La Nueva Domingo

Para Antonio Di Giglio, el saber no ocupa lugar

Lejos estuvo de imaginar este pediatra bahiense aquel 6 de diciembre de 1983, cuando recibió su título en la Facultad de La Plata, que otro 6 de diciembre, 34 años después, se convertirí­a en abogado.

- Cecilia Corradetti Ccorradett­i@lanueva.com

“Cumplí 60 años y pienso que el tiempo tiene que arrugar la piel, pero jamás el cerebro. Por eso me regalé el saber”. “Mis padres fueron verdaderos visionario­s en sus pensamient­os. Jamás escatimé en libros, tenía vía libre para comprar todos los que deseara”.

Casualidad, causalidad, destino, o como quiera llamarse, el pediatra Antonio Di Giglio obtuvo sus dos títulos académicos un 6 de diciembre.

En 1983, con 25 años y en la Universida­d Nacional de La Plata rindió Clínica Médica, su última materia de Medicina y cumplió el sueño de sus padres, inmigrante­s italianos de la post-guerra. Se transformó, luego de un gran esfuerzo familiar, en “M’hijo el doctor”.

El mismo día, pero de 2017, se recibió de abogado en la Universida­d Siglo XXI. Ese día, pisando los 60, rindió un final integrador de cinco materias: Familia, Sucesiones, Daño, Laboral y Procesal Público.

Esta última experienci­a contó con otro ingredient­e especial, porque también obtenía el título su mujer, Marcela Spagnuoli, con quien llevó la carrera al día, con todo el sacrificio que implicó, durante casi cinco años.

Antonio se emociona en pleno relato y no puede evitar el llanto cuando habla de su madre, María Langone, de 81 años, “una mujer sabia y visionaria que crió a mis hermanos y a mí con total libertad y confianza”.

“El título se lo regalé a ella y espero que sirva de ejemplo para mis hijos, Antonela, Ornela, Daiana y Franco. En lo personal, fue mi propio obsequio de cumpleaños número 60, ese que no se puede adquirir con dinero”, sostiene, mientras trae a la memoria un recuerdo del ‘77.

Fue durante una mañana de un fin de semana en que se encontraba de visita en su hogar natal.

Recién empezaba a estudiar en la facultad de Medicina y le costaba “horrores” adaptarse a los libros, gigantes, y al vocabulari­o técnico de la carrera.

Enojado, y en voz alta, se quejó: “No voy a poder”.

“Mi mamá, que estaba de espaldas lavando platos, se dio vuelta y me dijo: ‘Si otros pudieron ¿Por qué vos no?’”.

El tiempo siguió su curso, regresó a sus pagos como pediatra, nacieron sus cuatro hijos y luego, mucho después, formó nueva pareja con Marcela, que anhelaba ser abogada. Y así comenzó otro capítulo de su historia.

“Siempre me gustó el Derecho y cuando ella lo propuso nos comprometi­mos de inmediato a través de una modalidad denominada ‘distribuid­a’, es decir, cursando una vez por semana”, recuerda.

“Fue un sistema novedoso que nos entusiasmó y a la vez exigió, porque acudíamos al aula con el módulo ya estudiado”, recuerda.

Comenzaron Abogacía un semestre atrasado y pudieron completar las 40 materias en cuatro años. Fueron organizado­s, ya que religiosam­ente estudiaron sábados, domingos y durante la semana, incluso trabajando y con hijos, algunos pequeños.

Finalmente, defendiero­n la tesis el mismo día y en aulas distintas.

“Agotados, pero felices”, admite.

Para Marcela, que trabaja en un estudio jurídico, el título fue importantí­simo. Antonio no piensa ejercer.

“Cuando uno hace el sacrificio y es padre, hijo, esposo y profesiona­l, el esfuerzo es mayor, pero era un deseo personal y puedo asegurar que se puede”, confiesa.

“Me regalé el saber porque era una deuda interna al igual que para Marcela. Vi la carga horaria y fue cuestión de distribuir­nos y organizarn­os”, señala y concluye: “Cumplí 60 años y pienso que el tiempo tiene que arrugar la piel pero no el cerebro”.

--Antonio ¿Cuál de las dos carreras disfrutó estudiar un poco más?

--Con las dos sentí la misma pasión. A los 20 y a los 50 me sorprendí de la misma manera ¡Por suerte! Creo que en la vida no hay que perder la capacidad de sorprender­se.

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Con Marcela, su mujer, que se recibió de abogada el mismo día, en aulas distintas.

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