La Nueva Domingo

Del otro lado del mundo, Sídney invita a una recorrida placentera. No solo ofrece paisajes únicos, sino que la calidez de su gente es la excusa perfecta para conocerla y enriquecer­se. Cómo late esta ciudad australian­a, conocida mundialmen­te por sus playas

SÍDNEY ENAMORA MÁS ALLÁ DE LA EMBLEMÁTIC­A ÓPERA Y EL PUENTE DE LA BAHÍA. SU GENTE, SUS PLAYAS Y CADA UNO DE SUS RINCONES INVITAN A CAMINARLA DE PUNTA A PUNTA.

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El avión se inclina lo suficiente para vislumbrar un azul profundo que se pierde en el contacto con la arena. Por los parlantes se escucha el destino: Sídney. Concretame­nte, estamos en la otra punta del planeta, a ⒒794 kilómetros de nuestro hogar. Todavía es verano en una ciudad maravillos­a que, en un principio, vale la pena explorar a pie. El entusiasmo nos despide rápidament­e del hotel y su ubicación céntrica nos deja en Hyde Park, un espacio verde y colorido, cuidado hasta el más mínimo detalle. Allí se respira verdaderam­ente aire puro: es un oasis renovador en el corazón metropolit­ano, que supo ser sede de los primeros partidos de cricket y las carreras de caballos. En el camino, un conjunto de grandes balas reposan a modo de escultura y anuncian la entrada al Anzac War Memorial, que alberga un pequeño museo para dar testimonio del paso de los australian­os por la Primera Guerra Mundial. Se trata de un homenaje a los caídos, entre postales, rifles y cascos. “Aquí cada uno hace la suya y parecen ser felices. Dejan ser”, resume una moza mexicana sobre la idiosincra­sia de los locales, y con el correr de los días damos fe de ello. El clima invita a prolongar el descanso, pero nos espera la zona de Circular Quay, de tránsito álgido por los trenes, los micros y los barcos que zarpan del muelle. Por fin, logramos visualizar la famosa Ópera, uno de los diecinueve sitios

aussie que figuran en la lista de la Unesco como Patrimonio de la Humanidad (lo curioso es que fue diseñada por un arquitecto danés: Jorn Utzon). Paseamos por su interior y, luego, rodeamos su periferia, descubrien­do una de las máximas del viaje: en Sídney se vive el deporte al cien por ciento. Para muestra basta un botón: un extenso grupo de corredores ensaya sus pasos a un ritmo exhausto pero que el entorno vitaliza. Esa misma línea deportiva continúa en el Royal Botanic Garden, un glamoroso parque de treinta hectáreas, de doscientos años de vida, en el que se puede disutar de tres mil especies de plantas nativas y otras seis mil foráneas. No es casualidad que la residencia del gobernador esté emplazada allí.

Sobrevolan­do Sídney

La puerta de entrada al Barrio Chino refleja por qué un cuarto de la población australian­a está conformada por inmigrante­s. Se da una convivenci­a absoluta entre los cinco millones de personas que hacen de Sídney la ciudad más poblada del país, entre neozelande­ses, chinos, británicos, indios, filipinos y descendien­tes de aborígenes que llegaron desde Asia, hace

unos cincuenta mil años. Las inmediacio­nes de las calles George, Liverpool y Dixon invitan a degustar un yum cha (combinació­n de té con dim sum: carnes, vegetales, mariscos y utas en pequeños platos), unos

dumplings (masa rellena cocida al vapor) y un ramen (sopa de fideos). Este festival gastronómi­co permite recargar fuerzas para ascender a la Sydney Tower Eye y sus casi tresciento­s metros de altura (es una edificació­n que puede soportar fuertes vientos y hasta terremotos), para cruzar el Harbour Bridge (el puente que puede elevarse o caer hasta dieciocho centímetro­s cuando el acero se expande o se contrae por las diferentes condicione­s climáticas), o para enfilar rumbo a Watson Road y su Observator­io (el más antiguo del país). Al caer el atardecer atravesamo­s la puerta de Fortune of War, el bar más primitivo de Sídney, conocido por ser la última escala en tierra de las distintas generacion­es de soldados que se alistaban para ir a la guerra. El trayecto que nos devuelve al hotel nos depara una última sorpresa: una nube negra. Son los miles de murciélago­s –de un tamaño más que considerab­le– que sobrevuela­n cada noche Hyde Park.

Cuando calienta el sol

Para que la estadía sea redonda hay que poner los pies en la arena. Bondi, su playa más famosa, está a diez kilómetros al este de Sídney. Transitamo­s su calle principal, Campbell Parade, entre bares, cafés y tiendas de surf, y el mar nos recibe con un bravo oleaje. Los surfistas no se achican y llaman la atención del club de salvavidas más tradiciona­l de Australia ( data de 1906): entran y salen del agua para ayudar a algunos bañistas a escapar de las fuertes correntada­s, con la ayuda de varios vehículos todo terreno. Hay otros rincones y actividade­s imperdible­s: un espectacul­ar sendero costero de seis kilómetros, acantilado­s de novela, las piletas de agua natural de Bronte (ideal para la práctica de surf, snorkel y buceo), y una piscina abierta golpeada por la marea, en el extremo norte de Coogee Beach. Es la zona óptima para dar con meros azules gigantes (el pez oficial del estado de Nueva Gales del Sur) o para aontar el desafío anual “Island Challenge” (se da la vuelta a la isla Wedding Cake, a unos ochociento­s metros de la costa). Viramos nuestra brújula hacia el norte para encontrarn­os con Manly. Nos cuentan que su nombre remite a 1788, cuando el capitán Arthur Phillip se impresionó por el comportami­ento viril ( manly en inglés) que mostraba su población aborigen. Desde Circular Quay, se puede embarcar en un ferry y contemplar Sídney desde el agua por treinta minutos. Tome nota de otra área de ensueño: Queensclif­f, un point que supo acoger a diversos campeones australian­os de surf. En el lado opuesto, aparece Shelley Beach, donde un grupo de amigos nos traslada a nuestros pagos con un fútbol entretenid­o. Si se trata de mover el esqueleto, hay para todos los gustos: vóley, kayak, skate, running y hasta un gimnasio al aire libre. La bici merece una mención especial, ya que es el transporte ideal para adentrarse en el Parque Nacional Sydney Harbour, que alterna calles, rutas y senderos agrestes con vegetación prácticame­nte virgen. Las aventuras son infinitas pero, como dice la canción, todo concluye al fin. Todavía no nos fuimos y ya extrañamos Sídney. Sin embargo, la sensación que nos inunda en la partida es que pronto habrá una revancha. Sin duda alguna, nos volveremos a ver.

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Paseo costero con el Harbour Bridge como protagonis­ta.
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 ??  ?? Homenaje a los caídos durante la Primera Guerra: el Anzac War memorial.
Homenaje a los caídos durante la Primera Guerra: el Anzac War memorial.
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 ??  ?? Para valientes: a 134 metros de altura por las pasarelas del Harbour Bridge.
Para valientes: a 134 metros de altura por las pasarelas del Harbour Bridge.
 ??  ?? Playa y surfers, sinónimos de Sídney.
Playa y surfers, sinónimos de Sídney.

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