La Nueva Domingo

Hobbiton es la aldea de ficción en una isla de Nueva Zelanda

En la ciudad de Matamata, un cineasta filmó los relatos fantástico­s del británico Tolkien y convirtió a ese lugar en un destino turístico mundial.

- Corina Canale corinacana­le@yahoo.com.ar

Matamata: los alojamient­os de mayor demanda son las granjas que rodean a esta ciudad, distante de Auckland 130 kms. por carretera.

La primera “El hobbit: un viaje inesperado”; la segunda “El hobbit: la desolación de Smaug” y la tercera “El hobbit: la batalla de los cinco ejércitos”.

Aquel día de 1998 Peter Jackson miraba desde el aire las praderas centrales de la isla norte de Nueva Zelanda.

Sabía qué buscaba pero no sabía si lo encontrarí­a.

El obsesivo cineasta neozelandé­s necesitaba un lugar especial para instalar Hobbiton, la aldea de los diminutos hobbits, seres surgidos de la fantástica imaginació­n de J.R.R. Tolkien.

Cuando vio las tierras de la granja Alexanders supo que su búsqueda había finalizado.

La granja estaba entre Hamilton, a orillas del Waikato y al sur de Auckland, y la turística Rotorua, la ciudad de los calientes manantiale­s de aguas sanadoras y el gran centro de la cultura maorí y la actividad geotérmica.

Lo fascinó la suave geografía del centro isleño, de colinas onduladas, que no estaba marcada por edificios ni por carreteras.

Se la veía tal como era, un paisaje virgen.

El lugar pertenecía a Matamata, en ese entonces una apacible ciudad dedicada a la agricultur­a y a la cría de caballos de raza, que Peter Jackson convirtió en un destino turístico mundial al elegirla para montar los sets del rodaje de El Hobbit, película que antecede a la trilogía de “El Señor de los Anillos”, obras del poeta y escritor británico John Ronald Reue Tolkien.

El autor de estas heroicas novelas de fantasía no imaginó el éxito que tuvieron estos seres antropomor­fos, de raza ficticia, más emparentad­os con los humanos que con los Delfos y los enanos.

La aldea, a la que precede en la ruta un gran cartel que dice “Bienvenido­s a Hobbi- ton”, nombre que desplazó a Matamata, ya no sólo recibe turistas de paso, sino que soporta avalanchas de fanáticos y gratifican­tes ingresos.

Todos los visitantes, como si cumplieran con un ritual, pasan por el Shire´s Rest, un café donde venden la réplica del legendario anillo y donde están los guías que acompañan este viaje y explican cómo se creó esta locación, una de las 100 que usó Jackson, pero la única que perdura.

Las otras fueron desmantela­das y sus escenograf­ías, destruidas para proteger la propiedad intelectua­l.

Ingresar a la aldea de los pequeños seres de orejas puntiaguda­s, cuerpos rollizos y empeines velludos, es transitar por los escenarios de las películas.

Ese territorio se llama La Comarca y allí, sobre una colina, está el “Árbol de la Fiesta”.

Los guías prometen que los llevarán por los campos de las épicas batallas, lugares donde sólo se escuchaban los ruidos de los caballos y el cruce de las espadas.

Y cuentan que los orígenes de los hobbits se pierden en lo que el autor llamó “Días Antiguos”.

Tolkien imaginó que los hobbits venían de los Valles del río Anduin y que llegaron a La Comarca a mitad de la Tercera Edad del Sol.

Allí vivieron en paz hasta la Guerra de los Anillos, cuando los invadió el mago Saruman el Blanco.

En el camino hacia la Colina hay casitas diminutas con jardines floridos y cercas donde se usó yogurt para que crezcan hongos.

También se pasa por los agujeritos hobbits y las grandes Cuevas de Waitomo, con estalactit­as y luciérnaga­s, a las que se baja con cuerdas para escuchar el eco del viento y el rumor del agua.

Luego se llega a Bolsón Cerrado, el hogar de Frodo y el viejo Bilbo, y al Campo de Fiesta donde éste celebró sus 111 años, para después conocer el molino y el puente de piedra y tomar una cerveza sin alcohol en el pub The Green Dragon.

Cerca de Hobbiton está el balneario termal de Rotorua, con sus sofisticad­os tratamient­os spa, que contrastan con las ancestrale­s costumbres maoríes y sus típicas comidas, como el hangi, que se cocina en la tierra humeante.

En este lugar son evidentes las fuerzas turbulenta­s que formaron las dos islas de Nueva Zelanda.

La tierra suelta su ira y del fuego profundo emanan vapores y un profundo olor a azufre.

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