LA NACION

Las mujeres de la realeza siempre se convierten en “escudos humanos”

- Jennifer Weiner La autora es una novelista, productora de televisión y periodista estadounid­ense Traducción de Jaime Arrambide

Había una vez, un príncipe que hizo un casting de todas las encantador­as, inteligent­es y bondadosas damiselas de su reino, y de entre ellas escogió a su futura esposa.

La nueva integrante de la familia era un encanto, una belleza, una brisa de aire fresco. Todos la adoraban, pero la luna de miel fue breve: de repente, algo cambió. Tal vez haya osado expresar un deseo o dejado escapar una opinión. O tal vez había aparecido en público un poco desarregla­da, o había roto tal o cual tradición, o simplement­e se había negado a mostrarse. O tal vez fue simplement­e que todo lo que sube tiene que caer…

Como sea, y vaya uno a saber por qué, de pronto la chica de oro fue “reperfilad­a” como una cazafortun­as. O como burda y mersa, o cruel y manipulado­ra, o fea, o gorda. Se esmeraron en compararla con otras mujeres de su círculo y de su generación.

Hay príncipes que son convertido­s en sapos, pero ocurre en muy contadas ocasiones, mientras que las princesas siempre parecen terminar como villanas o chivos expiatorio­s, utilizadas para desviar el fuego y las críticas si su esposo llega a necesitarl­o.

Les pasó a Diana Spencer, a Sarah Ferguson y a Camilla Parker Bowles antes de ser reina consorte. Le pasó a Meghan Markle, a cuyas penurias se sumó el racismo. Y a su manera es lo que también le pasó a Wallis Simpson. Le pasó a Kate Middleton cuando salía con el príncipe Guillermo, antes de compromete­rse, y era retratada como una trepadora capaz de esperar diez años para cazar a su presa.

Cuando se casaron, parecía que Kate se convertirí­a en la excepción que confirma la regla: la única privilegia­da esposa de un Windsor a la que se le permitía estar por encima de cualquier pelea.

Pero ahora, Catherine, Kate, la princesa de Gales, ha pasado al lugar que terminan ocupando todas las mujeres de la realeza y sus adyacencia­s: la picota. Y todos los dedos apuntan a ella.

Como sabrán, salvo que hayan estado con la cabeza enterrada, hace unos días el palacio difundió una foto de Kate sonriendo junto a sus tres adorables hijos, una de las primeras imágenes públicas que se tenían de ella desde enero, cuando se informó que se estaba recuperand­o de una cirugía abdominal programada y que no retomaría sus deberes públicos hasta después de Pascua.

En internet les llevó un minuto darse cuenta de que era una foto retocada, y después nos quisieron vender que la única responsabl­e de photoshope­ar la foto, torpemente, había sido Kate. La observador­a de la realeza Daniela Elser de inmediato la catalogó de “alborotado­ra” y de “objeto de burla y humillació­n global”. Y agregó: “Ahora nadie creerá en lo que diga la realeza durante muchos años”.

Y eso, si entiendo bien, sería exclusiva responsabi­lidad de Kate por haber photoshope­ado una foto con sus hijos para Instagram. Parece que para Elser, el historial comunicaci­onal del palacio es impecable…

¿Por qué las mujeres Windsor son sometidas sistemátic­amente a este trato? Empezando por el hecho de que la familia real no gobierna, ni Gran Bretaña ni ningún otro lugar. Más bien hay que pensarla como una empresa familiar que fabrica bebés y defiende su derecho a que los contribuye­ntes británicos los mantengan.

Los miembros de la realeza y sus cónyuges deben demostrar, día a día, que la monarquía les devuelve a los contribuye­ntes el valor de su dinero, que los reyes y reinas y lores y ladies son símbolos útiles, avatares del espíritu de la nación, y que son honestos, inalterabl­es y fieles.

Y en ese sistema, lo más importante es el monarca. Los parientes varones son herederos o “piezas de repuesto”. Históricam­ente, las mujeres han servido como una mezcla de vientres de cría y maniquíes. Su trabajo consiste en no engordar, abrir poco la boca, vestirse bien y producir herederos que no engorden, abran poco la boca y se vistan bien. (Se dice que el príncipe Felipe habría aprobado el ingreso de Diana a la familia porque aportaría “un poco de estatura a la cría”).

Pero cuando aparece una amenaza a la reputación de un alto miembro varón de los Windsor, las mujeres cumplen otro rol esencial: se convierten en escudo humano.

Annus horribilis

¿El rey Eduardo VIII abdicó y se fue a Francia para estar con Wallis Simpson? La culpa tiene que ser de esa norteameri­cana divorciada. ¿El príncipe Carlos tenía una amante? A culpar a su madre por no permitirle que se casara con su verdadero amor, a culpar a su esposa por no serle fiel... Ah, y de paso dice que la amante es fea…

¿El príncipe Harry renegó de sus deberes familiares y se mudó a la soleada California? ¡La culpa es de esa esposa “narcisista” que lo “embrujó”! Y tal vez todos deberían haberse enfocado más en la amistad del príncipe Andrés con Jeffrey Epstein, y no tanto en el peso de su esposa…

Pero Meghan y Harry, como Diana antes que ellos, ahora al menos tienen la libertad de conceder entrevista­s y autorizar libros, mientras que Kate no puede defenderse: está atrapada, soportando en silencio su propio annus horribilis.

Su reticencia a revelar cuestiones de salud y detalles de su enfermedad o a compartir fotografía­s de su convalecen­cia fue compara da, desfavorab­lemente, con la franqueza del rey Carlos III sobre su cáncer.

Y cuando intentó darle a la gente lo que quería –una prueba de vida, a través de una imagen pulida de una familia feliz– y le salió el tiro por la culata, eso también les sirvió a los Windsor. Tal vez el objetivo de su mea culpa haya sido vendernos a Guillermo como un hombre digno de confianza y un estadista, un marido leal, que cuida con firmeza a los niños, no como esa princesa que juega con el Photoshop ni como Harry, ese hermano exaltado y peligroso dispuesto a romper todo.

Mientras los detectives de internet estudian con lupa las últimas y borrosas imágenes publicadas en los tabloides británicos donde aparecen el príncipe y a la princesa en una granja-almacén, Kate mantiene un silencio que es prácticame­nte parte de su trabajo.

La regla es no quejarse nunca, no dar nunca explicacio­nes y, si llegás al límite, jamás tampoco pedir ayuda. Diana, que sufría de bulimia, dijo que la familia la tachaba de “inestable”. Meghan dijo que quería recibir ayuda profesiona­l, pero le dijeron “que no podía, que no era bueno para la institució­n”. De las mujeres de la realeza se espera que aguanten y vivan, con joyas prestadas en los dedos y un blanco de tiro en la espalda.

Tal vez este desastre monárquico tenga un final feliz. Tal vez estos últimos hechos destruyan de una vez por todas el mito del Príncipe Azul y el final feliz que lo acompaña. Tal vez dentro de diez años las adolescent­es no sueñen con que el hoy niño príncipe Jorge las arrebate en su caballo blanco. Tal vez no le pidamos a otra Diana, a otra Meghan o a otra Kate que truequen su opinión y su accionar por un lindo guardarrop­a, una boda televisada y una vida marcada por los cortes de cinta y una sonrisa muda.

Como nos enseñan los cuentos de hadas –los de los hermanos Grimm, no los de Disney–, nada es gratuito. Esa factura siempre viene con fecha de vencimient­o, y para las no tan alegres casadas de Windsor, el precio siempre fue demasiado alto.

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Archivo/ap Kate, en un evento en Londres en noviembre pasado

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