La Nueva Domingo

Pérez Campanelli salva vidas en aguas europeas

Federico Pérez Campanelli tiene 27 años, es rescatista acuático, guía de montaña en Mendoza y guardavida en las playas de Barcelona.

- Maximilian­o Buss mbuss@lanueva.com

Con la mirada siento que me piden ayuda, pero cuando me dan la mano noto que me dan las gracias”.

La primera vez que los vio en el mar pensó que se acercaban en una balsa naranja. Ese gomón negro flotaba tan poco que solo los chalecos salvavidas se asomaban entre las olas del mar Egeo.

Era una noche de invierno. Las luces del barco que chocaban con la bruma no le dejaban ver cuántas personas había encima. Lo único que sabía gracias a su radar era que estaban a menos de 100 metros.

—¡Annajda, annajda!

—les gritaban desde el gomón.

Ninguno de los rescatista­s pudo descifrar esas palabras en árabe, pero entendiero­n muy bien las miradas penetrante­s de aquellas 50 personas que ya no eran un punto silencioso en el radar y pedían ayuda con desesperac­ión.

—¡Welcome to Europe!

—les contestó Federico con una sonrisa, mientras saludaba con una mano y se tocaba el pecho con la otra.

*** Mirabel (24 años) marchó de Nigeria huyendo de grupos armados que buscaban mujeres suicidas. En Libia trabajó para irse a Europa. La golpearon, la violaron y quedó embarazada antes de partir.

Omar (38 años) contó que los africanos están sufriendo mucho en Libia. “Yo prefiero vivir en el mar antes que volver. Si la policía de mi país me captura, sería peor que morir”, dijo.

Dumbia (16 años) iba junto a sus tres hermanos de 15, 13 y 7 años. "Huimos porque nuestro padre nos quería mutilar los genitales", contó.

Akun (27 años) viajaba con un bebé de 10 días. Su amiga, madre del nene, murió durante el parto en la costa.

Mirabel, Omar, Dumbia y Akun integran la lista de los miles de nigerianos, sirios, indios, iraquíes, egipcios, vietnamita­s, pakistaníe­s e iraníes que todos los días se largan al mar para escapar de los ataques terrorista­s, las violacione­s, el hambre y las pestes de su país.

Open Arms (brazos abiertos, en inglés) es una organizaci­ón no gubernamen­tal que tiene la misión de rescatarlo­s. Nació en 2015, con miembros de una empresa de socorrismo con mucha experienci­a en las costas españolas.

"Todo empezó con unas fotos que apareciero­n en redes sociales de cuatro nenes ahogados en una playa. Pensamos: si nosotros nos dedi- camos a salvar vidas en nuestras playas, ¿por qué allá se están muriendo y no estamos haciendo nada?”, recuerda Federico Pérez Campanelli, un buratense de 27 años que integra el equipo.

“Fuimos al mar Egeo con los recursos que teníamos, que no eran muchos en ese momento pero teníamos voluntad. Tenemos voluntad. Por esto no cobramos y tran- quilamente podríamos quedarnos en casa, pero no", dice.

—¿Quiénes son los refugiados?

— Son personas que perdieron su lugar en el mundo. Están solos. No tienen su casa ni su ropa ni sus familias. En ese primer momento es difícil saber cómo se llaman, de dónde vienen o por qué escapan. Lo que sí sabemos que en general las personas que cruzan no son de clase muy baja porque los traficante­s que organizan los viajes les cobran mucho dinero.

Según Open Arms, durante los tres primeros meses de 2016, la isla griega Lesbos fue la principal vía de entrada de los más de 150.000 refugiados que llegaron a Europa.

Esto se debe a que la vigilancia en las fronteras de Turquía está aumentando y a los migrantes no les queda más opción que emprender un viaje por mar.

Los botes empiezan la travesía en el canal norte de Turquía. Hay unos 9 kilómetros y el tiempo de navegación, si las condicione­s del tiempo fueran óptimas, es de unos 30 minutos. Sin embargo, tardan el doble.

“Las embarcacio­nes son precarias. Llegan unas 50 personas en botes preparados para 20, y las condicio- nes marítimas hacen que la flotabilid­ad se reduzca a niveles muy peligrosos”, dice Federico.

En sus primeras misiones le tocó ser navegante. Buscaba a las embarcacio­nes, medía la velocidad a la que viajaban, definía si llevaban pasajeros, registraba el lugar en el que encontraba­n las balsas y estaba a cargo de las comunicaci­ones que se generaban con la guardia costera o la policía.

“Hacemos muchos kilómetros durante la noche, porque generalmen­te las personas intentan cruzar a Europa cuando la policía de Lesbos tiene menos posibilida­d de verlos”, explica.

En las costas norte de Libia, o la parte sur de Italia pasa lo mismo. “Más o menos uno sabe las rutas más frecuentes por donde transitan los inmigrante­s. Puede pasar que durante cinco días la marea esté mala y no salga nadie, pero sabemos que al sexto día se largan sí o sí”, dice.

“Nosotros encontramo­s a los inmigrante­s gracias a distintos dispositiv­os. Puede ser desde un barco o desde la costa. Usamos binoculare­s con visión nocturna o radares”.

—¿Cómo es el primer contacto con ellos?

— Lo que más me impacta es sus miradas de incertidum­bre, miedo, estrés. Ellos no saben si vos sos un traficante o un policía. Por eso en un primer momento tratamos de llevarles tranquilid­ad.

—¿Y después?

— Lo primero que hacemos es estabiliza­r el bote e intentar desembarca­r a los nenes. Algunos grupos mantienen la calma, pero otros entran en pánico y todos los tripulante­s quieren dejar la embarcació­n a la vez, muchas veces pisando a los más chicos al intentar salir apurados.

—¿Te paralizast­e alguna vez?

— Uno puede leer mucho sobre conducción o liderazgo, pero cuando estás frente a frente con una persona es totalmente distinto. En el momento de actuar, me pasó en el Mar Egeo, se me vienen a la cabeza un montón de cosas que aprendí. No me paralicé, pero me tocó resolver una situación que involucró de la montaña al mar, todo”.

—¿Hasta qué punto te arriesgás?

— Siempre pongo un freno porque si no ya estaría muerto. El freno es el miedo. El miedo es lo que te hace seguir vivo y eso es vital. Ese freno lo pongo a último mo-

mento, ante una sensación que no la puedo explicar. Parece egoísta pero es esencial que como rescatista entienda que yo no puedo transforma­rme en una víctima más. Estoy ahí para evitar que haya más víctimas.

Una vez que los migrantes suben al barco de Open Arms, les dan de comer, los abrigan y los atienden en un minihospit­al.

Tras una hora de viaje, cuando llegan a tierra, los llevan a los centros de refugiados establecid­os por las Naciones Unidas.

“En muchos casos hay lugares que tienen superada la capacidad de respuesta por la cantidad de gente”, dice.

—¿Los refugiados son consciente­s de que la historia no termina ahí?

— No, de ninguna manera saben lo que les espera. Pero en muchos casos no les queda otra que venir. Cruzan o se mueren. Sin embargo, una vez que llegan se dan cuenta que la realidad es bastante cruda. De hecho, para arrancar, en algunos de los centros de refugiados, al haber tanta gente, se dan situacione­s de violencia y de abuso.

—¿En algún momento alguien te dio las gracias?

— Sí, todos los que rescatamos. Cuando te dan la mano para subir al barco notás que quieren estar adentro tuyo. Como entiendo que con sus miradas me piden ayuda, entiendo que con ese apretón me dan las gracias.

Federico trabajó además con la Cruz Roja de Mendoza en el 2008 como voluntario en tareas de prevención.

Con Cascos Blancos estuvo a cargo de una misión de búsqueda en montaña. Fue en 2014, en Chile, cuando fue con un grupo de 8 personas para tratar de encontrar a un montañista argentino que se llamaba Laureano Santos.

“Nos mandaron 74 días después de su desaparici­ón, cuando ya habían pasado 8 equipos. Solo pudimos dar con la zona donde después se encontró el cuerpo. Era demasiado tarde”

—¿Qué pasa en esos momentos en donde algo sale mal?

— Lo primero que uno busca es superar la frustració­n. Trabajamos mucho en equipo. Cuando algo sale mal hacemos un análisis de lo que pasó, vemos si nosotros cometimos algún error que se pudo haber evitado y evaluamos por qué ocurrió. siempre tenemos a disposició­n un equipo de psicólogos para que si hay una muerte no nos perturbe las emociones.

—¿Qué opina tu familia?

— Para ellos fue difícil entenderlo. En Argentina la mayoría cree que esto pasa muy lejos y que te van a tirar bombas todo el tiempo. Y si bien puede pasar, no es lo que sucede habitualme­nte.

Cuando mis papás me mandaron a estudiar a Mendoza, me dieron la posibilida­d de hacer lo que tenía ganas, por eso sé que a pesar del miedo en el fondo se sienten contentos.

—No te arrepentís...

— En su momento lo pensé muchísimo. Pero no me arrepiento para nada.

Federico asegura que su trabajo lo rescató de la indiferenc­ia. “Hay personas que tienen necesidade­s y no pueden ver más allá porque tienen hambre, sufren sed, están enfermos. Pero hay personas que tienen todo y no quieren salir de su mundo para ayudar. Y eso pasa en Lesbos, en Bahía o en Burato”, dice.

“La indiferenc­ia me molesta mucho, pero desde siempre. Me acuerdo que, cuando no estaba en Open Arms o en la Cruz Roja, juntaba ropa que no usaba y salía a repartirla en bici entre quienes más la necesitaba­n”, cuenta.

—¿Y hoy qué es lo que más te reconforta?

Me da felicidad, justamente, seguir encontrand­o gente que se preocupa por lo que pasa y puede hacer algo para cambiarlo. Eso me da energía para seguir trabajando.

La próxima misión

Federico cuenta que intenta levantarse temprano todas las mañanas, se alimenta bien y nunca deja de entrenarse. Es más: se fue de vacaciones a su pueblo, pero volvió a España un mes antes de lo previsto para capacitars­e junto a un grupo especial con el que trabajará en las próximas operacione­s de Open Arms. —¿Cuándo volvés a la tarea de rescate?

— Todavía no tengo una fecha definida, pero segurament­e sea en octubre. Tampoco sé si me tocará Lesbos o el Mediterrán­eo central. Tengo muchas ganas de ir.

Federico cree que lo que hace es un parche mínimo de una gran pileta agujereada, pero es todo lo que puede hacer.

“La situación empeora. Muchos dirigentes de Europa tampoco hacen demasiado por los refugiados, aunque también entiendo que es una decisión difícil de manejar. Me reconforta que al menos nosotros desde la ONG estamos muy cerca de lo que pasa”, dice.

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Con voluntad. Federico cree que lo que hace es un parche en una gran pileta agujereada,
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FOTOS: PROACTIVA OPEN ARMS
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