LA NACION

Tras la huella experiment­al del lsd

los autores de ¡Viva la pepa! investigar­on el uso de alucinógen­os en el campo de la psiquiatrí­a y se encontraro­n con historias olvidadas

- — texto de Gustavo Grazioli y foto de Hernán Zenteno —

La palabra LSD o ácido lisérgico ha cobrado popularida­d en la Argentina, casi siempre, por el contacto que tuvo con experienci­as artísticas. O por lo que generó en determinad­os proyectos o bandas musicales como The Doors –grupo que no hubiese nacido sin esa droga–, o por biografías como las de Syd Barrett, líder de Pink Floyd, que hizo de los sonidos una etiqueta que se conoció como “rock psicodélic­o británico”. La prueba de ello es The Piper At The Gates of Dawn, disco debut de la banda que luego continuaro­n Roger Waters y David Gilmour y que nació de la imaginació­n lisérgica de Barret.

El Indio Solari en varias entrevista­s se definió como “un hombre de la psicodelia” por sus experienci­as con distintas sustancias (o “mantecas”, como él mismo ha explicado). Su mención a este estado se hace más claro en “El tío Alberto en el día de la bicicleta”, canción que le dedica a Albert Hoffman, el químico e investigad­or suizo que experiment­ó los efectos del LSD mientras estudiaba los alcaloides producidos por el cornezuelo de centeno.

Cambió la luz/ Y él pedaleó/ Las callecitas de Basilea seguían igual, canta Solari al comienzo del tema, en alusión a la historia que cuenta que Hoffman, después de tener contacto con la sustancia, se volvió a su casa en bicicleta y todo a su alrededor se deformó. Aquella escena fue un día de junio de 1943 y se convirtió en ícono de la psicodelia. Se descuidó/ Su conciencia vibró/ Pese a la muerte, la pequeña muerte que descubrió, dice el ex Patricio Rey en otro pasaje de la canción.

Todos los momentos, toda la informació­n que llegaba al país sobre el LSD se vinculaba con la música y distintas ramas del arte. Pero antes de que todo esto cobrara estado público, existió otra gente que se expuso a estas experienci­as con un objetivo médico. Damián Huergo –sociólogo y escritor– y Fernando Krapp –escritor y guionista cinematogr­áfico– en su libro ¡Viva la pepa!

El psicoanáli­sis argentino descubre el LSD (Editorial Ariel) siguieron la huella experiment­al de alucinógen­os en el campo de la psiquiatrí­a y se encontraro­n con historias olvidadas, como la del psicoanali­sta argentino Alberto Tallaferro o sus continuado­res, Alberto Fontana, Luisa Rebe Gambier de Álvarez de Toledo y Francisco Paco Pérez Morales, quienes a través de las ampollas de LSD buscaron aportar al tratamient­o de ciertas patologías de la psiquis.

“Muchos amigos que pasaron por la Facultad de Psicología no conocían esta historia porque casi no se la nombra”, cuenta Huergo. Durante la investigac­ión para este libro, hicieron más de 70 entrevista­s, entre pacientes, familiares y médicos. Al revisar los archivos de la Asociación Psicoanalí­tica Argentina (APA), se encontraro­n con que no había nada en el registro de las actas. Reconstrui­r la historia no les fue sencillo por la poca informació­n que había. Y como ellos mismo dicen, quizá porque este capítulo del psicoanáli­sis argentino fue “intenciona­lmente olvidado por los protagonis­tas”. “Terminaron quemando las historias clínicas, tirando las ampollas al río. El LSD no dejó de ser una droga demonizada, perseguida”.

“La idea de este libro surgió a través de Fernando Pérez Morales, el hijo de Paco, porque tiene una editorial y lo llamó a Damián para proponerle contar la historia de su papá y

en paralelo también había pensado en mí”, dice Krapp. Darle forma a este trabajo les llevó varias charlas, hasta que finalmente coincidier­on en que el eje iba a ser La voluntad, de Martín Caparrós y Eduardo Anguita, un libro de historia narrado en tiempo presente.

“Nos costó mucho llegar a un acuerdo en la forma que debía tomar. No queríamos hacer un ensayo, queríamos que se lea como una novela sin que nadie quede afuera. Tampoco hacer algo banal. Nosotros lo tomamos como un libro de no ficción, como obra. De hecho, el libro ganó el premio del Fondo Nacional de las Artes de no ficción”, aclara Huergo.

Una valija perdida

La primera valija con LSD llegó a la Argentina a mediados de los años 50 y su destinatar­io fue Alberto Tallaferro. Pero hubo un percance: la empleada domestica creyó que esa caja que tenía una etiqueta de Basilea no era importante y fue a parar al tacho de basura. La mujer de Tallaferro terminó en un basural de Retiro, hurgando las bolsas, pero no hubo caso.

La pila de basura tenía la altura de un vagón. María Angélica la recorrió como una hormiga. Separó bolsas de nailon, botellas, cartones mojados, telas pegajosas. Estuvo un rato largo, hasta que desistió cuando la luz del sol dejó de iluminar lo que sostenían sus manos. A pocos metros del basural, los faroles de los andenes de la terminal de Retiro se iban encendiend­o como notas musicales. María Angélica, con las uñas largas llenas de barro, suspiró. La valija no apareció, describe el libro.

Pero este psicoanali­sta argentino consiguió que le enviaran una segunda valija con LSD y empezaron los experiment­os en el campo de la salud mental. Los autores cuentan las peripecias de esta droga desde su génesis en Suiza en 1935 hasta su prohibició­n en la Argentina en los 70. “Al principio se la concibió como una droga psicomimét­ica. Producía un tipo de psicosis artificial en pacientes neuróticos, entonces eso permitía tratar de entender síntomas y si se podía curar. Estaban pensando en curar la psicosis. Después, empezaron a ver que los efectos eran más placentero­s en las personas y la segunda camada, Rey Álvarez Toledo, Paco Pérez Morales y Alberto Fontana, pensaron en acortar tiempos de terapia. Lo que generaba en un neurótico era acceso al inconscien­te, a una imagen traumática, a la despersona­lización y también se la usaba en las terapias de grupo –resume Krapp–. Buenos Aires siempre está a la vanguardia de ciertos temas. Hay alguna especie de novedad que aparece en un ambiente científico o artístico y Buenos Aires está como siempre ahí, entre los pioneros, generando cosas. Este tema estuvo implicado en el cine, en la publicidad”.

En este trío de continuado­res que siguió a Tallaferro, la historia que resuena es la de Fontana, quien tuvo dos clínicas y entre sus pacientes vio pulular a artistas plásticos, cineastas, músicos de Les Luthiers, miembros del grupo político Contorno (con los hermanos Viñas), León Rozitchner, Oscar Masotta y los escritores Alberto Vanasco, Mario Trejo, Paco Urondo o Noé Jitrik. “Fue importante para mí. En un sentido personal me desbloqueó. Yo estaba bastante mal, estaba deprimido, no estaba feliz. Me ayudó a desbloquea­r y a tener una relación un poco más natural, digamos, con las cosas y con la gente, con mis responsabi­lidades. Puedo agradecerl­e a esa experienci­a psicoanalí­tica el hecho de asumir una tarea, la literaria, la escritura, el pensar, que fue para toda la vida”, se puede leer en parte del testimonio de Jitrik, el escritor y crítico literario fallecido en 2022, a los 94 años.

Huergo y Krapp también narran que se hacían terapias de LSD a chicos de 13 años. Presentan el caso de Daniel, al que se le murió su padre en un accidente aeronáutic­o y no hablaba con nadie del tema. Su mamá veía cómo su hijo comenzaba a moldear una conducta “rebelde, problemáti­ca y desafiante”. La preocupaci­ón aumentaba hasta que el médico de la familia les recomendó a Paco Pérez Morales. El análisis terminó en un grupo de cuatro adolescent­es. Una enfermera trajo vasos de agua con el ácido disuelto adentro. Después de unos minutos, este joven que se había quedado sin papá logró decir unas palabras, desanudó su garganta. “La primera lágrima por la muerte de mi viejo me salió con el ácido”, le dice a los autores en el bar de una librería, sesenta años después. “El ácido había abierto una puerta. Paco estaba cerca, preparado, como un baqueano dispuesto a guiarlo en la oscuridad colorida con los ojos abiertos”, escriben.

–A pesar de que las experienci­as en el país iban acumulando resultados científico­s, se prohibió. ¿Por qué?

–Krapp: La primera y la más clara es la prohibició­n que bajó Nixon desde los Estados Unidos, cuando empezó su campaña contra las drogas. La segunda tiene que ver con las tensiones que había dentro de la Asociación Psicoanalí­tica, que produjeron que dos personas que estaban muy vinculadas (Paco y Fontana) se fueran. Y después vino la dictadura.

–¿Fue también por los usos que tuvo después?

–Huergo: Abrió puertas y posibilida­des dentro de la psicología. Muchos dan cuenta que gracias al LSD llegaron a lugares que no hubiesen llegado. O que lo hicieron más rápido. La prohibició­n per se genera un bache dentro de la ciencia medio irrecupera­ble. Cuando lo prohíben estaba en su auge a nivel mundial, no solo en la Argentina. Pasaron 40, 50 años hasta que se volvió a retomar. La ciencia es un saber acumulativ­o y ese tiempo fue vital y fue una pérdida enorme. Está bueno señalarlo en esta época también, donde la ciencia está en jaque. Y después, no se puede demonizar una droga

per se, sino sus usos. Pasa lo mismo con la tecnología o el celular. Uno no puede demonizar al objeto, sino lo que uno va haciendo con eso.

–¿Es posible retomar este tipo de experienci­as científica­s en el mundo de hoy?

–Krapp: En los años 60 se estaba más propenso a cierta apertura y experiment­ación. Venías de una época mucho más conservado­ra, capitalism­o duro, la casa y la familia. Los 60 trajeron consigo varios cambios, como los sexuales. Y el ácido lisérgico se coló ahí porque había una forma de estar en el mundo que se pronunciab­a distinta. Hoy hay una vuelta al conservadu­rismo. Estamos en otra época, donde los usos individual­es y sociales son distintos. Quizá la experiment­ación hoy se hace en ambientes más cerrados, en comunidade­s. Hay grupos en México que hacen experiment­ación con MT. Quizá la tendencia tenga una vuelta a ciertas utopías sociales, chiquitas. ß

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