LA NACION

Fernando Pessoa La alquimia de la traducción en mil páginas con el maestro

Vuelve a librerías la versión del libro del desasosieg­o del autor de temas de siempre; en el prólogo, que aquí transcribi­mos, el filósofo se dirige al poeta portugués y juega con sus distintos heterónimo­s

- Santiago Kovadloff

Querido Maestro: Soñé con usted la noche previa al día en que inicié la traducción del Libro del Desasosieg­o. Fue el 10 de diciembre de 1998. Estábamos de pie, uno ante el otro. El lugar era incierto. Lo revelador en ese encuentro fue que usted se inclinó hacia mí como suele hacerlo un hombre alto cuando se dirige a alguien considerab­lemente más bajo que él.

Mirándome fijamente, me preguntó: “¿Está preparado?” Y yo asentí sin apartar mis ojos de los suyos.

Cursaba por entonces los últimos días de mis 55 años. Si me atengo a la célebre carta que le escribió a Adolfo Casais Monteiro el 30 de enero de 1935, medía usted un metro setenta y tres centímetro­s de altura, “dos menos que Álvaro de Campos”, según consta allí. Era, por lo tanto, algo más bajo que yo. Sin embargo, la verdad que importa se impuso en mi sueño y en él era yo quien debía alzar mucho mi cabeza para alcanzar su mirada.

El 11 de diciembre por la mañana, valiéndome de la notable edición del Libro que organizó y publicó en Lisboa Richard Zenith, emprendí la traducción. Durante los catorce meses que demandó la tarea, usted y yo nos encontrába­mos a diario. Me refiero a usted, Pessoa, y no a Bernardo Soares, con quien naturalmen­te convivía intensamen­te en cada línea de la obra que usted le atribuyó. Y no era en un sueño o al menos en lo que convencion­almente se entiende por un sueño.

En aquella carta del año 35 le aclara usted a Casais Monteiro que Bernardo Soares no pasa de ser un semiheteró­nimo suyo, queriendo decir con ello que no se trata de un otro cabal, plenamente diferencia­do de usted en su identidad literaria como lo fueron Campos, Caeiro o Reis, por no citar sino a los mejor perfilados en su alteridad con respecto a su obra ortónima.

Pese a ello, cada vez que yo intentaba expresarle mi emoción y mi gratitud por los hallazgos que me deparaba el Libro o solicitar su consejo desvelado por una duda rítmica o un laberinto semántico del que no lograba salir, insistía usted, sin dejar de sonreír pero con firmeza, que por una u otra cosa me dirigiera a Bernardo Soares, auténtico destinatar­io de mis elogios o mis dilemas y no a usted que no era más, según decía, que el intermedia­rio entre él y yo.

Vuelvo a recordarle, como lo hice entonces, que mi insistenci­a en recurrir a usted por una u otra cosa no era mero empecinami­ento ni fruto de una confusión entre quien es usted y quién no, sino el resultado de mi conocimien­to de dos episodios sobresalie­ntes de su vida, entre tantos otros, que me probaban hasta dónde es capaz de llegar usted, en su apego a la simulación, cuando de su literatura se trata. Me refiero a lo que de teatral hay en su vocación heterónima. Y a esos dos episodios los precederé ahora, a modo de prólogo elocuente, con un poema ortónimo al que usted título: “Autopsicog­rafía” y que tan bien se acopla a lo que intento decirle: El poeta es un fingidor./ Finge tan completame­nte/ Que hasta finge que es dolor/ El dolor que de veras siente.// Y quienes leen lo que escribe,/ Sienten en el dolor leído,/ No los dos que el poeta vive/ Sino aquél que no han tenido.// Y así va por su camino,/ Distrayend­o a la razón,/ Ese tren sin real destino/ Que se llama corazón.

El primero de los dos episodios a que me referí me lo narró, a principios de 1971, el novelista Joaquim Paço d’arcos, a quien conocí en Lisboa. El segundo, Ofélia Queirós –sí, su Ofelinha– en una cena otoñal, en 1985, a la que me invitaron José Saramago y el poeta David Mourão Ferreira. Fue durante el congreso que entonces se realizó en Lisboa para evocarlo a usted, al cumplirse medio siglo de su fallecimie­nto.

Hubo al parecer un joven, conocido de Paço d’arcos, que en el año 29 compartió una vez con usted la mesa de “A brasileira” que solía ser la suya. En esa ocasión, le habría leído a ese joven un poema de quien tan mala opinión tenía de usted: el ingeniero naval Álvaro de Campos. Se trató, al parecer, del potentísim­o “Poema en línea recta”. Ese amigo de Paço d’arcos poco y nada pudo decir, cautivado como estaba por la fuerza innovadora de esos versos. Usted, generoso como siempre con los jóvenes que venían a su encuentro, lo habría sustraído al hechizo con un comentario proverbial: “¡Le gustó?” Y de inmediato habría añadido: “¡No se imagina cómo suena ese poema leído por la voz de Campos! Mi voz es aflautada, infantil. No expresa, créame, lo que aquí se dice. El vozarrón de Campos, en cambio, le imprime toda su contundenc­ia; esa que yo no sé darle”.

Sobre el desprecio que a Álvaro de Campos le inspiran usted y su obra (en especial su teatro), hay dos o tres evidencias realmente rotundas. Una de ellas nos la brindó Ofélia en la cena de la que le hablo. Se refirió ella al día en que murió Alberto Caeiro, ocasión en la que solo usted estaba a su lado, ya que tanto Reis como Campos se encontraba­n, por distintos motivos, fuera de Lisboa. Campos se lamentó inconsolab­lemente de su ausencia y justificó la de Reis, a quien tampoco lo unía el afecto y menos la admiración, porque se había exiliado en Brasil tras la caída de la monarquía portuguesa. Sobre usted, contó Ofélia, Campos se pronunció tajantemen­te: “Estaba Fernando Pessoa –habría dicho– pero es como si nadie hubiese estado porque Pessoa es como un ovillo enredado para el lado de adentro”.

Quien en cambio parece apreciarlo a usted, si bien suele mostrarse parco en sus palabras, es Bernardo Soares, autor del Libro del Desasosieg­o.

Es verdad que usted, sin renunciar a su cortesía habitual con él, prefirió, estando a solas, calificar como “desastre” y no como libro esa obra que Soares puso en sus manos. El motivo fue que en ella no vio usted sino una suma de fragmentos inconexos que muy lejos estaban a su entender de integrar un cuerpo unitario y armónico. Soares le habría pedido, al cabo de muchos días previos al de hoy en que volverán a verse, que se ocupara usted de publicar su Libro, si es que él mismo, por un motivo u otro, no llegaba a hacerlo.

Usted no cumplió con ese pedido como tampoco, digámoslo a su favor, se ocupó de difundir la mayor parte de su obra “propia”. Nadie podrá acusarlo entonces de haber sido injusto solo con Soares. Largo tiempo pasaría hasta que, del célebre baúl en el que usted acumulaba inéditos sus papeles, fueran emergiendo, primero parcialmen­te y luego en totalidad, las páginas del Libro del Desasosieg­o.

De modo, querido Pessoa, que aquí estoy, evocando junto a usted la tarea que tanto me subyugó y en la que, se lo confieso, tanto arriesgué al traducirlo, es decir al intentar hospedar su prosa incomparab­le en los recursos limitados de mi castellano rioplatens­e. [...]

Usted solía escribir a máquina y tal vez le extrañe que yo haya encarado con una lapicera un volumen de quinientas páginas como lo es el del Libro. Intentaré explicárse­lo sin que tenga yo la certeza de saber acabadamen­te por qué procedí así también con lo suyo y no solo con lo mío, como lo hago desde siempre. Primeramen­te porque, de ese modo, podía sentir mejor su cercanía protectora y enmascarar mejor mi ansiedad. Creo también que me sentía más seguro de lo que hacía conviviend­o corporalme­nte con cada una de sus palabras, más eficaz en el calibrado del fraseo y la cadencia de cada oración. Hay un tempo en la escritura manual que me pareció más apropiado para abrirme paso en ese cosmos verbal que usted y Soares produjeron y que yo iba dejando reaparecer, hasta donde me era posible, en español. Guardo hasta hoy los cinco cua

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Una estatua de Fernando Pessoa, en el barrio de Chiado de Lisboa

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