El Parque Nacional Talampaya atrae desde lo más recóndito de su magnetismo. Recorremos un lugar que regala belleza y paz en igual medida.
RECORRER EL PARQUE NACIONAL TALAMPAYA Y SUS ALREDEDORES ES DESANDAR UNA GEOGRAFÍA MÁGICA, CAPRICHOSA, ROJIZA E IMPONENTE. UN VIAJE POR EL OESTE RIOJANO.
Que las tradiciones no se pierdan, que las mujeres del norte argentino se paseen por el mundo con ponchos tejidos en telar criollo, y que los jóvenes de nuestro país no olviden sus orígenes. Esos son los sueños que Nicolás Fajardo hilvana mientras elige con qué lana confeccionará una nueva manta. Será de llama o de vicuña, y para darle color se valdrá de productos de la Pachamama. “La naturaleza nos da todo lo que necesitamos”, dirá a quien pregunte por las tonalidades anaranjadas, moradas o terrosas de sus trabajos. Su casa, conocida como “La Casona de Fajardo”, un hogar-museo donde este hombre nos invita a contemplar tejidos, esculturas y pinturas hechas por sus propias manos. Acaso, esa es su manera de difundir la cultura local, la misma que intenta transmitir de generación en generación cuando sale a buscar jóvenes discípulos para enseñarles a tejer en telar. Su motivación es tan noble como sencilla: que al irse no mueran con él las técnicas milenarias que aprendió de su padre y de su abuelo. La calidez de don Fajardo no es algo excepcional. Su dedicación al visitante se repite en las esquinas, veredas y callecitas de Villa Unión, un pueblo riojano conocido como la puerta de entrada al Parque Nacional Talampaya. Dejando esta localidad por la Ruta 76, y enfilando hacia el sur, apenas unos cincuenta kilómetros nos separan del famoso entramado de murallones terracota, declarado por la Unesco, allá por el año 2000, Patrimonio Natural y Cultural de la Humanidad. Junto con su aledaño sanjuanino, el Parque Nacional Ischigualasto, ocupan casi trescientas mil hectáreas que resguardan celosamente un profundo legado de la Era del Triásico. Allí, entre las capas sedimentadas de estas peculiares formaciones, se dieron cita importantísimos descubrimientos paleontológicos y hallazgos vinculados a comunidades prehistóricas que habitaron el lugar.
Al corazón de Talampaya
Para desandar el semblante escarpado de este predio monumental, nos ofrecen opciones variadas. Si bien elegimos una excursión en un vehículo 4x4 que surca las zonas de los paredones y las quebradas, sabemos que hay tours en bicicleta o a pie, de distinta dificultad. También hay lugar para el excentricismo: se puede recorrer el Parque a bordo de camiones de lujo convertidos en motorhome, con catering incluido, proyecciones de videos, avistajes con binoculares y una privilegiada vista panorámica de 360° gracias a un techo que se abre por completo. En todos los casos, hay cuatro paradas obligadas. La primera es Petroglifos, que reúne la mayor cantidad de dibujos prehistóricos grabados en piedras. Le sigue el Jardín Botánico, donde se congregan las distintas especies de fauna de esta zona desértica (junto a este, hay un enorme paredón ahuecado al que llaman La Chimenea: se trata de una gran hendidura en semicírculo desde la base hasta la cima, formada por la erosión del agua). La tercera estación, quizá la más conocida de las postales del Parque, es La Catedral: una inmensa pared de ciento cincuenta metros, bautizada así porque se asemeja a la fachada de una iglesia gótica. En el recorrido tradicional, el último stop es El Monje, una extraña figura rocosa que –sobre todo a contraluz– nos da la sensación de estar ente a un hombre de culto. Sin embargo, existe un trayecto más largo que desemboca en Cajones de Shimpa, un cañón formado por muros de ochenta metros de altura, separados por no más de siete metros entre sí. Desde allí emprendemos el camino de regreso, pero nos llevamos en la lista de pendientes dos propuestas a las que valdría la pena dedicar un segundo día. Una de ellas es el trekking a la Ciudad Perdida: se hace junto a un guía autorizado, sorteando médanos ondulados y valles poblados por guanacos. El premio es un mirador natural en una elevación del terreno, desde donde se aprecia un cráter de tres kilómetros de extensión con fantásticas formas que se asemejan a las ruinas de una ciudad destruida por una lluvia de meteoritos. Nos cuentan que ese mágico rincón del Parque se formó hace unos ciento veinte millones de años, cuando una gran depresión en el terreno quedó rodeada por farallones de doscientos cincuenta metros de altura. El otro bonus track puede disfrutarse solo cinco veces al mes: en las noches de luna llena. En esas ocasiones, la geología y la astrología se unen para dar un espectáculo único. Las paredes de arcilla de Talampaya cobran otra dimensión, adquieren contrastes únicos y se contornean de un modo especial.
De cuevas, vinos pateros y mermeladas
El atardecer nos encuentra nuevamente en Villa Unión, el pueblito de don Fajardo. Si bien muchos visitantes pasan solo una noche aquí –antes o después de visitar el Parque Nacional Talampaya–, vale la pena extender la estadía unos días más para conocer las zonas aledañas.
Nuestra segunda jornada comienza en Los Palacios, una pequeña localidad conocida por el Festival del Vino Patero. Su zigzagueante calle principal nos ofrece distintas postales regadas de casas de adobe y decenas de viñedos que llegan hasta los valles colindantes. Por la tarde, a bordo de una camioneta y con la compañía de un guía, nos espera el Cañón de Anchumbil, un excepcional laberinto con paredones rojizos de cuarenta metros de altura. Su fisonomía, erosionada durante doscientos ochenta millones de años, dio forma a pasadizos, cañadones y quebradas. Si uno se queda con ganas de más, el tour al Cañón del Triásico, que parte desde la cercana localidad de Banda Florida, regala vistas similares. Para una caminata tranquila después de la aventura, nos acercamos al pueblo de Pangacillo, ubicado a unos veintitrés kilómetros de Talampaya. En esta población típica de la zona, las construcciones de ladrillos de barro se intercalan con locales que ofrecen piezas de talabartería y dulces locales, como mermeladas o frutos en almíbar.
Tal vez sea el sitio ideal para conocer la idiosincrasia local, antes de una noche más de sueño profundo. Por esos pagos, el silencio es un bálsamo que agradecen quienes no tienen la sana costumbre de vivir lejos del bullicio.
Precordillera como telón de fondo
Nos despedimos de La Rioja con una caminata por las callecitas de Villa Unión, el pueblo que nos dio cobijo. A tan solo unas cuadras de la zona céntrica, nos topamos con el Embalse de La Loma, un hermoso espejo de agua, en donde los paseanderos se detienen a pescar o a dar una vuelta en kayak. Al caer la tarde, luego de cebar el último mate, es hora de subir los ciento treinta y seis escalones del Mirador La Loma, desde donde apreciamos la inmensidad del Valle del Bermejo y la precordillera de Los Andes. El esfuerzo es bien recompensado con una cena en la que degustamos los sa- bores típicos de la región. ¿El menú? Empanadas de carne y cebollas rehogadas en grasa de pella, costeletas a la riojana, y queso con dulce de alcayota. Obviamente, nos llevamos algunos suvenires: uvas a la grapa, aceitunas en almíbar y membrillos al malbec. En la última ronda, esa que ayuda a perder los vestigios de una comida suculenta, repasamos las instantáneas que registramos de este hermoso rincón del país. Nos sugieren que no se nos ocurra marcharnos sin visitar las pintorescas localidades que descansan sobre la mítica Ruta 40, a escasos kilómetros del monumental Talampaya. Pero eso será otra historia.