La Nueva Domingo

Yacutinga, refugio de paz en la selva de Misiones

Luego de publicar su libro Viaje a Misiones en 1889, el naturalist­a Eduardo Holmberg dijo: “Volvería sólo para ver sus árboles”.

- LUGARES QUE DEBEMOS CONOCER Corina Canale corinacana­le@yahoo.com.ar

Un enjambre de mariposas de colores nos atrapó en el camino hacia la Reserva Privada Yacutinga. Una se posó en el brazo de una colega. Pude fotografia­rla. Hacia adelante el camino de tierra colorada semeja una herida en la espesura verde de la selva subtropica­l de Misiones.

En esa media tarde de agosto, en que atravesamo­s el Parque Nacional Iguazú, el sol se filtraba entre la fronda y rebotaba en los claros. Pero nada es aquí definitivo; el sol sale y se esconde y cuando se esconde el cielo ennegrece y los aguaceros parecen infinitos. No lo son; nos regalan un amplio arco iris. Asistimos al morir y al renacer.

Vamos hacia lo que soñó Otto Viedler, un alemán que llegó al El Dorado y que logró plasmar su sueño con Carlos Sandoval, un cubano que sabe vivir en la Patagonia árida y la exuberanci­a de la selva. El universo los cruzó.

“El tatú era un mamífero diurno que ahora sale de noche por temor a los hombres, los grandes depredador­es”, nos cuenta Diego, el guía, y nos señala las huellas que el animal va dejando, en soledad, siempre en los mismos senderos. Como el yaguareté su superviven­cia peligra.

Dejamos atrás el parque y pasamos por Comandante Andresito, con su monumento a quien fue el primer gobernador surgido de los pueblos originario­s. El Guacurarí se muestra desafiante, lanza en mano. El sol platea las hojas de las largas plantacion­es de yerba mate.

Con el astro amarillo en fuga llegamos al que fue el pri- mer lodge de la selva misionera, en una península que se adentra en el Iguazú, un río de costas pobladas de enredadera­s. Allí, la filosofía es “no alterar la armonía natural del bosque”.

Nos reciben Claudio, el anfitrión, y Ari, la “profe” de lo último que incorporó Yacutinga: el yoga. Con ella subimos al amanecer a la Torre de Meditación, en la copa de los árboles, atravesand­o un bamboleant­e puente colgante. Para el Hatha Yoga del atardecer Ari elige el Campo de los Colibríes; allí nos equilibra, intenta aquietar nuestro turbulento interior escuchando el trino de las pequeñas aves.

En los albergues, 20 cabañas de 54 plazas y “Yatri”, una suite especial, todo es de madera. Para los que venimos de las grandes urbes no es fácil, en soledad, encontrars­e nada menos que con uno mismo. Sin red.

En esos albergues no hay teléfono, televisión, diarios y tampoco wi-fi, cuya señal sí llega a la Casa Grande. La cabaña: tiene calefacció­n, camas mullidas y ducha caliente. Pero el silencio aturde y los ruidos de la selva son tan raros como inofensivo­s.

Allí conocimos a Saúl Antúnez, de Oberá, que está en el lodge desde los comienzos en 1998 y la apertura del 2000. Es un artesano de la madera; la madera vino en su ADN. Solo usa la de los troncos caídos y la de las ramas que el alto dosel vegetal expulsa. Todo lo de madera lo hizo él. Todo.

Con Saúl caminamos escuchando a los bailarines, pájaros que siguen a los monos carayá, porque donde canta el bailarín hay monos. Imita su canto y los monos acuden, saltan como poseídos. Nos confía que aún sigue buscando huellas de cazadores furtivos para denunciar- los. De los que buscan la carne de los venados y las corzuelas.

Nos habla de la lucha de los árboles y de las plantas por alcanzar la luz, en la que el timbó y el palo rosa crecen tanto que sólo los alcanza el vuelo de los jotes. La lucha por la luz y el sol entre el palo borracho, el guatambú, el canelo y los palmitos es despiadada.

Los grandes traidores de la selva son el Guapoy, la endemoniad­a higuera estrangula­dora que se enrosca en los troncos y los asfixia. Y una especie de ficus maldito que se prende en la corteza de los inciensos con paciencia infinita. Puede tardar entre 15 y 150 años en matarlos.

Mirando las flores pequeñas y los helechos, y atentos a los monos, iniciamos la remada en kayack por el arroyo San Francisco y el río Iguazú. Nos sigue el canto y el vuelo sereno de los surucua, los pájaros que vuelan siempre en pareja. Por allí también andan los carpinteri­tos color canela.

Saúl nos muestra una pitinga, la más chica y hueca de las cañas, con la que se toma el agua cristalina que esconde la ortiga brava, perforando su corteza. Así regresamos por la húmeda hojarasca de los senderos Tapir y Guazú; nos esperan las delicias que prepara el chef Marcelo González.

La Casa Grande es ecléctica. Colores fuertes en las paredes, esculturas, cuadros, una biblioteca y las escaleras que llevan al comedor donde hay dibujos de Molina Campos y del techo cuelga en pliegues una tela oscura que el viento mueve. A veces parece que todo está combinado, raro pero bien. Lo que percibí es que hay fuertes energías allí reunidas.

También están en el bar El Hornero, donde a la noche, en un fogón a leña, Saúl nos regala la ceremonia del mate cocido. Quema hojas verdes, las machaca, las hierve en un caldero y le agrega azúcar quemada. Luego, con sus manos, toma brasas ardientes y las echa adentro, junto con agua fría. Entonces la deliciosa infusión suelta su aroma dulzón. De regreso a las cabañas, antorchas y velas marcan el camino.

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