Es de Médanos, sobrevivió a la AMIA y hoy sufre en Israel
Javier Miropolsky tiene 46 años y trabajaba de empleado administrativo en el área de servicio social en el cuarto piso de la Asociación Mutual Israelita Argentina, en Pasteur al 600.
Javier Miropolsky tiene 46 años, nació en Médanos, estudió en Bahía y hoy vive en Israel. En 1994 trabajaba en la AMIA y estaba dentro del edificio cuando estalló. Fue uno de los 3 sobrevivientes de las 20 personas que se encontraban en el cuarto piso. Todavía tiene secuelas, de las que se ven y de las otras. Y cree que el fiscal Nisman es la víctima 86 del atentado.
Javier tenía un papel en la mano. Estaba listo para ir a hacer el trámite que le había encomendado su jefe, Ramón. Antes de salir de la oficina, se asomó por la puerta. En ese instante, los vidrios estallaron y quedó sepultado bajo kilos y kilos de escombros.
—Ramón, me quedó pendiente el trámite que me pediste—bromeó.
—Ahora vas a ir, tranquilizate.
Javier Miropolsky —hoy 46 años, 23 aquel día— trabajaba de empleado administrativo en el área de servicio social en el cuarto piso de la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA), en Pasteur 633.
El 18 de julio de 1994 un coche bomba explotó en la sede, provocando uno de los mayores ataques terroristas en el país, dejando 85 personas muertas y 300 heridas; entre ellas, Javier.
El es de Médanos, pero vivió el fin de la primaria y toda la secundaria a 45 kilómetros, en Bahía Blanca. A los 18 años se fue a la Capital Federal. En marzo de 1990 entró a trabajar en la AMIA.
Fue un antes y un después
Javier se dio cuenta de todo, estaba consciente y al instante relacionó lo que le pasó con el furgón cargado de explosivos que estalló frente al edificio de la Embajada de Israel en 1992. Él pensó que podía ocurrir otro atentado, pero no en su lugar de trabajo.
Sus padres, sus amigos, sus seres queridos, todos pasaron por su cabeza. Ellos sabían que algo había pasado y a Javier le desesperaba no poder avisarles que estaba bien, que estaba vivo.
Gritaba para que lo escuchen, gritaba para que los bomberos sepan dónde estaba, aunque ni él sabía a qué lugar había ido a parar. Javier podía respirar por un hueco que estaba liberado de material, el hueco que lo comunicaba con el exterior.
Cinco horas tardaron los rescatistas en sacarlo de abajo de todo ese peso que le aplastaba el lado derecho de su cuerpo, de su metro ochenta. Para él todo pasó muy rápido y sólo pensaba en sobrevivir: “Vos vas a salir de esta, no te vas a morir”, se decía a sí mismo para calmarse.
Medio cuerpo inmóvil
Javier pasó 10 días en la habitación 3.512 del Hospital Fernández. De la terapia intensiva a la intermedia. En el medio hubo análisis, tomografías y radiografías.
Los médicos le diagnosticaron “síndrome de aplastamiento”. Su circulación estaba cortada, su sangre no corría, sus músculos y nervios estaban resentidos. Javier no podía mover su mano derecha y los médicos creyeron que debían amputarle su pierna derecha.
Después de innumerables operaciones y curaciones, le salvaron la pierna. Su mano, en cambio, no pudo moverla por un tiempo.
Fueron días difíciles. Sobre todo el tercero. Aún recuerda que fue la primera vez que lloró después de lo ocurrido. Un compañero sobreviviente había ido a visitarlo y le dijo que había compañeros que aún no habían encontrado. Ese compañero le contó lo que su familia y amigos le estaban ocultando.
Volvió a trabajar después de un año y medio de recuperación, pero nada fue lo mismo: su cuerpo estaba recuperado, pero sus compañeros, sus amigos, ya no estaban. Habían sido masacrados.
De las 20 personas que estaban en el cuarto piso del edificio, sólo sobrevivieron Javier, su jefe Ramón Gutmann, y una mujer.
El después de su vida
Javier hoy vive en Israel. La pierna derecha está debilitada, aunque si no comenta lo que le pasó, nadie se da cuenta. Tapa sus cicatrices con la ropa, busca bermudas largas, tiene el cuerpo marcado. Su mano derecha, por cierto, ahora se mueve.
Entre deseo y realidad, hay una distancia, pero Javier
Para él, Nisman es el asesinado número 86: "No puede ser que la gente piense que fue un suicidio; eso no me lo creo".
quiere que se haga justicia aunque la frustración le hace pensar que hay pocas chances.
Para él, el fiscal Alberto Nisman es el asesinado número 86: "No puede ser que la gente piense que fue un suicidio; eso no me lo creo".
En Israel se siente como en casa. Ver gente que sufrió lo mismo que él y cómo sus his- torias continúan, le permite reacomodar su cabeza. Aún no sabe por qué se salvó aquel 18 de julio, pero entiende más de la vida: sólo se trata de seguir.