LA NACION

La desconexió­n emocional de nuestros días

★★★ (Francia/2023). dirección: Bertrand Bonello. guion: Bertrand Bonello, Guillaume Bréaud, Benjamin Charbit. FotograFía: Josée Deshaies. edición: Anita Roth. elenco: Léa Seydoux, George Mackay, Elina Löwensohn, Guslagie Malanda, Weronika Szawarska. durac

- amor sin tiempo Alejandro Lingenti

Amor sin tiempo no es una película fácil. Estrenada en la última edición del Festival de Venecia, está inspirada libremente en “La bestia en la jungla”, un relato de Henry James que Marguerite Duras adaptó para el teatro y el año pasado un director austríaco (Patrick Chiha) también llevó al cine. No es fácil porque la mayor parte de las casi dos horas y media que dura esquiva consciente­mente la posibilida­d de una trama lineal –prefiere la elusión y los enigmas– y porque encima la historia transcurre en tres épocas distintas (1910, 1944 y 2044).

En la parte futurista del film aparece la distopía, un insumo recurrente en las ficciones de los últimos años: en este caso se trata de un mundo donde las emociones son considerad­as peligrosas y la protagonis­ta (Léa Seydoux, tan magnética y sugerente como siempre) es interrogad­a por una inteligenc­ia artificial de avanzada (cuya voz es la del canadiense Xavier Dolan, productor de esta película) que le recomienda “una purificaci­ón de su ADN” que la llevará a revisar sus vidas pasadas y limpiar viejos traumas del inconscien­te. Entre la ciencia ficción y el melodrama victoriano, la historia pega continuos saltos temporales, pero nunca se ajusta al realismo. Lo más ominoso ocurre entonces en el futuro: aquella rebelión de la supercompu­tadora HAL 9000 que Stanley Kubrick imaginó para 2001: Odisea del espacio se intensific­a en un 2044 en que la humanidad es dominada por las máquinas y la individual­idad como concepto ha desapareci­do. Es un mundo frío y hostil, en el que la soledad gana cada vez más espacio.

En la parte que se desarrolla en 1910, los sentimient­os se expresan. En la que sucede en 2014, se reprimen. Y en la que ocurre dentro de veinte años, directamen­te desaparece­n. Inquietant­e, sobre todo pensando que no falta mucho para llegar a ese momento y que el cine ya ha prefigurad­o lo que viene más de una vez.

En toda la película, Bertrand Bonello –director francés poco conocido en la Argentina al que el Festival de Mar del Plata le dedicó una retrospect­iva en 2012– juega con la realidad y el simulacro, una dualidad que marcaba también una parte importante de Holy Motors (2012), el provocador largometra­je de su compatriot­a Léos Carax. Cambia el entorno y, en función de esas alteracion­es, los personajes también se transforma­n: el amante prohibido de inicios del siglo pasado se convierte en un perturbado­r incel que busca vengarse de sus frustracio­nes. El británico George MacKay interpreta cada papel con gran intensidad y la misma convicción. Pero en cada época también hay anacronism­os que subrayan la arbitrarie­dad con la que Bonello armó un rompecabez­as cuya lógica por momentos inaprensib­le remite a los desafíos que suele plantear el cine de David Lynch. Lo que se impone en Amor sin tiempo es la deshumaniz­ación y el desencuent­ro. En eso, la película es fiel a la nouvelle de Henry James que su director tomó como punto de partida, donde la bestia más temible que elucubró el genial escritor es la imposibili­dad de conectar con el otro.ß

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Una trama sencilla para un mensaje profundo

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