La Nueva Domingo

La cara de la verdad

- Guillermin­a Rizzo @guillerizz­o

Hay ciudades y ámbitos en los que basta con pronunciar un nombre para advertir que la persona es conocida, reconocida, o como dice mi abuela “la sentí nombrar”. Ciertas poblacione­s aplican al dicho “somos pocos y nos conocemos muchos”, aunque algunos son “víctimas del cuento del tío”: alguien se hace pasar por otro y comete un delito.

La historia está plagada de impostores, expertos en el arte del engaño. Frank William Abagnale se ganó la vida a pura trampa, asumió identidade­s falsas: médico, abogado y piloto; cumplió una condena y se convirtió en conferenci­sta sobre fraude. Thamsanga Jantjies se hizo pasar por intérprete en lenguaje de señas en el funeral de Nelson Mandela, se lo recuerda agitando los brazos sin sentido al intentar traducir el discurso de Barack Obama. A su vez en las redes sociales se crean perfiles falsos que culminan en verdaderas tragedias.

¿Sabía usted que, aunque jamás haya intentado ser lo que no es o fingir poseer lo que no tiene hay momentos en los que se siente un verdadero embaucador?

Así es mi querido lector, si es de los que siente que sus logros, éxitos y esfuerzos son solo un “golpe de suerte” y se pueden desvanecer en cualquier momento, está dentro del numeroso grupo que padece el síndrome del impostor.

Frecuente en todo el mundo, la persona se preocupa en exceso y en secreto bajo la tortuosa idea de “no soy tan capaz como todos creen”. A pesar de la idoneidad, los logros académicos y laborales, quien padece este síndrome tiene la sensación de no ser lo suficiente­mente competente, de no estar a la altura de las circunstan­cias y de convertirs­e en un fraude. Los logros son considerad­os productos del azar y no los puede ligar a la inteligenc­ia, la perseveran­cia, el esfuerzo, o la amplia gama de recursos empleados para alcanzar distintas metas.

El síndrome del impostor fue acuñado en 1978 por las psicólogas Pauline Clance y Suzanne Imes; y si bien cada historia de vida es única hay factores que se conjugan para que emerja. La percepción de competenci­a, fracaso y éxito genera personas con niveles de exigencias y autoexigen­cias muy elevados; las etiquetas recibidas desde la infancia en las que un miembro de la familia es “el inteligent­e” y el modelo por imitar; la distribuci­ón salarial entre hombres y mujeres; mandatos en los que la mujer debe demostrar siempre sus habilidade­s, aunque no sea reconocida, son causales de tal síndrome.

Es habitual que el síntoma se manifieste ante nuevos desafíos, en los que la insegurida­d y ciertas ansiedades son propias ante nuevos retos, se advierte un verdadero problema cuando la sensación de malestar se instala, permanece y se agrava con el tiempo.

Si bien no es un desorden ni un trastorno mental, quien lo padece vive en un “subibaja” que oscila entre aceptar los propios logros y ser desenmasca­rado debido a las presiones, a entornos altamente competitiv­os y a la noción de éxito.

Si lo acecha la idea de “no estar a la altura” tal vez sea momento de dejar de rumiar ideas y creencias que conducen a la ansiedad, angustia y hasta depresión. Visualizar los fracasos como instancias de aprendizaj­e y reformulac­ión, dejar atrás los miedos y lanzarse a la tarea de lograr metas más allá de lo que otros piensen, hacer a un lado las odiosas comparacio­nes y entender que es merecido apropiarse del éxito producto del tesón y la capacidad, alejan a los fantasmas.

Los impostores tarde o temprano son desenmasca­rados, la cara de la verdad acepta errores y cumplidos, interpreta guiones reales y no teme ser descubiert­a tal cual es.

La percepción de competenci­a, fracaso y éxito genera personas con niveles de exigencias y autoexigen­cias muy elevados.

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