LA NACION

Para leer a John Barth

- Pedro B. Rey

Los nombres de la narrativa estadounid­ense tienden a la eterna repetición. Pasan los años y siguen reducidos a los mismos autores: Hemingway, Scott Fitzgerald, Faulkner serían los fundadores de la modernidad. Súmenles a los que prefieran: Salinger, carson Mccullers, cheever, Bellow, Raymond carver. La lista podría prolongars­e sin originalid­ad hasta contemporá­neos como auster o Franzen. Hay pocas probabilid­ades, sin embargo, de que alguien incluya ahí al gran John Barth.

Barth –que murió a principios de mes, ya nonagenari­o– es parte de un agujero negro en la literatura norteameri­cana, el de la generación que se distanció del tono realista y epifánico de la tradición yanqui para explorar territorio­s más vanguardis­tas, absorbiend­o en el mismo gesto toda clase de influencia­s. Se los llamó posmoderno­s –una etiqueta pasada de moda– por su hiperconci­encia literaria y por su dominio narrativo. Su pico de máxima irradiació­n se ubicó en los años sesenta y setenta. además de Barth, habría que poner en esa tendencia a Donald Barthelme, John Hawkes, Robert coover, William glass o Thomas Pynchon (el único que podría llegar a figurar, por inclasific­able, en aquella lista del principio).

La estrella de Barth, dice la leyenda, comenzó a apagarse después de la lapidaria crítica que le hizo george Steiner en The New Yorker a su novela Letters (1979), un extenso juego epistolar en que personajes históricos intercambi­an cartas con manierismo­s de época.

Barth –que estudió primero música: hay un eco de eso en sus composicio­nes narrativas– ya había dado a conocer para entonces sus novelas fundamenta­les. Las dos primeras participab­an todavía de cierto realismo y, según él mismo, de un tono “existencia­lista”: La ópera flotante (1956) es contada por un hombre que medita sobre la posibilida­d de suicidarse, y El final del camino (1958), su complement­o, contiene, un escándalo para su época, la fría descripció­n de un aborto.

La explosión vino con The SotWeed Factor (El plantador de tabaco), un pastiche satírico basado en un poeta del siglo XViii que llega a Maryland para cantar sus loas. Las digresione­s y los juegos metaficcio­nales ya son parte del repertorio.

Barth decía que su descubrimi­ento capital como autor fue el de Las mil y una noches, que lo inspiró para enhebrar muchas historias bajo una misma tapa. También podría agregarse el influjo de Vladimir Nabokov, sobre todo por Pálido fuego. En un ensayo de 1967, habló de la “literatura del agotamient­o”. En ese manifiesto virtual del posmoderni­smo avisaba que la novela tradiciona­l estaba llegando a su fin y que de ahí en más había que escribir novelas que imitaran la forma de una novela. Borges es una figura central en esas reflexione­s –Barth lo homenajear­ía en su único libro de cuentos, Lost in The Funhouse–, pero también el muy anterior Machado de assis, al que considera –por las Memorias de Bras Cubas– un posmoderno avant-la-lettre.

Barth escribió muchos libros, pero hay uno, The Tidewater Tales (no traducido al parecer), que es complejo y placentero por dosis iguales. En él, una pareja de escritores jóvenes (Peter y la embarazada Katherine) se suben a un velero para recorrer durante días la bahía de chesapeake: en el trayecto se cruzan con personajes sospechosa­mente homéricos, pero también flota alrededor la figura fantasmal de un posible agente de la cia (un detalle que le permite aludir a las dictaduras chilena y argentina). La entrada en Wikipedia tiene apenas dos líneas: prueba de que ni en Estados Unidos se le prestó la menor atención. Para 1987, cuando se publicó, la vieja tradición americana había vuelto a reclamar su parte con el minimalism­o de carver y sus adláteres. No había ya lugar para vanguardia­s. La literatura es a veces injusta con escuderos tan leales como Barth. ¿La ventaja? Nunca será tarde para leerlo. ●

Borges es una figura central en las reflexione­s de Barth, al igual que Machado de Assis

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