Domingo. Turismo
Bajo el tibio sol de septiembre
de Salvador Dalí, se recorta, majestuoso, en la amplia rambla que se extiende entre los elegantes muros del Chateau Frontenac y el Río San Lorenzo. Estamos en la ciudad canadiense de Quebec.
En pocos días más, la exposición “Picasso, Dalí y Riopell” habrá seguido su derrotero por el mundo. Esta pieza escultórica es la única que está fuera del hotel más fotografiado del mundo.
Los elefantes de patas largas, como de arañas o jirafas, son recurrentes en la obra del artista español del siglo XX, uno de los máximos exponentes del surrealismo, quien revirtió el concepto de fortaleza de los elefantes y los convirtió en criaturas frágiles.
“Estoy haciendo cosas que me hacen morir de alegría”, admitía quien nunca ocultó la influencia que sobre sus elefantes tuvo el de Gian Lorenzo Bernini, el maestro italiano del barroco, que con un obelisco sobre el lomo está en la romana Plaza de la Minerva.
Quebec tiene una parte alta y otra baja, a las que unen escaleras y un funicular.
Es la ciudad que aúna el mestizaje entre el Nuevo y el Viejo Mundo. La ciudad francófona de Canadá, país del Commonwealt regido por una Monarquía Constitucional en la que la Reina Isabel de Inglaterra ejerce el Poder Ejecutivo y el Parlamento el Legislativo.
En el San Lorenzo, río al que iluminan al anochecer las luces de los cruceros, vienen a alimentarse en el verano las ballenas jorobadas y las exóticas ballenas azules.
Lo descubrió, en 1535, el navegante bretón Jacques Cartier, que exploraba un golfo. Y fue allí donde el 3 de julio de 1608 el francés Samuel de Champlain fundó Quebec, vocablo que en la lengua algonquina significa “donde el río se estrecha”.
Champlain está considerado el “padre de la Nueva Francia”, a quien el Rey Luis XIII le confió las tareas de gobernador, no oficialmente por no ser noble.
El lago en la frontera entre Canadá y Estados Unidos lleva su nombre.
En esa porción de Francia, en la entonces aislada América de finales del siglo XIX, el gerente de la Canadian Pacific Railway, William Van Horne, construyó un hotel para sus acaudalados pasajeros, con un diseño del arquitecto neoyorquino Bruce Price.
Eligieron la arquitectura gótico-renacentista de los castillos franceses, con empinados tejados, chimeneas, buhardillas, torreones y altas torres, la central levantada en 1924.
El imponente hotel sobre una colina alta que domina el río Saint-Laurent cumplirá 125 años en 2018.
Desde el rey Jorge VI, la reina Isabel y la princesa Grace de Mónaco, hasta ChiangKai-Shek, Charles de Gaulle, Ronald
Reagan, Francois Mitterrand y Charles Lindberg se alojaron allí y Alfred Hitchcock lo eligió como locación de su film “
Fue, además, sede de las Conferencias de Quebec de la Segunda Guerra Mundial, entre Franklin Roosevelt, Winston Churchill y el pre- mier canadiense Mackenzie King.
La Place Royal, lugar fundacional de la ciudad, está rodeada de edificios de los siglos XVII y XVIII, y de la iglesia Nuestra Señora de las Victorias, que en esos tiempos se llamó L’Enfant Jesús.
Una iglesia con un altar que semeja una fortaleza y un barco que pende del techo. Para los quebequenses es el corazón histórico y espiritual de la Vieja Quebec amurallada.
Una ciudad para caminar por sus calles colmadas de flores, como la Sainte-Anne, que reúne bares, bistrós, cafés y restaurantes, además de boutiques y galerías de arte.
En ella recalan violinistas, dibujantes, artesanos y caricaturistas.
Cuando logró la Autonomía Política dentro del Federalismo Parlamentario Canadiense, en veinte años la ciudad de población pobre y muy religiosa desarrolló proyectos hidroeléctricos y avanzó en políticas públicas de salud y educación.
La brecha con los anglófonos se acortó tanto que la desigualdad y la violencia son apenas dos palabras. William