La Nueva Domingo

Una huella eterna

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Septiembre y octubre sirven para prepararse y noviembre y diciembre para emprender la marcha.

Son los crianceros del norte neuquino que inician el camino hacia los valles y las laderas de los cerros, que han quedado casi limpios de las nieves invernales.

Van todos, desde los más grandes hasta los más chicos.

Son las familias, que repiten la costumbre que han impuesto sus antepasado­s que siempre vivieron de esto. De la cría de los chivos, de ovejas y de vacas.

Salen en una fila interminab­le en la que se intercambi­a la hacienda con los caballos, a cuyo lomo van quienes cuidan ordenan el arreo, en tanto

Entre la hacienda, sobresale la figura de los crianceros, a caballo, acompañado­s de los perros que, de paso, ordenan el arreo.

en otros se llevan las provisione­s que servirán para todo el verano. Porque en las montañas no encontrará­n comercios.

Marchan dejando a su paso una mansa polvadera que flota como espuma en el aire.

En algunos días, hombres y mujeres ocuparán los puestos que abandonaro­n tras el regreso del año pasado a las áreas bajas. Y comenzarán a tejerse nuevas historias, junto a los lagos, los ríos y los arroyos cargados de aguas frías y cristalina­s que nacen en los pocos deshielos que quedan o en las vertientes naturales.

Una vida muy particular la de los trashumant­es del norte de Neuquén, que se repite año tras año, como se dan las cuatro estaciones.

Una superviven­cia difícil, cierto es, pero ¿quién le dice que no lleguen a alcanzar la felicidad en medio del silencio...?

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