Reinventar la fe
La buena fe despierta lo mejor del otro. Es como, si de alguna manera, al pensar en su bondad, la ejecutara; al imaginar su generosidad, la ejerciera; al apostar a su entusiasmo, lo desplegara. Y los que creemos en esa Armonía que es Dios, a pesar de las desesperanzas, somos elegidos para transmitirla, por el bien de nuestros semejantes. Las neurociencias están haciendo foco en los bienes espirituales y han concluido que una persona con fe vive más y mejor. Sin embargo, ¡cómo cuesta practicarla en estos tiempos! La lealtad, la honestidad y la transparencia no pasaron de moda, aunque el “Dale nomás
que no pasa nada” nos atosigue desde algunos medios de comunicación. Es casi un lugar común, pero cuando imaginé un suceso con total convicción, lo alcancé, claro, incluyendo esfuerzos, esperas, manos y contramanos. La humanidad es como un río: no se ensucia en su totalidad por algunas gotas impuras. Tuve la fortuna de tener padres que me otorgaron su confianza basándose en una ley irreductible: jamás una mentira, bajo ninguna circunstancia o lugar. Supongo que esta formación me permitió creer en demasía. No siempre la gente engaña, solo responde a un sentimiento, tal vez breve, como una caricia distraída. Ese cuidado de no herir al otro para no disminuir su confianza es primordial en una buena convivencia. Maquiavelo sostenía: “Los hombres ofenden antes al que aman que al que temen”. Hay una guía insuperable para la conducta humana, se crea o no en Dios: el Evangelio. Y coincido con Borges cuando afirma que es el mejor libro de todos los tiempos. La fe se elabora día a día, con esfuerzo, práctica, avances, retrocesos y “decime, Dios, dónde estas, que te quiero conversar”. Y Dios está en la naturaleza, en los hijos, en la 14 tierra, en el prójimo-próximo. Conozco personas que superaron enfermedades aparentemente terminales: fueron inquebrantables en la certeza de su cura y nada los amilanó. En los tiempos que corren hay que ser intrépido y hasta arrogante para detenerse en una creencia divina o humana. Nos asombran los desniveles éticos, las sorpresivas bravuconadas, la ausencia de integridad. Aun así, insistamos en ajustar las teclas de la existencia, como si fuera una música de cámara, manteniendo cada detalle, emoción e interés atornillado en su exacto lugar. Miremos al otro a los ojos, intentemos amarlo aun sin conocerlo; nos sorprenderá lo que es capaz de brindar si fiamos en su magnanimidad (palabra que hay que poner en uso). Y recordemos aquello de Kant: “La paciencia es la fuerza del débil, y la impaciencia, la debilidad del fuerte”. ¿Será cierto que la fe comienza donde termina el orgullo? La humildad es un arma inquebrantable para lograr el amor y el reconocimiento ajenos. El director del Conservatorio de Arte Dramático, Néstor Nocera, del que también f ue alumno Alfredo Alcón, nos recalcaba: “Fundamentalmente, cuando ejerzan un arte, sean humildes, el público capta de inmediato la soberbia, y la rechaza”. Por supuesto, no se pueden simular la llaneza ni la modestia, y hasta se dice que una exagerada muestra de estas cualidades obedece a una escondida vanidad. La autenticidad la capta el otro, que aceptará nuestras inevitables carencias o vanaglorias, si en lo fundamental somos discretos, pudorosos, recatados. Reconozcamos que la modestia en el lenguaje, el vestir y el comportamiento sigue siendo un signo de refinamiento. Ese término medio virtuoso en que se colocan algunas personas que, sin desearlo, se destacan con solo existir. Un líder es el que apenas hace ostentación de su labor: llegará un momento en que sus adeptos afirmarán que su tarea fue obra de todos.
, “Las neurociencias estan haciendo foco en los bienes espirituales y han concluido, que una persona con fe vive mas, y mejor. Sin embargo, ! como cuesta practicarla en estos tiempos! La lealtad, la honestidad y la “transparencia no pasaron de moda .