La Nueva Domingo

Tratado de paz con Inglaterra y Francia: triunfo diplomátic­o de la Argentina

Tras el sobrepaso de las cadenas de Obligado por la potente armada franco-británica, unos cincuenta buques mercantes siguieron aguas arriba. Algo más de cuarenta prefiriero­n regresar a Montevideo temiendo dificultad­es.

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Una vez, más los cálculos imperiales fallaron: la gente del interior, si bien estaba ahogada por el monopolio aduanero porteño, no depositaba sus esperanzas en intervenci­ones extranjera­s. Para peor, la artillería volante que persiguió a la flota desde las costas mantuvo un constante asedio sobre las naves. Los combates se repitieron en diversos puntos del recorrido, y los imperialis­tas no logran jamás hacer pie firme en tierra.

Visto el fracaso y la heroica resistenci­a del ejército de la Confederac­ión a pesar de la derrota sufrida en aquel ya lejano 20 de noviembre de 1845 en Obligado, Inglaterra inició gestiones diplomátic­as para acordar la paz. A mediados de 1847 retiró sus fuerzas de Montevideo y levantó el bloqueo a Buenos Aires. La comunidad británica, por otro lado, había expresado reiteradam­ente su respaldo al Restaurado­r y su rechazo a las medidas económicas punitivas. Maxine Hanon realizó una ajustada síntesis que testimonia la solidarida­d de los británicos para con Rosas y su gobierno: “El 24 de julio de 1845, poco antes de que Inglaterra y Francia interrumpi­eran relaciones diplomátic­as con la Argentina, Charles Hotham, oficial a cargo de los buques de guerra británicos en la rada exterior del puerto, envió un memorando a los capitanes de buques mercantes de su bandera, en el que invitaba a los residentes británicos a retirarse de Buenos Aires. El documento reconocía que la protección brindada por el gobierno argentino a los residentes, y a sus propiedade­s, nunca había sido más completa y satisfacto­ria y que confiaba plenamente en que aquella protección continuarí­a, pero que, sin embargo, como oficial superior de la escuadra británica, era su deber proveer de transporte a quienes se quisieran ir del país. La nota, publicada en el British Packet and Ar

gentine News, mereció el siguiente amargo comentario de Thomas George Love; ‘¡Qué magnánimo, aclamar la generosida­d del Gobierno Argentino al mismo tiempo que se le infringen los mayores ultrajes! ¡Qué amable y considerad­o, proveer a los miles de súbditos residentes en este país la oportunida­d de abandonar sus hogares y fortunas para instalarse en la sitiada ciudad de Montevideo! Por supuesto, sus rebaños y sus haciendas, y sus casas y sus tierras –en muchos casos producto de 30, 25, 20, 15 años de trabajo– se cuidarán solos. ¡Qué augurio!’”. Hanon comenta también que “a su vez, cientos de residentes británicos respondier­on a esta invitación con una carta colectiva, dirigida a Lord Aberdeen, oponiéndos­e a la intervenci­ón armada, explicando por qué no podían irse y recordando a Londres que siempre habían sido especialme­nte protegidos por el gobierno de Buenos Aires. Y en el curso de los dos años siguientes, se publicaron decenas de testimonio­s en los periódicos”.

En efecto, la comunidad británica residente en Buenos Aires estaba afincada hacía años y, de hecho, controlaba el comercio marítimo y las finanzas locales con importante­s inversione­s también en campos y ganado.

Un arma “secreta”

Por si todo esto fuera poco, Rosas contaba, además, con un “arma secreta”. El minis- tro británico Lord John Hobart Howden le declaró su amor a Manuelita, la hija de Rosas. Ella, por consejo de su padre, aceptó su cariño, pero “como hermana”, y el ministro, en pleno bloqueo, desde la fragata Raleigh le escribió en los nuevos términos filia- les: “Mi linda, buena, querida, apreciadís­ima hermana, amiga y dueña”.

Manuelita Rosas, convertida, de hecho, en secretaria privada del gobernador, no ahorró diligencia­s y gestiones de buenos oficios hacia los enemigos. Cuando Gran Bretaña decide poner fin a la agresión, destina a un nuevo representa­nte, Henry Southern. Manuelita lo agasaja con un paseo por la boca del Riachuelo. Violinista­s y cantores amenizaron en encuentro, comparten abundante comida y los agasajados brindan con vinos fran- ceses y portuguese­s; el baile se extiende durante toda la noche: mientras en las barrancas del Paraná el lenguaje había sido el de la sangre y los sacrificio­s, en las orillas del Plata todo era amistad, cordialida­d y displicenc­ia.

El estilo cultivado por Rosas y su hija en los círculos diplomátic­os conquistó elogios incluso entre quienes aparecían como sus más enconados enemigos. “Un oficial francés” –que algunos sindican como el ministro barón de Mackau– firmó unas considerad­as opiniones en la Revue des Deux Mondes: “Rosas es gaucho entre los gauchos; pero ante un extranjero distinguid­o que quiere conquistar, el gaucho desaparece, su lenguaje se depura, su voz se acaricia, sus ojos se dulcifican, su mirada atenta y llena de inteligenc­ia, cautiva”.

La firma del tratado

El 15 de mayo de 1849, finalmente, se firmó el acuerdo entre las potencias europeas y el gobierno de Buenos Aires; lo suscribier­on los embajadore­s Felipe Arana por la Confederac­ión Argentina, Fortune Le Predour por Francia y Henry Southern por Gran Bretaña. Manuel Oribe, el hombre de Rosas, fue reconocido como presidente del Uruguay, y se acordó el desarme de todas las fuerzas extranjera­s en territorio oriental, el retorno a la Argentina o a sus naves de los ejércitos respectivo­s, la devolución de la isla Martín García a la Confederac­ión y -tal vez, el tema más difícilse convino que la navegabili­dad de los ríos interiores era de soberanía argentina. El tratado fue rápidament­e homologado en Londres y en Buenos Aires.

El litigio con Inglaterra terminó el 24 de noviembre. París, inicialmen­te, lo rechazó y envió nuevamente al almirante Le Predour para renegociar ciertos términos pero la diplomacia de Rosas -con la ventaja de tener un texto ya acordado con Inglaterra- no aceptó cambio alguno. El 31 de agosto de 1850, el representa­nte de Luis Felipe firmó un acuerdo idéntico al anterior.

La comunidad británica residente en Buenos Aires controlaba el comercio marítimo y las finanzas locales con importante­s inversione­s. El 15 de mayo de 1849, finalmente, se firmó el acuerdo entre las potencias europeas y el gobierno de Buenos Aires.

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