La Nueva Domingo

Miedo a ser feliz

- por Noemí Carrizo*

Por demorar en maquillarm­e, perdí la oportunida­d de charlar con mi admirado Ernesto Sábato, que estaba en una confitería con un amigo en común que nos iba a presentar. Tengo otros ejemplos similares: me ofrecieron radicarme en un país potente para realizar una tarea similar a la que efectuaba en la Argentina. El sueldo era atractivo y hasta me iba a acompañar una traductora constantem­ente, pero el miedo me paralizó y mi lista de excusas fue impresiona­nte. En mis quince minutos de gloria, me tentaron para hacer televisión, pero dejar el periodismo gráf ico me pareció un crimen. Sin embargo, colegas que aceptaron sin dubitar están ubicados con éxito en la pantalla que se volvió una comunicado­ra por excelencia. Por fortuna, cuento con otros casos en los que me animé y crucé fronteras que me acercaron a la realizació­n y a la dicha. Borges dijo: “He cometido el peor de los pecados que un hombre puede cometer: no he sido feliz”. Flaubert fue contundent­e: “Cuidado con la tristeza, es un vicio”. Creo que los dos apuntan de manera excelsa a las f lojeras humanas. La querofobia es el temor a la dicha, pero no creo que lleguemos a tanto. En realidad, la alarma surge como una profecía y al desasosieg­o lo despierta el pánico a sufrir. Aristótele­s fue terminante: “El miedo es un sufrimient­o que lo produce la espera de un mal”. ¿Por qué lloramos cuando estamos cercanos al disfrute? Freud nos acerca una interpreta­ción: “El sujeto sufre con su síntoma, sin saber que justamente ahí es cuando goza”. Y Lacan aseguró: “El principio del placer nos indica que aparece un temor a gozar porque, hablando con propiedad, se trata de una sensación en la que no se ve el límite ni tampoco se la puede definir”. Claro, así estoy cómoda, tranquila, respiro. ¿Qué pasa si no respondo bien a lo ofrecido, si me espera un calvario, una tribulació­n, un sacrificio? Y sí, aparecerán todos esos disturbios, pero el salto valdrá la pena. Vuelvo a Borges. No quería dar conferenci­as por su tartamudeo. Un amigo le dijo: “Yote lo soluciono”. Él confió y, unos minutos antes de su presentaci­ón, el oficioso conocido lo llevó al bar de la esquina a tomar una caña. Esa “cañita” del escritor fue famosa y la causa de su ánimo para transmitir sus brillantes conocimien­tos. La bravura de ciertas personas se debe a su buen dominio del pánico. Son los que no callan sus logros por temor a la envidia: indiferent­es a seres malignos, confían en sus propias cualidades y audacias. Solemos sorprender­nos de que gente mediocre alcance metas destacadas. Son los que no se amedrentan ni siquiera ante la carcajada ajena por su ridiculez, carencia o error. En la facultad nos asombraba una compañera que daba f inales sin completar el programa. No le importaba aprobar o no, pero se recibió antes que nosotros, obsesos que jamás rendimos un examen sin estudiar los totales requerimie­ntos. Creo que ese detenerse en lo conocido y sin fisuras tiene que ver también con la vanidad mal entendida. Si me creen perfecta, es mejor no defraudar. Una lectora, en una de mis charlas en una provincia, me espetó: “¿ Cómo que te divorciast­e dos veces? ¿ Qué te pasó?”. Logró dejarme muda. La respuesta no la tengo ni siquiera yo, aunque araño la idea de cierto exagerado concepto de la completud. Mi escritora preferida, Marguerite Yourcenar, me advirtió hace décadas: “No se puede construir una felicidad sino sobre los cimientos de la desesperac­ión. Creo que voy a ponerme a construir”.

“Borges dijo: , He cometido el peor de los pecados que un hombre puede , cometer: no he sido feliz . Flaubert fue contundent­e: , Cuidado con la tristeza, es un vicio ,. “Los dos apuntan a las flojeras humanas .

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