La Nueva Domingo

Desde hace un tiempo, Guillermo Francella disfruta de la consagraci­ón. Con una obra de teatro en cartel y una película en ciernes, el actor se confiesa y repasa cómo hizo para reinventar su carrera.

DE REGRESO EN EL TEATRO Y ESPERANDO ESTRENAR SU NUEVA PELÍCULA, GUILLERMO FRANCELLA HABLA DE LA POPULARIDA­D, SU REINVENCIÓ­N COMO ACTOR Y LA NEGACIÓN DE FILMAR EN HOLLYWOOD.

- Por Paula Bistagnino. Fotos: Cecilia Romano.

Cuando se baja del auto, el empleado del estacionam­iento lo reconoce y se le transforma­n la cara, el día, la semana. Se agarra el pecho, la cabeza: “No lo puedo creer”, repite sin saber muy bien qué hacer. Lo quiere abrazar, le agradece, le da la mano, sonríe y mira para los costados intentando compartir esa emoción con alguien. Guillermo Francella lo relata como si a él le generara la misma reacción que al empleado del estacionam­iento. También lo emociona, aunque esa escena sea casi una constante de los últimos veinte años de sus sesenta y dos. Llega apenas unos minutos después de lo pautado, sonriente, amable, sin apuro. Hace unos días volvió de vacaciones y está entusiasma­do con un año cargado de teatro (hace Nuestras mujeres, con Arturo Puig y Jorge Marrale) y cine ( Los que aman, odian, bajo la dirección de Alejandro Maci).

“¿Está bien la ropa?”, consulta mirando la camisa y el saco que cuelgan de una percha. Como si nunca hubiera hecho una tapa de revista… Ni él sabe ya cuántas van, pero apenas se para ente a la cámara, se deja llevar por las directivas de la fotógrafa y no falla.

–Como si supieras…

–Años, décadas, perdí la cuenta. Empecé siendo un pibe… El pibe que soñaba con ser actor creció en Beccar. Hijo de una ama de casa y un empleado bancario que además era profesor de educación física y daba clases en la sede de Villa del Parque de Racing Club, dice que su vocación apareció en la adolescenc­ia. “Yo era un chico que no tenía nada que ver con el mundo artístico. Fue como tirar un papel al viento y ver qué pasaba”, reflexiona sobre sus comienzos.

–¿Qué sentís cuando analizás hoy ese camino recorrido?

–Es una sensación hermosa, me genera mucha ternura. Es la historia de un chico que sentía una vocación muy fuerte y luchó por afianzarse en ella. Porque lo más probable era que no pasara nada conmigo. Pero tenía una tenacidad, una constancia, una energía para ir a las audiciones, para pedir un bolo en los canales de televisión… Era muy luchador.

–¿No tuviste el golpe de suerte de que te descubran de un día para otro y te cambie la vida?

–No, yo tuve que remar y remar. Era la única manera para alguien que no tenía contactos… Y mucho más en aquella época. Fui extra montones de veces: algunas podía hablar y otras era el mozo que servía el café y se quedaba dando vueltas en el fondo. Por eso, cada paso que di, hoy lo vivo con emoción y nostalgia. Me da mucho placer lo vivido, porque tiene un gustito distinto. Pero eso lo digo ahora: no fue un camino fácil. Así que disuto de que se me haya dado. Nunca pierdo de vista que vivo de lo que amo y lo maravillos­o que eso es. Si no lo hubiera logrado, no sé qué hubiese pasado.

–Fuiste periodista.

–Sí, porque en esa época mi papá me decía que me buscara algo. Claro, ¿cómo iba a mantenerme con esta carrera? Estudié tres años en el Instituto Grafotécni­co, pero en paralelo seguía con el teatro. Fui corredor de seguros, trabajé en una inmobiliar­ia, vendía ropa… Pero lo único que quería era actuar.

–¿Y lo que te pasó fue más de lo que podías soñar?

–Nunca imaginé este presente que vivo desde hace años: protagoniz­ar, convertirm­e en alguien en mi país, sentirme tan querido. No, tanta fantasía no llegaba a tener.

–Tu carrera se divide en dos grandes etapas: primero la televisión, el humor y la popularida­d; después, el cine con papeles dramáticos…

–Sí, totalmente. Y no fue casualidad. Quería contenidos nuevos, explorar otra cosa desde lo interpreta­tivo. Hace unos diez años empezó esta etapa con Rudo y Cursi, una película que hice con ese grupete extraordin­ario de mexicanos formado por Carlos y Alfonso Cuarón, Guillermo del Toro y Alejandro González Iñárritu. Audicioné para conseguir el papel, como cuando era jovencito. Fue muy lindo sentirme así otra vez, en busca de desafíos.

–Paradójico: tuvo que venir del extranjero la apuesta por ver a un Francella en otro rol.

–Sí, porque aquí yo lo comunicaba todo el tiempo, y sabía por productore­s y amigos que varios directores tenían ganas de trabajar conmigo, pero no me convocaban. Después de Rudo y Cursi apareció la posibilida­d de hacer El secreto de sus ojos, Los Marziano, ¡Atraco!, Corazón de León, El misterio de la felicidad… Películas bien heterogéne­as.

– El pasaje de la popularida­d al prestigio no es sencillo.

–No es fácil salir de un lugar en el que tenés un público cautivo, pero la popularida­d no tiene por qué estar reñida con el prestigio.

–Podrías haber seguido “haciendo la plancha”.

–Sí, pero tenía ganas de encontrarm­e con otras facetas como actor. La comedia, el humor, fueron una anécdota, lo que me dieron cuando arranqué. No lo busqué. De hecho, lo primero que hice fue Proceso interior, una obra de teatro muy sórdida. Esa fue mi carta de presentaci­ón y resultó fantástica.

–¿Cómo es hacer reír a los argentinos?

–Es tan gratifican­te, tan lindo comprobar todo lo que se genera, como recién con el muchacho del estacionam­iento. Es muy fuerte cuando la gente se te acerca. Del abuelo al nieto, lo único que recibo es amor y buena vibra.

–La contracara es la falta absoluta de anonimato.

–Yo tengo mi vida dividida en dos mitades: una de anonimato absoluto y otra de popularida­d total. Hay instantes en los que querría que nadie me conozca…

–¿Con qué fantaseás si no fueras famoso?

–Con no sentirme tan observado en cada movimiento… El otro día se bajó uno de un auto con un matafuego porque habíamos discutido y le digo: “¿Qué hacés? ¿Me lo ibas a partir en

la cabeza?”. Cuando me vio casi se muere. La popularida­d hace que tengas pánico de un comportami­ento, una reacción, un exabrupto, porque al otro día aparecés en todos lados. Y más en la actualidad con las redes sociales.

–Tenés una vida familiar muy estable, con bajo perfil.

–Sí, hace veintisiet­e años que estamos juntos con Marynés, mi mujer. Y tanto la familia que mamé como la que armé son de esas en donde los abuelos son importante­s, así como las reuniones en el patio y la cocina. Ese es mi centro, mi eje, siempre vuelvo ahí. Una familia con la mentalidad de las de antes, pero aggiornada, claro.

–Tus hijos eligieron tu camino, ¿eso te emociona o te termina generando responsabi­lidad?

–Un poco y un poco. Nunca lo imaginé de Nicolás, pero Johanna siempre quiso ser actriz. Se formó en teatro, canto y baile, y a los veinte años se fue solita a estudiar a Nueva York. Nicolás se anotó en Publicidad y le picó el bichito cuando hizo producción conmigo. Un día, Marcos Carnevale me propuso que él interpreta­ra el papel de mi hijo en Corazón de le

ón. Le aclaré que él no era actor y hasta tuvimos una reunión familiar porque yo no quería exponerlo. Ese era mi mayor miedo. Y Nico, por su parte, no quería que la oportunida­d viniera por mi lado. Yo le dije: “Sonaste, ¿por quién te creés

que te va llegar?”. No obstante, pidió audicionar. Así le nació una vocación que hasta ese momento no tenía.

–¿Los aconsejás?

–Estoy presente. Les repito que se metieron en un baile… Si el espejo soy yo, no está bueno porque nada les asegura el mismo final. Van a tener rechazos, ustracione­s y teléfonos que no suenan. Johanna trabajó tres meses en una novela que no anduvo y después estuvo nueve meses mirando el techo.

–¿Tuviste muchas frustracio­nes?

–Al inicio sí, pero la verdad es que fui muy afortunado en cuanto a continuida­d de trabajo. Pero eso no es lo común.

–Te dan premios, te invitan de diversos festivales y quieren que hagas cine en los Estados Unidos. ¿Cómo lo tomás?

–Con satisfacci­ón. Me llaman del extranjero, pero no me siento capaz de actuar en otro idioma. Eso me mata, porque me daría placer, pero no quiero hacer papelones. Podría pronunciar bien por fonética, pero actuar es otra cosa.

–Hiciste un cortometra­je con tu hijo sobre la desconexió­n… ¿Cómo te relacionás con la tecnología?

–Celebro la tecnología siempre y cuando seamos responsabl­es con su uso, y podamos despegar los ojos del teléfono. Yo no utilizo las redes sociales, no tengo Twitter ni ninguna otra. Prefiero estar menos expuesto.

–¿Tenés una veta espiritual?

–El año pasado me enganché con yoga y me hizo muy bien… Y juego al golf, aunque más que relajarme me hace "saltar la chaveta". No soy zen, sino más bien un calentón.

–¿Ah, sí?

–Uy… Soy visceral, muy tano. A veces parece que bajé del barco de Génova ayer, porque soy leche hervida. Igual, estoy mucho más sereno que en otras épocas de mi vida. No sé tomarme las cosas con calma, pero he madurado.

–¿Cómo asumís el paso de los años?

–Es un tema. Qué se yo, la voy llevando. Me cuido e intento mantenerme, pero es complicado porque existe esa sensación de querer que el tiempo se detenga, y eso es imposible. Creo que lo que se esconde detrás es el miedo a la muerte, aunque yo perdí a mi padre a los veintiséis años y eso ya te pone en otro vínculo con la muerte. Siempre está presente, desde joven y con miedo. Fue muy duro lo que pasó en aquel momento. Mi hermano y yo quedamos como desorienta­dos…

–¿Te hubiera gustado que tu padre te viera triunfar?

–¡Tanto! No solo eso: me hubiera gustado tenerlo para la vida. Que sea testigo del crecimient­o de mis hijos, de mi felicidad. De alguna manera, lo pude reemplazar con mi madre.

–¿Sueños pendientes?

–No tengo un personaje como asignatura pendiente. El deseo pasa por seguir trabajando, pero también por sentirme estimulado, por que aparezcan propuestas que me conmuevan. Tampoco abundan textos y propuestas geniales. Me encantaría poder continuar de este modo: que cada año aparezca un proyecto que me genere ese dolorcito de panza que producen los desafíos. Y si pudiera elegir, haría series y más películas. A eso apunto. Quiero vivir el hoy y el ahora.

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