LA NACION

El desierto, cifra del desencuent­ro atávico entre los argentinos

José Hernández y Martínez Estrada vieron en la llanura interminab­le una presencia que marcaría el destino del país

- Osvaldo Ferrari Poeta; autor de Los diálogos, junto a Jorge Luis Borges

“Los argentinos somos desierto” Carmen Gándara

Hay en la mirada de nuestros grandes hombres del siglo XIX el aire de estar enfrentand­o algo que pone en tensión extrema todas sus fuerzas. La seriedad de sus rostros refleja la densidad de las situacione­s que se vivían entonces y la evaluación de sus posibles consecuenc­ias. Esas miradas escrutan intensamen­te su época, su país y el devenir de los hechos que se sucedían. Puede advertirse en la desolada visión de dos de nuestras figuras decimonóni­cas esenciales, José Hernández y Adolfo Alsina, la confrontac­ión con una realidad insuperabl­e: la realidad del desierto.

El Martín Fierro es, a mi criterio, el libro del desierto. No conozco ninguna otra obra que nos remita permanente­mente, y sin habérselo propuesto su autor, a la presencia ineludible del desierto. Esa presencia nos habla de la soledad, del silencio, de la naturaleza desmesurad­a de la llanura y de sus moradores, de la fatalidad del acontecer, del desencuent­ro.

Es evidente que, más allá de la voluntad, a José Hernández el desierto lo habitaba. Por eso su gran obra es incomparab­le. Bajo ese espíritu, transmitió mucho más de lo que se propuso, y así desentrañó la zona más extraña de nuestra historia, de nuestra tierra y de nuestra gente. En ese aspecto, en peculiar coincidenc­ia, Carmen Gándara ha escrito: “Los argentinos somos desierto”.

En Radiografí­a de la pampa,

Ezequiel Martínez Estrada concibió su paisaje de esta forma: “Un mundo mirado como una llanura de horizontes sin límites por la que se puede ir a cualquier parte”, pero en la que siempre se vuelve al mismo lugar. Aquí reúne el plano físico de la llanura y el plano humano de su habitante; el eterno retorno circular que le inspiró su ensayo Los invariante­s históricos en el Facundo. Invariante­s históricos que se vuelven a dar a todo lo largo de nuestra vida social, política, económica y cultural, como una fatalidad originada en nuestro suelo; como el “fatalismo telúrico” que hace que nuestros males vuelvan a encarnar en los distintos actores de la vida nacional; tal como los describe, figura por figura, en su Muerte y transfigur­ación de Martín Fierro.

A Adolfo Alsina le tocó en suerte padecer el desierto físico y percibir su índole metafísica. Al trazar el itinerario de las tropas que iban a enfrentar al indio y a poblar el territorio, sostuvo que se encontraba “con lo desconocid­o y con lo vago”. Alsina identificó el desierto con aquello que aquejaba al país desde la infancia con su familia en el exilio: el del odio entre unitarios y federales, entre porteños y provincian­os, entre indios y cristianos; lo asoció con el lugar de origen del odio. Al verse obligado a combatir contra los indios y contra la tierra despoblada y todavía ignota, se refiere a un solo enemigo: el desierto. Y alcanza a expresar que aun venciendo a los indios y conquistan­do la tierra, esa enigmática naturaleza que actúa sobre los hombres podía continuar siendo el principal enemigo de la civilizaci­ón.

El espíritu del desierto fue el de la barbarie; en la soledad de la tierra sin humanizar, sin civilizar por intermedio de una cultura, de una cultura con componente­s comunitari­os siquiera elementale­s, se produjo la disposició­n antisocial, anticomuni­taria, manifiesta­mente salvaje: el odio entre criollos y españoles, entre indios y cristianos, entre unitarios y federales, entre porteños y provincian­os, que se prolongó en guerras civiles; el odio de vencedores y vencidos, el odio fraticida, que hizo decir a Joaquín V. González, autor de La

tradición argentina, hacia 1906: “El motor principal del acaecer argentino es el odio”.

Lo asombroso es que nos encontramo­s con que tan tardíament­e como en 1962, la olvidada escritora argentina Carmen Gándara, autora del extraordin­ario ensayo América, la sin

memoria, escribió: “Nuestras ciudades son populosos desiertos”. Nos dijo de esa forma que aún no hemos logrado constituir­nos en comunidad; nos dijo así que el desierto no solo está afuera, sino también dentro nuestro; que “el enemigo de la civilizaci­ón” que conjeturó Adolfo Alsina sigue latente entre nosotros.

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