La Nueva Domingo

Algunos detalles para tener bien en cuenta

- Corina Canale

uando su nombre era Isla Bourbon solo la visitaban explorador­es curiosos y comerciant­es que seguían la ruta de las indias.

Solitaria y despoblada, la aviación comercial la conectó con el mundo en 1967, cuando el tren entre Saint Denis, su capital, y Saint Pierre, ya unía su pequeña geografía rocosa, cercana a la costa este de África.

En ella se erige el Piton de la Fournaise, uno de los activos volcanes del mundo que tiene 500 mil años y está en el Parque Nacional de Reunión.

Un coloso que expulsa lava y fuego sobre una de sus laderas y hacia el mar.

Las grandes erupciones volcánicas formaron La Ruta de la Lava, una franja de casi 2 kilómetros que va desde Trembet a Saint Pierre.

Desde allí se tiene una vista panorámica de sus deslizamie­ntos y desde los helicópter­os que sobrevuela­n en círculos la furiosa caldera volcánica.

CA mitad del siglo XX la base de la economía isleña era la caña de azúcar, pero el turismo avanzaba.

En 1989 se creó la Comisión de Turismo de la Isla Reunión (CTR) y es en la década del ’90 cuando se multiplica­n los hoteles y llegan íconos de ese tiempo como el Club Mediterran­ée.

Y ya en 2000 el turismo superó a la industria azucarera, y la apertura de un segundo aeropuerto, Saint Pierre-Pierrefond­s, que complement­ó al Saint Denis-Roland Garros, aumentó la llegada de viajeros.

Ese fue el tiempo del turismo de cercanía, que venía de Isla Mauricio, Madagascar y los países de África del Sur, a la vez que los franceses conti- nentales se interesaba­n en esta isla poblada por mestizos de los cuatro continente­s.

A comienzos del 2000 las llegadas anuales ascendían a 400.000 y se lanzaron dos campañas.

Una fue “La Francia de los tres océanos”, dirigida a franceses metropolit­anos y a viajeros de Bélgica, Alemania y Suiza.

La restante se denominó “Pueblos criollos”, una iniciativa de sitios relegados como Saint Louis y Sainte Suzanne, para captar a los viajeros que elegían la promociona­da región norte y las playas del oeste.

Pero fue en el 2005 cuando Brigitte Bardot denunció que en la isla se usaban “cebos vivos” de perros y gatos para Reunión. El nombre conmemora la unión de los Revolucion­arios de Marsella con la Guardia Nacional de París. Este acontecimi­ento se dio en 1792.

La isla. Tiene 2.500 metros cuadrados y pertenece al archipiéla­go de las Mascareñas. De Isla Mauricio la separan unos 150 kilómetros y de Madagascar unos 780 kilómetros.

Imperdible­s. Estas son recomendac­iones por si viaja: la casa que elabora la cerveza Dodo; la Rue de París, de casas criollas y coloniales; la Catedral de Saint Denis y el Jardín del Estado. capturar tiburones.

La prensa reprodujo esa denuncia, se dice que fue algo exagerada, y el nombre de la Isla Reunión dejó de ser desconocid­o y ocupó el quinto lugar entre los destinos lejanos elegidos por los franceses continenta­les.

En la “isla intensa”, como le dicen los nativos, hay 300 días al año con vientos propicios para los vuelos en parapente y en la “gauche de Saint Leu” los surfistas encuentran uno de los mejores oleajes del mundo.

Las bicicletas son parte de la vida cotidiana de los reunionens­es, que organizan pedaleos hacia los campos de geranios y las zonas lunares cercanas a los volcanes.

Los buceadores encontra- rán peces de colores en los arrecifes coralinos y los raros peces trompeta y payaso.

Para los caminadore­s hay 1.000 kilómetros de senderos y también varias rutas ecuestres con caballos de Merens, pequeños y rústicos caballos de montaña, oriundos de España y Francia.

En esos trayectos es frecuente toparse con el único animal terrestre nativo: el camaleón pantera.

Saint Denis es la capital y la ciudad más grande de la isla. En ella está la mezquita Noor-e-Islam, de 1905, la más antigua de Francia. Los musulmanes vinieron a la isla desde el sur de la India y son comerciant­es. La historia cuenta que los árabes anduvieron por allí en el siglo X.

Charles Boudelaire, el poeta parisino, pasó dos semanas en esta isla en 1841. Su familia lo había enviado a las Indias en un navío mercante, pero al autor de Las Flores del Mal no lo sedujo la aventura en el confín del mundo. Regresó, pero algo de la isla lo había fascinado: sus enormes y húmedos helechos.

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