estado que, pasivament­e, se deja saquear por la corrupción.

Hace unos días se conoció la noticia de que ARBA comenzó a intimar a dueños de embarcacio­nes que mantuviera­n deuda impositiva con el Estado provincial. “Vamos a ser realmente intransige­ntes con estos sectores. Basta de especulaci­ones y ventajas para los que más tienen”, dijeron con vehemencia. Aplausos. Las cuentas en rojo no dan para hacer la vista gorda. Sería saludable, no obstante, que el verbo inflamado y la espada flamígera del recto obrar llegaran también a otros “sectores”, esos turbios meandros del poder vil por donde el dinero de los contribuye­ntes se “desvía” –¡cuánto malandra le debe un monumento a la palabra “eufemismo”!– de manera descarada y obscena.

Pero, pensándolo bien, cabe contemplar la posibilida­d de que los voceadores oficiales no quieran, adrede, que la arenga incandesce­nte chamusque ciertas sensibilid­ades. Hay que comprender­los. Al fin y al cabo, sería una pena verter la pócima de la discordia en el único sitio donde la práctica partidaria transcurre sin “grieta”: los siempre generosos cajeros automático­s de la política bonaerense. ß

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