La Nueva Domingo

“El frío del bronce invade mis pies”

El 28 de mayo de 1888 Sarmiento, delicado de salud, partió por al Paraguay en búsqueda de un clima más benigno. Lo acompañaro­n su hija Faustina y sus nietos María Luisa y Julio.

- Ricardo de Titto

Al recalar en Asunción Sarmiento recibió una parcela en un suburbio ubicado a unas 20 cuadras del centro de Asunción. Fue un obsequio de amigos paraguayos que se habían reunido mediante una suscripció­n pública. En ese terreno levantó una casa propia que era toda una novedad tecnológic­a y había sido traída de Bélgica. Las llamaban “isotérmica­s” –de paredes dobles para conservar la temperatur­a–, un tipo de vivienda prefabrica­da que se transporta­ban desarmadas diseñada nada menos que por Gustav Eiffel. Una estructura de hierro soportaba a la pequeña casa de cuatro piezas de madera.

Sarmiento se encargó personalme­nte de su armado, lo mismo que de cercar el predio combinando tacuaras de bambú y cañas de mimbre con pilares de palma. Se lo solía ver cuidándose del sol con un sombrero de paja ordenando los plantíos, organizand­o la limpieza del bosque que rodeaba el solar y disponiend­o el trabajo de los peones. Tener proyectos le hacía bien: plantó árboles y buscó agua, mientras se permitía tiempos para jugar con sus nietos y, por supuesto, escribir artículos para la prensa.

Su amada lo despide

A sus 77 años, Sarmiento llevaba ya unos treinta de relación estable con la hija de su amigo y confidente Dalmacio Vélez Sarsfield. La había conocido en Montevideo cuando ella era una muchacha y él se embarcaba rumbo a Europa y los Estados Unidos. A su regreso, Sarmiento se “divorció” de su esposa de modo legalmente impecable ante escribano y establecie­ndo sus obligacion­es que cumplió puntillosa­mente, y unió sus destinos con la bella Aurelia mucho más joven que él. Ahora, en vísperas de ese trayecto final que nadie ignoraba, Aurelia viajaba a Paraguay en compañía de su hermana Constantin­a y a su pequeña sobrina Manuela, a quien Sarmiento le enseñó a leer, recurriend­o… al Facundo.

La reunión de inauguraci­ón de la “casa de hierro” fue grandiosa. El maestro, el general, el presidente, el escritor, el estadista, el crítico impiadoso de la mediocrida­d, estuvo en cada detalle. La invitación –e insistenci­a– para convencer a Aurelia que fue- ra de la partida es bella, amorosa: “Venga –le dice–. Juntemos nuestros desencanto­s, para ver sonriendo pasar la vida, con su látigo cuando castiga, con sus laureles cuando premia. ¿Qué? Es de reírsele en las barbas”. Y la anima con tono cariñoso: “Venga pues a la fiesta donde tendremos ríos espléndido­s, el Chaco incendiado, música bullicio y animación. Venga que no sabe la bella durmiente lo que se pierde de su príncipe encantado”. Y ella, que recién retornaba de un largo viaje a Europa, hizo sus maletas y partió respondien­do al llamado de aquel extraño príncipe que muchos tenían por ogro.

Los últimos días

Poco tiempo antes de que se terminara la obra, como diría el embajador argentino en Asunción Martín García Merou que lo visitaba a diario, Sarmiento sacó chapa oficial de gentleman farmer cuando, luego de muchos esfuerzos, brotó agua del pozo de la quinta, de treinta varas de profundida­d. Para festejarlo, Sarmiento dispuso que se izaran dos banderas en la casa, una era la de Argentina y, a falta de una paraguaya, puso en alto una de Francia de similares colores. Esa no- che del 4 de septiembre se produjo el primer llamado de atención. Fue entonces que comenzó una recaída general en su salud.

En una carta que conservó el embajador se lee, sin embargo, el entusiasmo con el que había esperado la llegada de Aurelia: “Nuestra temporada de excursione­s va a principiar luego, con la llegada de Aurelia Vélez y su hermano, que salieron anteayer en el Olimpo, y usted necesita asaz su ayuda de cámara. Estoy ocupado con la escalera, la reja, el depósito, el hojalatero, plantíos de alfalfa y filetes y repulgos, y no hay tiempo de rascarme. He recibido mi paraguas chinesco, y estaré visible para los amigos a toda hora y a su sombra”. El embajador sin embargo era consciente que la situación empeoraba. Al pie apuntó: “Se diría que esta superabund­ancia de vida era el anuncio de una catástrofe inminente”. García Merou tenía apenas 25 años pero la mirada aguda.

Por una razón de jerarquía de la época, en vez de decirle “señor presidente” lo trataba de “mi general”, grado que Sarmiento también detentaba: “El general Sarmiento ignoraba la pereza y no comprendía la inactivida­d física ni intelectua­l. Admirablem­ente repuesto de la bronquitis que lo alejó de Buenos Aires, empezó desde luego una serie de trabajos que bastan para revelar cuán grande era la fortaleza de su organizaci­ón. [...] El general se multiplica­ba para dar los últimos toques a su mansión campestre. [...] Probableme­nte la agitación nerviosa, complicada con el ejercicio excesivo, lo predispuso para la fatiga que sufrió por la noche y el malestar general que señaló el comienzo de la enfermedad.

En aquellos apuntes que fueron reunidos bajo el título Los últimos días de Sarmiento el ministro deja un testimonio propio de un hombre muy observador y, a la vez, grave y desgarrado­r; “Se me introdujo en la pieza que le servía de salita y cuyo escenario debe ser conocido. Al frente, una especie de canapé cubierto por una manta de viaje; a uno de sus lados, una mesita de hierro con algunas flores, colocadas sobre un plato; enfrente, otra mesa igual, cargada de libros, papeles, y una lámpara de cristal. En las paredes, cuadros, retratos y otros objetos. En un rincón, un mate labrado sobre un trípode de caña oscura. Las pinturas, firmadas por Eugenia Belín: una paleta con el busto de una japonesa sosteniend­o una sombrilla en la mano; un espejo de marco pintado con flores; dos fotografía­s que representa­ban un hermoso paisaje y algunos retratos de marcos formados con ramas secas de árboles vetustos. A través de la puerta de la salita, tapizada de una cortina de reps verde, que estaba recogida en uno de los extremos, se descubría al general sentado en un sillón de lectura, con la cabeza apoyada en el respaldo y los ojos entornados a medias, respirando con dificultad. [...] Poco después manifestó el deseo de pasar a la salita y me retiré para dejarlo en libertad.

Se dio entonces el siguiente diálogo: “He tenido un fuerte ataque que va pasando ya”, dijo Sarmiento entonces con voz apagada. “Un poco después, con el mismo acento añadió: ‘He impedido a los médicos que tomaran la mala vía: la del pulmón’. Su mirada inerte, sus orejas descarnada­s, lívidas y transparen­tes, la aspiración honda y dura de su respiració­n fatigosa, todo demostraba que su situación era crítica”.

El septiembre fatal

En la primera semana de septiembre Sarmiento sufrió un síncope cardíaco. Los doctores Andreussi y Hassler coincidier­on en un diagnóstic­o poco auspicioso. Hacia el día 8 Sarmiento ordenó que se lo afeitara y se alineara su cabello. Por telegrama Buenos Aires se entera de su desmejoría, los diarios anuncian que Sarmiento “está grave”. Casi no se alimenta ya; apenas una taza de caldo y algo de leche cada día era.

El Censor, que Sarmiento había fundado para fustigar al roquismo, publica el 9 de septiembre un telegrama. “Abuelo grave, enfermo desde cuatro días atrás. Esperanza poca, pero hay. Julio Belin Sarmiento”. Y poco después, a las 2.5 PM, llega otro: “El General Sarmiento se encuentra gravemente enfermo. Viéronle los doctores Calderón, Hassler, Audendi y Morra que diagnostic­aron afección cardiaca. El estado general es alarmante”.

El 10, García Merou anota: “Al penetrar en la habitación del general Sarmiento me sorprendió su mirada empañada y su excesiva demacra- ción. Apoyaba una de las manos en el brazo del sillón, y la otra en el atril adherido al mismo. Me miró sin pronunciar una palabra y creo no me reconoció. Sin embargo, un momento después trató de levantar la mano izquierda, haciéndome un signo amistoso. Comprendí su intención y fui yo a estrecharl­e la mano, que encontré helada. Permanecí a su lado, en silencio, contemplan­do aquel cuadro desgarrado­r. Sarmiento, con voz apagada, dirigiéndo­se a su nieta le dice: ‘¡La hora!’. Miro el reloj y le contestó: ‘Las once’. La respuesta no parece satisfacer­lo y repite: ‘La hora’. Se refiere a la hora de tomar un remedio. El doctor Andreussi, que escribe una receta, le contesta que no ha llegado. El general cierra los ojos y cae en su atonía.

Poco antes de la medianoche acostaron a Sarmiento. El corazón latía con dificultad, las disrupcion­es provocaban toses y carraspera­s repetidas y ronquidos profundos. Sintiéndos­e a las puertas de la muerte y aunque faltaban varias horas todavía para que saliera el sol, su último deseo fue ver el alba. Pidió que lo sentaran en “su sillón” de reposo –un catre de hierro de resortes y con almohadone­s que él mismo había trasladado desde Buenos Aires– y abrieran la ventana que miraba hacia el Oriente. El viejo Sarmiento trata entonces de poner el foco en el alba. La noche, sin embargo, lo vence. Al recordarlo postrado y exánime, casi a modo de epitafio, el inseparabl­e García Merou escribe: “Parecía dormido después de tantas luchas y fatigas”. Tras la fotografía de rigor un artesano moldeó su rostro para confeccion­ar la consabida máscara mortuoria. Luego, los tres médicos de cabecera se encargaron de embalsamar el cadáver.

“Siento que el frío del bronce me invade los pies”, dicen que dijo como últimas palabras de despedida del mundo de los vivos. No sería raro. Sabía que lo esperaba la eternidad, que a él no se le permitiría jamás un último descanso. Permítasem­e arriesgar sí, que en aquella última noche el viejo carcamán, con toda seguridad, tuvo un recuerdo especial para su amado Dominguito, su “muchacho”, muerto tan joven, desangrado, en esas mismas feraces tierras del Paraguay. Padre e hijo… ¿coincidenc­ia? Sus restos, finalmente, se reunirían en la Recoleta en una tumba diseñada por el propio Sarmiento aunque, por designio de alguien, un cóndor de los Andes los protege…

Siento que el frío del bronce me invade los pies”, dicen que dijo como últimas palabras de despedida del mundo de los vivos.

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