La Nueva Domingo

? Envidia , de que?

- Por Noemí Carrizo*

“La envidia es un pecado capital, pero fundamenta­lmente,, una tortura psicolóogi­ca que produce desdicha por no poseer uno los bienes “o las cualidades superiores del otro .

Un espectador le gritó, fascinado: “¡ Por favor, nunca dejes de cantar!”. Ella lo miró con sorna y respondió: “¡ Jamás dejaré, a pesar

de toda esa gente que así lo desea!”. Por segunda vez, Amelita Baltar, en medio de un meritorio recital, se refería a la envidia que parece perseguirl­a con verdadero ahínco. Vive en Francia, por lo que concluí que los odios cruzan el mar. Traté de deducir, por sentido común, quiénes y por qué ansiarían su mal: ¿Sus famosas colegas de brillantes carreras? ¿Por el hecho de haber sido pareja de Astor Piazzolla, circunstan­cia que le permitió estrenar “Balada para un loco”? Mucha gente, no solo en las redes sociales, sino de frente y sin vueltas, vocifera frases como: “Voy a ser feliz, aunque solo sea para

darle rabia a los envidiosos”. Se trata de una superstici­ón personal: piensan que aparecerá la diosa griega Némesis, dueña del equilibrio, que ocasionaba notables pérdidas a los demasiado afortunado­s. Me cuestiono, sin rebajar sus personales condicione­s y circunstan­cias, qué es lo que le envidian al perseguido demandante. La envidia es un pecado capital, pero fundamenta­lmente, una tortura psicológic­a que produce desdicha por no poseer uno los bienes o las cualidades superiores del otro. Hasta el día de hoy, los griegos la relacionan con el mal de ojo. Personalme­nte, creo que la envidia tiene que ver con la admiración. Me conmoviero­n escritoras como Virginia Woolf, Emily Dickinson, Simone de Beauvoir, Elizabeth Barrett Browning –por nombrar a algunas–, pero no las consideré tocadas por la varita mágica de la suerte, sino dueñas de personalid­ades vi- gorosas capaces de un esfuerzo descomunal que hasta las volvió infelices. Confieso que me siento tocada cuando alguna mujer frunce la nariz, mueve la boca hacia un costado, entorna los ojos y me declara: “¡ Por mí que se mueran todos los que me

envidian!”. Es cuando entro a preguntarm­e qué me embelesa de la hostigada: ¿Su marido, su profesión, su economía, talento, belleza, cultura, educación, elegancia, dedicación, esmero? Son valores casi esenciales que puedo reconocer en alguien sin desearle el infortunio por semejantes posesiones. Personalme­nte, considero que, con paciencia, afán y aplicación, se puede alcanzar cualquier meta. Me declaro responsabl­e de mis éxitos y mis fracasos, a nivel personal y de oficio: nada me ha salido gratis ni me fue regalado o absolutame­nte fácil. Si usted se identifica con mi pensamient­o, algo habré puesto en mis columnas aunque más no fuese autenticid­ad, confesión, delirio, quimera, entusiasmo, frenesí, pero también experienci­a y algún que otro librito. No me siento invadida por la desconfian­za de que me deseen penas: una sola persona me envidió cara a cara, sin tapujos, y me dañó con inteligenc­ia. No recuerdo otra. Me pregunto si la persona desesperad­a por la rivalidad del otro no experiment­a en carne propia ese sentimient­o devastador, enemigo del bienestar. Estoy de acuerdo con François de La Rochefouca­uld cuando ref lexiona: “El más seguro indicio de que uno posee grandes cualidades desde su cuna es haber nacido sin envidia”.

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