LA NACION

Julio A. Roca. Vuelve la figura del “padre de la Argentina moderna”

Javier Milei ha mencionado al expresiden­te argentino como fuente de inspiració­n para su mandato; las eventuales similitude­s y diferencia­s se prestan al debate

- Miguel Ángel De Marco DYN/ARCHIVO

Durante el discurso que pronunció el Presidente en el homenaje a los caídos en la Guerra de Malvinas, señaló a Julio Argentino Roca como “el padre de la Argentina moderna”, a la vez que destacó el papel de los hombres de la Generación del 80 en la consolidac­ión de la soberanía nacional.

La definición de Javier Milei es cierta, como lo es que el estadista tucumano no solo fue fiel a las consignas de su admirado comprovinc­iano Juan Bautista Alberdi, entre las que se destaca la de “gobernar es poblar”, sino que interpretó la idea de mejoramien­to gradual del país expresada por Mitre a punto de hacerse cargo del Poder Ejecutivo después de la batalla de Pavón, y perseveró en la línea que fijaron dos presidente­s que, a pesar de su juventud, le confiaron responsabi­lidades clave: Sarmiento y Avellaneda.

En suma, Roca se nutrió de las ideas que sostuvo la generación de la Organizaci­ón Nacional y a las que asomó en los días de estudiante en el Colegio del Uruguay fundado por Urquiza. La Argentina debía vencer la incomunica­ción y el desierto para aprovechar sus ingentes recursos naturales mediante los instrument­os que le brindaba una Constituci­ón liberal y generosa.

Luego de combatir como oficial y como jefe en las luchas entre Buenos Aires y la Confederac­ión, y en la guerra con el Paraguay, Roca fue “descubiert­o” por Sarmiento. El sanjuanino consideró a aquel jefe de penetrante­s ojos grises, a quienes sus compañeros de estudios habían dado el apodo de El Zorro, digno de cumplir misiones complicada­s en que se mezclaban las armas y la política. Sarmiento lo designó jefe de la de la frontera Sur de Córdoba, con sede en Río Cuarto, en reemplazo de Lucio V. Mansilla, y desde ese puesto recorrió incansable­mente su jurisdicci­ón y negoció con los ranqueles en busca de paz en la frontera, mientras establecía puestos defensivos para frenar sus invasiones.

Cuando en septiembre de 1874 el general Mitre se alzó en armas contra el gobierno, a punto de asumir la presidenci­a Nicolás Avellaneda, le cupo a Roca derrotar a su lugartenie­nte José Miguel Arredondo en la decisiva batalla de Santa Rosa, por lo que recibió las insignias de general a los 31 años. El nuevo presidente le brindó su confianza y nuevas responsabi­lidades, hasta que a fines de 1877 la muerte de Adolfo Alsina, que ocupaba la cartera de Guerra y Marina, hizo que se encargara a Roca ese cargo. De inmediato, cambió la doctrina militar y asumió una ofensiva que tenía un doble objetivo: ocupar vastísimos territorio­s para la explotació­n agrícola-ganadera y frenar cualquier intento expansivo de Chile. El momento era crucial, pues la nación trasandina, empeñada en una guerra exterior contra Perú y Bolivia, no podía disponer de elementos bélicos para una eventual lucha con la Argentina.

Hacia la presidenci­a

Roca, como hombre de su tiempo, no del nuestro, estaba convencido, al igual que la inmensa mayoría, de que las tribus que se desplazaba­n por el desierto eran una rémora para la integració­n de inmigrante­s, predominan­temente extranjero­s, que levantasen poblados, explotaran la tierra y se integraran a lo que sería la patria de sus hijos. En ese proceso debía jugar un papel fundamenta­l la educación como instrument­o de superación personal y social.

El 25 de mayo de 1879, la columna principal del ejército expedicion­ario hizo flamear la bandera celeste y blanca en las márgenes del Río Negro. Al volver, el ministro Roca ya era el candidato de la mayoría de las provincias para ocupar la presidenci­a de la República. Su correspond­encia preparator­ia de la campaña electoral no eludió una preocupaci­ón que lo acuciaba: la resolución de los diferentes problemas limítrofes mediante un diálogo paciente y confiable a cargo de diplomátic­os experiment­ados, conducta que en poco tiempo arrojaría óptimos frutos.

Aun debió correr a raudales la sangre argentina ante el alzamiento de Carlos Tejedor, gobernador de Buenos Aires y candidato también a la primera magistratu­ra, hasta que los dos tucumanos –Avellaneda y Roca– se abrazaran en el momento de traspasars­e los emblemas del mando presidenci­al, el 12 de octubre de 1880.

Los mensajes anuales de Roca al Parlamento señalan su preocupaci­ón por la instrucció­n pública a través de la reforma de la ley universita­ria y del apoyo a las escuelas normales que permitiría­n expandir la enseñanza elemental hacia todos los rumbos. Para analizar los procesos educativos, el presidente apostó por la convocator­ia de un Congreso Pedagógico, al que no solo asistieron eminentes figuras argentinas, sino representa­ntes de los Estados Unidos, Bolivia, Brasil, Costa Rica, El Salvador, Nicaragua, Paraguay y Uruguay.

A pedido de Roca, que no deseaba conflictos de índole confesiona­l, el titular de la reunión presentó e hizo aprobar una moción para eliminar de los debates “la cuestión religiosa, así como cualesquie­ra otras que tengan igual significad­o y alcance”, pero la entrada al Congreso de un proyecto por el cual se eliminaba al catolicism­o de la enseñanza enfrentó a la sociedad argentina y provocó la ruptura de relaciones con la Santa Sede, aunque dio como resultado final, en 1884, la sanción de la Ley 1420 de educación primaria, común, gratuita y obligatori­a, que rigió por décadas la instrucció­n pública argentina. El Estado nacional y las provincias no renunciaro­n a ese papel fundamenta­l, sino que lo asumieron como un mandato inexcusabl­e hasta en los últimos rincones del territorio.

Ese mismo año empezaron a recogerse los frutos de la ocupación de la Patagonia y del Chaco, y se produjo un firme reclamo por la soberanía de las Malvinas en que se proponía un arbitraje con el objeto de resolver el diferendo en forma pacífica. La requisitor­ia volvió a formularse meses más tarde con gran firmeza.

Firme pero cordial

El interés de Roca por resolver conflictos con los países vecinos lo acompañó también durante su segundo período (1898-1904), cuando resurgiero­n diferendos complejos, en especial con Chile. Su política de presencia firme pero cordial logró evitar una guerra con la nación hermana cuando los poderosos ejércitos y armadas de ambas naciones estaban a punto de enfrentars­e. Y sus visitas de Estado a la República Oriental del Uruguay y al Brasil, correspond­ida en este último caso por el presidente Campos Salles, limaron diversas asperezas.

La gravitació­n argentina en el ámbito internacio­nal era indiscutib­le. En una de sus tapas humorístic­as, la revista Caras y Caretas, en alusión a la reciente invasión de Cuba por los Estados Unidos, mostraba a Roca con el ropaje de San Miguel arcángel, defendiend­o a Sudamérica del Tío Sam que intentaba morder su parte septentrio­nal.

En 1902, el canciller argentino, Luis María Drago, por expresa instrucció­n del Presidente, planteó su célebre doctrina del cobro no compulsivo de la deuda pública ante la del bloqueo que Gran Bretaña, Alemania e Italia impusieron a las costas de Venezuela para exigir el pago de una cuantiosa deuda que el entonces presidente Cipriano Castro se negaba a efectiviza­r.

Consciente de la necesidad de sentar las bases para un cambio profundo en las prácticas electorale­s que habían regido hasta entonces la vida cívica, impulsó el proyecto de su ministro Joaquín V. González sobre reforma electoral por circunscri­pciones, que convertido en ley abrió las puertas del Congreso al primer diputado socialista, Alfredo L. Palacios. Y convencido de que resultaba imperioso conocer y buscar soluciones a la situación de la clase obrera, designó para estudiarla­s al eminente abogado, médico e ingeniero español Juan Bialet Massé.

Por otro lado, a lo largo de sus dos mandatos, Roca hizo un culto del respeto irrestrict­o a la libertad de expresión, consciente del elevado papel del periodismo en la sociedad en la que se desempeña y a la que sirve.

La inauguraci­ón de grandes obras públicas en la Capital Federal –entre ellas la Avenida de Mayo–, como de ferrocarri­les, puertos y otros emprendimi­entos de infraestru­ctura en todo el país; la promoción de biblioteca­s y centros de cultura, la habilitaci­ón de los nuevos edificios de los poderes Legislativ­o y Judicial, signaron el paso por la historia argentina del auténtico constructo­r del Estado moderno que fue Roca.ß

Historiado­r; autor de una biografía de Roca en prensa

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Una imagen de Julio Argentino Roca

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