La Nueva Domingo

La historia de amor de un pringlense y una francesa

El pringlense Diego Martínez y la francesa Anna Caranta decidieron en su viaje de bodas que vivirían viajando. En España y China nacieron sus hijos Mael y Oiuna, con quienes recorren el mundo . Lo cuentan en su libro El otro río.

- Anahí González agonzalez@lanueva.com

Al principio, en 2006, fueron solo dos: Anna y Diego. O mejor dicho tres: Anna, Diego y el amor que los sorprendió una noche cualquiera en una calle porteña y que los une hasta hoy. Ella tenía 20 años y había llegado de París -es francesacu­ando casi terminaba su carrera de Cine. Él, nacido en Coronel Pringles, trabajaba en el Banco Hipotecari­o. Ella escribía algo en un cuaderno, él paseaba a su perro.

No se separaron más. Al mes se mudaron juntos y nueve meses más tarde se casaron y fueron de luna de miel a México.

Primero viajaron a Ushuaia y de allí a dedo hasta el norte. Tardaron dos años en llegar y en el camino tomaron una decisión: vivirían viajando.

Durante seis años recorriero­n Latinoamér­ica, Europa y Asia a dedo, en colectivo, jeep, escarabajo, barco, bicicleta y mini van, entre otros vehículos. Mucha gente les tendió una mano.

La decisión de “hacer camino al andar” (como en Canta

res, de Antonio Machado) siguió en pie aún cuando llegó la idea de buscar a Mael, su primer hijo.

Su nacimiento, en España, no les impidió seguir adelante con su modo de vida, todo lo contrario: fue un desafío que enriqueció la aventura.

Recién con la llegada de la pequeña Oiuna, hicieron una pausa en Dali, un pueblo de China en el que estuvieron dos años antes de volver a las rutas del mundo. Hasta hoy recorriero­n más de 40 países. Para ellos lo motivador no es el destino sino el camino.

Ahora están en Pringles, visitando a la familia de Diego. El próximo plan es viajar los cuatro para presentar el libro El Otro Río (qué escribió Anna e ilustró Diego) por todo el país. En nuestra ciudad ya se consigue en las librerías Henry, Don Quijote y Agencia Sur.

Modo de viaje

En estos años vivieron tantas experienci­as: viajaron a dedo, caminaron, tomaron colectivos. En Bolivia compraron un jeep para cruzar el país de oeste a este y de sur a norte. Cruzaron el Amazonas en barco y recorriero­n México en auto. Después volaron a Francia.

"Hemos dormido en villas y en mansiones, compartido unos mates entre paredes de chapa y cenado comidas finas en restaurant­es de lujo", contó Anna.

"Un día alguien me preguntó: '¿Qué les dan ustedes a toda esa gente que los recibe, les da una mano y comparte un momento?' Nosotros somos transporta­dores de mundos y de sueños, traemos aires de otras tierras, ecos de músicas y sonidos, cuentos de rutas impensable­s. Creo que muchos también esperan que nos llevemos sus nombres, sus rostros, su persona. Algo suyo queda en nosotros, mientras que algo de nosotros queda en sus casas, sus mentes, sus manos", dijo.

En España sumaron una compañera de aventuras: Gu- tapa, una bicicleta doble que pedalearon con amor.

"Un día, cerca de la India nos quedamos mirando el mapa. Pensamos en el Medio Oriente, en África. También en el sudeste asiático, en China. Y pensamos en un hijo. ¿Terminarem­os el viaje antes de buscarlo? ¿O lo invitaremo­s a nuestra gran aventura de vida? ¿Por qué no? Este camino se trata de amor. Tener un hijo también se trata de amor. ¿Qué más necesitarí­a el niño que tener a su madre y a su padre felices con lo que hacen, que tenerlos cerca y recibir su amor?", recordó Anna.

Y llegó Mael, en la India. Allí compraron una furgoneta, Omero, que fue su casa durante los primeros meses de vida del pequeño. En la minivan viajaron por las Himalayas indias y nepalíes.

En el 2012 retomaron Gutapa, la bicicleta, con el bebé a bordo. Recorriero­n Tailandia, Camboya, Laos, China, Siberia y Mongolia.

La vida en Dali

Llegaron a China, en 2012, cuando Mael tenía un año y ocho meses. Llevaban seis años viajando de modo casi ininterrum­pido. Estaban algo cansados. Diego andaba con ganas de pintar, y ella, de escribir.

"Llegamos a Dali, un pueblo del Yunnan, en el suroeste de la China, una tarde sin lluvia. No pensábamos detenernos pero Gutapa -la bicicletas­e rompió dos veces. A veces nos preguntan: “¿Por qué eligieron Dali para frenar?”, y siempre me sale contestar que nosotros no elegimos, lo eligió Gutapa”, comentó Anna.

Al final se quedaron todo el invierno y luego siguieron viaje hacia el norte de China, Siberia y Mongolia. Anna estaba embarazada de Oiuna.

"Su primer viaje fue en la panza. Con ella cruzamos una parte de Siberia y el enigmático desierto de Gobi”, contó la mamá.

Para su nacimiento, en enero 2014, volvieron a Dali, donde se quedaron dos años.

“Fue hermoso. Mael fue a la escuela y aprendió a hablar mandarín. Diego pintó muchísimo e hizo exposicion­es, Oiuna aprendió a caminar, y yo escribí, edité y publiqué mi primer libro: El Otro Río”, dijo Anna.

En enero de 2016 estaban listos para una nueva aventura, esta vez, de a cuatro y en moto.

“En Thailandia compramos una motito y un sidecar medio hecho a medida: los

Viajar es un modo de vida; el mundo, una casa grande en las que nos movemos. la libertad más grande, disponer del tiempo que nos fue dado".

pintamos, los bautizamos, y salimos de nuevo”, contó.

Viajaron por Thailandia Malasia e Indonesia. Y después tocó visitar a la familia en Argentina.

En Pringles

Según Diego, la llegada a Pringles, su pueblo natal, luego de cinco años de ausencia estuvo llena de matices y de amor.

"Con estos días aquí podríamos escribir otro libro", dijo y contó una anécdota .

Llevaba a sus hijos Mael y Oiuna de paseo por el pueblo, para mostrarles sus lugares secretos de infancia cuando sucedió algo mágico.

"Fuimos hacia las vías de tren abandonada­s y les conté que bajo esos durmientes escondí una vez un tesoro: un trozo de papel doblado y envuelto con varias capas de cinta adhesiva. Dentro, una carta que me escribí a mí mismo en el año 90, para ser abierta en el año 95. Cuando volví aquel año a buscarla, para mi gran frustració­n, no la encontré", contó.

"Ahí, con mis hijos y mi amigo me paré al azar sobre uno de estos maderos y les mostré que a ese papelito lo había escondido en este hueco. Me agaché, metí la mano y saqué una pieza amarillent­a que todavía dejaba leer debajo de la cinta, con letra de un chico de 12 años: "No abrir hasta 1995”. Con mi amigo nos miramos y se nos puso la piel de gallina. Mis hijos saltaban y gritaban, “¡Un tesoro, papá!”.

Pringles fue mágico. Fue el primer lugar de Argentina en que presentaro­n el libro.

Superar miedos

"La gente nos miraba sorprendid­a cuando nos vio emprender una caminata de varias semanas hacia el campamento base del Everest con un paraguas, sopitas deshidrata­das y una carpa de verano. “Si necesitamo­s tomar un avión, tener un guía, usar material profesiona­l, para llegar hasta allá… no podemos ir”, habíamos pensado. . Y así llegamos. Con frío pero felices", dijo Anna.

"Al entregarno­s y sentirnos tan amparados por este mundo, que a pesar de todas sus deficienci­as, injusticia­s y broncas, sigue brillando de belleza y sencillez, aprendimos a reconocer y superar nuestros miedo", confesó la viajera.

¿Una anécdota?

“Al vivir en el camino, producimos situacione­s emocionant­es y extrañas de manera continua. Elegir de todas esas situacione­s una sola es como mirar un mar de corales repleto de peces de distintos tamaños y colores y que me pidan sacar al más hermoso... Creo que podría cerrar los ojos y atrapar cualquiera”, dijo Anna.

Finalmente, atrapó una anécdota y la compartió.

En Katmandú caminaron al campamento base del Everest prescindie­ndo de lo que se considera básico para poder ir. Cuando se les acabaron los víveres, estaban agotados y con hambre, lejos de todo. En el primer pueblo con ruta, en la única y oscura posada repleta de hombres jugando a las cartas y fumando, les dieron la cena y una cama.

"Gente muy pobre hizo una vaquita para nosotros, se unieron para ayudar a dos fo- rasteros, para empujarnos y que pudiéramos comer y viajar", contó Anna.

"El viaje fue cambiando nuestra manera de pensar la vida, la muerte, el amor, absorbimos la visión de muchos otros pueblos para armar un sincretism­o curioso, y nos hicimos habitantes del mundo, de todos lados y de ningún lugar", comentó la aventurera.

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