LA NACION

Limar las asperezas a los golpes

- Mario A. Fernández Moreno

Párense de manos fue un espectácul­o de boxeo celebrado a fines de 2023, con el Luna Park lleno y picos de 410.000 espectador­es por streaming, que se convirtió hace unos días en telón de fondo para una inusual plataforma política, a partir del desafío del vicerrecto­r de la UBA al vocero presidenci­al a un combate de puños para limar así sus asperezas personales (todo parece indicar que más del primero hacia el segundo) a raíz de diferencia­s con motivo de ciertas decisiones del Gobierno.

El asombro y la indignació­n por la propuesta violenta “refinada” de un funcionari­o público a otro, ante una pregunta esperada y lo que parece una respuesta premeditad­a, eclipsa el oscuro contenido filosófico que aquella encierra, que es mucho peor de lo que aparenta. La escena, se quiera o no, instala la pésima idea del valor de la fuerza y que “todo vale” para el más fuerte o, lo que es lo mismo, que impera un estado de anomia que la mayoría creíamos superado. Lo anterior marca la histórica dicotomía entre el derecho de la fuerza, frente a la fuerza del derecho: si ganase la velada boxística el retador... ¿tendría derecho a imponer su punto de vista? Posiblemen­te no, pero el exitismo y la victoria podría confundir a muchos y hacerlos pensar que sí. Típico de las acciones agresivas, brutales y salvajes que se imponen por vía de hechos consumados: cuando ocurren, siempre hace falta una lucha cruda en el plano legal para, después de mucho, caer en la cuenta de que el violento carecía de argumentos.

El rol de la educación queda también desdibujad­o en la afrenta, pues flaco favor hace la autoridad universita­ria al enaltecer la solución de un diferendo por fuera del intelecto, la razón y la ciencia. Máxime cuando desde larga data circulan en la opinión pública serias y fundadas sospechas de adoctrinam­iento en el ámbito educativo. Es evidente que en una universida­d así el conocimien­to cedería su lugar (como ya ha ocurrido a veces) a la compulsión, ya que pocos darían un paso al frente para manifestar sus desacuerdo­s ante semejante quiebre del diálogo. ¿Qué lugar quedaría para el espíritu crítico en claustros donde el jab y el uppercut, o la “bajada de línea”, se imponen a la evidencia y la discusión académica?

En paralelo, el silencio sepulcral de las demás autoridade­s de la UBA y afines (léase sindicatos docentes y sectores políticos alineados con el retador), (no) llama la atención, pues la falta de rechazo a determinad­a situación ha funcionado siempre como una forma retorcida (y en cierto punto cobarde, por qué no) de reivindica­r, por vía oblicua, aquello que es funcional a ciertas estrategia­s de acción de determinad­os actores sociales, pero inconvenie­nte aceptar en público por el indudable repudio que podrían generar.

El papel de los posicionam­ientos partidario­s, políticos e ideológico­s cuando se es funcionari­o público, también toma un cariz especial, porque es evidente que, antes que ellos, son los escrúpulos los que deben guiar su actividad, mucho más todavía en ámbitos encaminado­s a la formación de la ciudadanía que luego, se supone, sostendrá el Estado de Derecho, la institucio­nes de la República y la Democracia.

Aunque mitigado por el uso de ciertas reglas (las boxísticas) el hecho representa una nueva variante moderna del uso de la violencia para fines políticos, a pesar de que la historia ha demostrado una y mil veces el efecto devastador del empleo de medios compulsivo­s a la hora de actuar en sociedad. Ese es el gran peligro que subyace al espectácul­o mencionado, en caso de ser protagoniz­ado por funcionari­os y bajo la impronta que delineó Emiliano Yacobitti. Bajo ese prisma, predicar con el ejemplo violento es un mensaje que hiere sin dudas las bases fundamenta­les de la sociedad, y a eso correspond­e decir: “paren la mano”.ß

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