? Y si volvemos a las cartas?
El Servicio Militar le había tocado a 425 km. Durante seis meses, nos enviamos dos cartas por día, certificadas. Después que nos pasó “todo”, también la borrasca, descansaron en una caja de zapatos que tiramos a la basura hace unos años. ¡No me animé a releerlas! Aún conservo en mi mente nostálgica aquel timbrazo diario que despertaba mi contento, con el cartero portador de varias carillas donde alguien me amaba a pura tinta, sin ambages. En el margen, uno o dos corazones, programas de espectáculos, recortes, perfiles trazados al azar, stickers alusivos, y un beso: el mío con rouge; el de él, en un círculo con una f lecha: “aquí”. Me siguen gustando las misivas, aunque, por supuesto, ya nadie me las envía. Antes del furor de las redes sociales, cada semana, en la redacción, me entregaban un sobre enorme colmado de correspondencia enviada por lectores de ambos sexos. En ocasiones, en papel de color, con guardas o absolutamente blancas, de hilo puro. Podían incluir una foto, un poema, un artículo, una dedicatoria y algún que otro borrón ¿aludiendo a una f lojera? Y sí, ¡con lapicera fuente era mejor! Las conservo y, cuando me siento sola, abro el placard y se me vienen encima como un f lechazo. Usted, que me sigue desde hace 25 años, está ahí: solo que entonces más palpable, con letra redonda o alargada, márgenes diversos, puntos y aparte determinantes o todo seguido, sin respirar, como en un f luir de conciencia. ¡Lo bueno es que aun sin cartas persiste su presencia! El correo, el Facebook y el celular cumplen su cometido: nos acercan. Aunque, convengamos, las manuscri- tas fueron un mapa de emociones. Fernando Pessoa decía que todas las cartas de amor son ridículas, pero, de otra manera, no serían cartas de amor. Sin embargo, también asegura que los verdaderamente ridículos son aquellos que nunca escribieron una. Flaubert le escribió a Lousie Colet, su inspiradora de Madame Bovary: “Te cubriré de amor la próxima vez que nos veamos, con caricias, con éxtasis. Quiero morderte con todas las alegrías de la carne, hasta que desfallezcas y mueras. Quiero dejarte atónita, que te confieses que nunca habías soñado en semejantes trances. Cuando seas vieja, quiero que te acuerdes de esas pocas horas, quiero que tus huesos secos se estremezcan con alegría cuando pienses en ello”. Y Bal
zac a Eveline Hanska: “Estoy prácticamente loco por ti tanto como uno puede estar loco: no puedo unir dos ideas sin que tú te interpongas entre ellas”. Las cartas de amor son permanencia, continuidad. Es acariciar las letras y deducir qué diría donde borró o cambió de caligrafía, de color, de relato… ¿A quién se la leyó? Siguen siendo un símbolo universal, ya que ref lejan la atemporalidad de un sentimiento. Se dice que estos mensajes se comienzan sin saber lo que va a decirse y se terminan sin saber lo que se ha escrito. Porque uno desconoce qué vio en el otro; lo único de lo que está seguro es que no lo vio en nadie más. A mi segundo marido le dejaba epístolas guardadas en un bolsillo de su traje que, distraído, sacaba en plena reunión de negocios: “Mi esposa…”. Pero le gustaban. Llegaba pletórico de abrazos. Las palabras, ese don de movilizar entrañas, suelen escribirse con la sangre: cuando se las trazó, la exaltación estaba a f lor de papel. A una amiga su amado le escribió: “Te quiero tanto que ni con Alzheimer podrás olvidarme”. Afirmaba Jean Jacques Rousseau: “La juventud es el momento de estudiar la sabiduría. La vejez, el de practicarla”.
“Las cartas de amor son permanencia, continuidad., Siguen siendo un simbolo universal, ya que reflejan la“atemporalidad de un sentimiento .