El pintor de Messi
FABIÁN PÉREZ FUE EL ELEGIDO POR EL 10 DEL BARCELONA PARA QUE LO RETRATE. RECONOCIDO EN EL EXTERIOR, COMPARTIÓ UNA DISTINCIÓN CON EL GENIAL FERNANDO BOTERO.
El pintor Fabián Pérez fue tocado por la varita mágica. No solo por el talento que demuestra cada vez que expone, sino por haber sido elegido por el mismísimo Lionel Messi para que lo retratara.
Hay vidas que superan a la ficción. La de Fabián Pérez, por ejemplo. Pintor argentino de reconocimiento internacional, sus obras se exponen en los Estados Unidos, en Europa, Asia, Australia y Sudáica. Reflejan hombres y mujeres en soledad o acompañados. Abunda la sensualidad. Pero una es particular: se ve a Lionel Messi con la camiseta argentina. No a cualquiera elegirían los Messi para que retratara a la joya de la familia. “Tuve la suerte de colaborar con su Fundación. El propósito fue venderlo para recaudar fondos. Existen dos copias más: tengo entendido que una la tiene el propio Messi y la otra está en la Casa Rosada. Leo me mandó una camiseta de la Selección firmada por él y dedicada a mis tres hijitos: Camila, Tiago y Santino”, revela quien reside en Los Ángeles y se dispone a repasar una vida agitada. La de Fabián empezó en Campana, provincia de Buenos Aires, en una casa “llena de amor”, mientras su madre lo estimulaba a dibujar. “El día de los
muertos”, aclara cuando cuenta que nació el 2 de noviembre de 196⒎ Al hablar de la infancia se ve pescando con amigos en los “precarios muelles a
orillas del Paraná” o bajo la sombra de los sauces, en Campana. También se recuerda a si mismo jugando al fútbol. Su madre, Edu Herreria, era de San Pablo (Brasil), y ejercía la docencia en la escuela de una colonia japonesa. Cuando llegó a Ingeniero Maschwitz, en el norte del conurbano bonaerense, decidida a cantar, se había elegido un nombre artístico: Chiara Texeira. Allí
conoció a Antonio Pérez, quien regenteaba dos locales nocturnos. Él le ofreció trabajo en su local de Campana. Aceptó eso y también ser su pareja. Juntos tuvieron a Noemí, Marisa, Vic
toria, Eduardo y Fabián. “Mi madre era el soporte en todo. Era una apasionada del cine y de los libros. A mí me hacía la ropa, me cortaba el pelo, me enseñaba a dibujar y me llevaba al cine casi todos los domingos y después a comer pizza. Éramos muy amigos”, la recuerda su hijo más famoso. Pérez explica que tanto su infancia como sus padres tuvieron una influencia muy grande en su trabajo: “Pinto mucho sobre sus estilos de vida, sus personalidades. También los recreo o personifico desde mi punto de vista actual, como gente de carne y hueso, o según cómo los veía de chico, cuando para mí eran superhéroes”. Tenía casi dieciséis cuando murió su mamá. Para amortiguar el dolor, empezó karate. “Mucha gente tiene instruc- tores, pero muy pocos tienen un maestro, un guía. Tuve la fortuna de conocer al maestro Oscar Higa, una persona exquisita, que se transformó en mi mentor. Fue quien me incitó a dedicarme a la pintura más seriamente –sostiene Fa
bián. Y agrega–: El karate es comparable a cualquier arte, ya que enseña a concentrarse en el estudio de mejorar continuamente la técnica a través de la práctica y la repetición, hasta llegar al punto en que no se piensa, simplemente se hace, focalizado en el momento. Ahí es cuando el arte fluye, cuando un buen karateka, guitarrista o pintor se convierte en artista. No buscás un resultado: te expresás en cada pincelada, te hacés uno con tus herramientas. El resultado solo florecerá como consecuencia. Uno queda vacío de intencionalidad o de mente, pero lleno de espíritu. Eso es arte y se crea en momentos sublimes. El karate tiene un código marcial de respeto, de actitud hacia los demás y hacia la vida en general que ninguna otra escuela de arte enseña”. Consolidando al pintor Sin sus padres, sintió que no le quedaba más que crecer. Y se fue. Primero a Río de Janeiro y después a Roma. Hizo amigos, conoció la noche y aceptó una invitación para viajar a un Mundial de karate en Okinawa. Su periplo continuó en Hong Kong, le ofrecieron trabajo en un
pub en Inglaterra y desembarcó luego en Los Ángeles, donde vive con su esposa Luciana y sus tres hijos pequeños. Lo curioso es que, al llegar a los Estados Unidos, no hablaba inglés ni tenía dinero. El hostel más barato que encontró le cobraba catorce dólares la noche. Entonces les ofreció limpiar a cambio del hospedaje. Un tiempo después, le dieron un puesto como sereno. “Por las noches no había mucho trabajo, así que empecé a pintar, como cuando era chico. Solo que la pintura iba a significar otra cosa para mí. Fue un 25 de diciembre y, desde ahí, no paré más. Quería acumular cuadros por si me salía algún lugar para exhibir”, comenta. La pintura ya era su cable a tierra. Alquiló un departamento, exhibió en el Florida Museum, en Coral Gables, y aparecieron los primeros interesados. No quiso vender hasta que un hecho extremo le dejó una enseñanza. “Una tarde volvía a mi departamento y me encontré con que se había incendiado.
En ese instante, entendí que tenía que desprenderme de mis obras, porque cuando alguien crea algo, físicamente no le pertenece al autor sino al universo –re
sume. Y describe–: La persona, el artista y su obra son inseparables. Una obra que no define a su creador no es arte. El arte es genuino, porque el artista se despoja de máscaras y corazas, dejando su personalidad expuesta. Soy superintrovertido y extremadamente sensible.
Un soñador empedernido”. Pintó, pintó y pintó. Y exhibió donde pudo: cafés, bares, restaurantes, salas pequeñas. Participó de concursos para comparar sus técnicas. Regresó a Europa. Escuchó más consejos. Aparecieron nuevos maestros. Aprendió que algunos de sus cuadros –como Waiting for the romance to come back II, Man lighting a cigarette II y Dancer in red, entre otros– provocan algo en la gente. No sabe qué, pero está convencido de algo: “Los cuadros son como espejos, y cada uno ve en el cuadro su propio reflejo”. Nunca olvidará cómo el arte se trans
formó en un medio de vida: “Un día vino la hermana de una amiga que trabajaba en una galería en Alemania y después de mirar una pintura en acuarela me preguntó cuánto valía. A pesar de que jamás había imaginado ponerle un precio a mi trabajo, le dije ‘35.000 liras’. ¡Y la compró! Desde ese momento, concluí que si había vendido una, podía vender más”. No le faltan honores y reconocimientos, como haberle entregado en mano su retrato al mismísimo papa Francisco o haber sido elegido artista oficial en la entrega de los Grammy Latino 200⒐ “Otra satisfacción fue cuando la revista
Art Tour International me regaló el privilegio de compartir el premio de Maestro Contemporáneo de Arte junto a Fernando Botero, para mí el más grande de los pintores vivos”, destaca quien pintó a sus hijos Camila y Santino (“La experiencia fue tan desafiante que me sentí aterrado de tanto amor”). Sigue viviendo en Los Ángeles, pero ya no trabaja de noche. Ahora sus horarios son familiares. Se levanta temprano y escribe o lee. No le falta el mate mientras prepara el desayuno y, una vez que sus hijos se van a la escuela, empieza a pintar en su silencioso estudio. “Quiero seguir mejorando como pintor, pero mi prioridad es ser un buen
padre”, cierra quien muy de vez en cuando vuelve a su Campana natal a visitar a los amigos y los hermanos. Es que hay cosas que siempre tiran.