Una cuestión de gestos
Me considero privilegiada por muchas razones: escribir, comunicar es una de ellas; poder vivir de una profesión que implica hacer preguntas para que el otro construya nuevas respuestas también lo es; compartir con personas significativas que convierten mi existencia en una sucesión de experiencias intensas, afectivas, estimulantes y trascendentes, máxime cuando un día jamás se asemeja a otro y siempre hay lugar para la novedad, es un privilegio.
Mis queridos lectores llevo más de quince años estudiando el mundo de la Comunicación No Verbal y el lenguaje corporal. Recitar de memoria la obra de Paul Ekman, psicólogo pionero en el estudio de las emociones y la expresión facial me sumerge en el mundo de lo que no se manifiesta con palabras.
La Comunicación No Verbal se evidencia a través de diferentes canales. Explicado brevemente la cara refleja de manera innata las sietes emociones básicas a través de microexpresiones: alegría, sorpresa, tristeza, miedo, ira, asco y desprecio. Luego está la gestualidad con su elevado componente cultural. La postura corporal que muestra el grado de interés y apertura hacia los demás reflejados en la exposición y orientación del torso. La apariencia que comunica edad, sexo, origen, cultura, profesión, o condición social y económica, entre otros muchos datos. La háptica, estudio científico del tacto y su influencia en la forma de relacionarnos; la proxémica informa el uso del espacio en la interacción; el paralenguaje que involucra el volumen, tono o velocidad de la voz y por último la oculésica que se centra en el estudio de la mirada.
En fracciones de segundos la persona queda al descubierto puesto que es imposible ejercer el control; aprender a distinguirlas es casi un arte en el que se combina estudio y entrenamiento, son parte de mi bagaje profesional y les confieso que se torna imposible desprenderse de esos conocimientos en la vida cotidiana. A veces de- cepciona detectar mentiras pero también deleita advertir cómo se dilatan las pupilas del ser amado, todo un privilegio.
Y en esta cuestión de privilegios considero que uno de ellos es también compartir actividades con mi “casi centenaria” y lúcida abuela. Todos los meses, convertido en ritual y coronado con un rico café al paso, vamos al banco. Mi abuela conversa, asumo que es un momento de socialización para muchos de los que esperan ahí. La imagen casi calcada, se repite mes a mes; ella habla, yo observo.
Manos temblorosas, algunas parecen gastadas por el paso del tiempo y la profesión ruda, voces tenues que parecieran apagarse, andares parsimoniosos, lentos, acompañados de bastones y muletas; hombros caídos y pocos torsos erguidos; cabellos blancos, bufandas, gorros, guantes, mucho abrigo y bolsillos que funcionan como transporte de caudal seguro ante tanto oportunista.
Cientos de historias, rostros que reflejan la sorpresa cuando reciben un magro aumento, ojos que evidencian nula maldad e infinitas experiencias y sabiduría. Percibo la alegría en alguno de ellos, tal vez este mes les tocará renovar las zapatillas de paño, el alivio en otros que pueden pagar sus medicamentos, gestos y palabras concuerdan.
En esa mañana de privilegio, hago “un experimento”, dejo de observar e intervengo en la charla que ya entabló mi abuela con sus congéneres y menciono la jubilación de privilegio del exvicepresidente. Como en los libros y en milésimas de segundos surge la rabia, la bronca, el asco, el desprecio, la ira. Advierto un gesto casi único y paradójico: la palabra menciona a Amado, ¿el gesto? Odiado.
La cara refleja las sietes emociones básicas a través de microexpresiones: alegría, sorpresa, tristeza, miedo, ira, asco y desprecio.