La Nueva Domingo

La vida, me engaño

- Por Noemí Carrizo

un mechón de pelo castaño sobre la f rente, absolutame­nte discutidor y arbitrario y nos f uimos a vivir a un departamen­to de un ambiente con kichinet. La peleamos hasta progresar y cuando discutíamo­s, dábamos portazos y nos rechazábam­os durante unas cuantas horas… o días. Y después – psicosis del destino la llaman los especialis­tas–, repetí crónica similar. Esta vez rubio y de ojos claros, pero con el mismo desentendi­miento crucial y básico, y “te aporreo porque te quiero, pero me alterás hasta el hartazgo”. ¿No nací para casarme? Aún no tengo la respuesta. Eso sí, de volver a vivir, no me divorciarí­a: cobardía, se vuelve a lo mismo, nadie nos querrá igual, ay la soledad, no sé qué deseo… Se crece, pero no lo suficiente. De uno tuve una hija, de otro, un hijo. Me reiteran lo mejor de sus presencias paternales, con denuedo, permanenci­a y buenas intencione­s. Entonces, allá lejos y hace tiempo, yo creía en el hada madrina que me protegía… ¡ah, i ngenuidad! Mi nieta Bárbara rechaza a los príncipes azules y desea ser como la princesa de los pony que se basta a sí misma para salvar al mundo. “La vida me engañó” es un tango que acunó algunas de nuestras vidas, con De Angelis en radios melancólic­as de atardecere­s adolescent­es. Pero zafaríamos. No f ue así. ¿ Será porque somos argentinos, heredamos el sentimient­o desventura­do de la vida hispana y la ópera trágica de la Italia apasionada? El escritor Guillermo Cabrera Infante, que pretendió transforma­r en cómico ese sentimient­o demoledor de sus ancestros, comentó: “Yo viviría en Sevilla si quitaran la plaza de toros. Hemingway me engañó cuando decía que era una muerte limpia. Es un intolerabl­e castigo”. Me gusta como metáfora. La hija que soñábamos, según sus dotes, periodista destacada, después de un tiempo se dedicó a sus hijos, y el hijo que imaginábam­os escritor “meritoso” se entregó a la salvación laudable de su pueblo. Y la vida era justamente esto. Aparecen entretiemp­os con amores de miradas directas y versadas: ignoramos si por un instante o hasta el escalón final de la existencia. Y la soledad ronda, ronda, ronda, aunque estemos acompañado­s hasta la asf ixia. Crecí con los versos de Gabriel y Galán: “Yo aprendí en el hogar en que se funda / la dicha más perfecta / y para hacerla mía / quise yo ser como mi padre era / y busqué una mujer como mi madre / entre las hijas de mi hidalga tierra”. El espacio no me permite reproducir el poema, pero ante la pérdida irremediab­le, el poeta remata un poco, como todo ser humano consciente: “Pero yo ya sé hablar como mi madre / y digo como ella / cuando la vida se le puso triste: / ‘¡ Dios lo ha querido así! ¡ Bendito sea!’”. Y seguimos pensando que con magia, no se precisan trucos. Derecho, hacia delante, apuntando a la pupila del otro: una tendencia insobornab­le, la del frente a frente y ojo a ojo enamorado que repetiré hasta el hartazgo ( de los otros, no el mío). Y le doy la razón a Albert Schwitzer: “El éxito no es la clave de la felicidad. La felicidad es la clave del éxito”. ¡A alcanzarla aunque sea con el último suspiro que, ¿ saben?, más bien será el primero!

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