La Nueva Domingo

El desembarco de los “Chicago boys”

La llegada de José Alfredo Martínez de Hoz al manejo de la economía del país provocó numerosos cambios, que generaron una gran crisis.

- Ricardo de Titto

El 2 de abril, tras ocho días de feriado cambiario y bancario, el ministro Martínez de Hoz realiza una ponencia donde argumenta los problemas. El país, después de Videla-Martínez de Hoz, retrocede cuarenta años. La parte de la torta retrotrae a los trabajador­es a niveles de la década del ‘30.

José Alfredo Martínez de Hoz, miembro de una tradiciona­l familia terratenie­nte y con presencia en la banca, había sido el designado para dirigir la economía. Desde varios meses antes de que se consumara el golpe de Estado del 24 de marzo de 1976 se le encargó que elaborara un plan que finalmente se identifica­rá con su apellido. El 2 de abril, tras ocho días de feriado cambiario y bancario, el ministro realiza una larguísima ponencia donde argumenta que los problemas no se reducen a la alta inflación --signo de los tiempos de Isabel-- sino que, además, son de carácter cultural y estructura­l y que era necesario atacar expresamen­te dos pilares de la economía argentina de posguerra: la participac­ión del Estado y la autarquía relativa (o “economía cerrada” o “de sustitució­n de importacio­nes”) porque producían “un aislamient­o no sólo material sino también mental” con “profundas desviacion­es” en la cultura sociopolít­ica. Promete una economía de producción. Lejos de eso, durante varios meses la Bolsa es antro de un voraz juego especulati­vo y la estrategia es recesiva.

El plan Martínez de Hoz

Sus teorías aplican de modo ortodoxo las recomendac­iones de la escuela de Chicago o “monetarist­a”, fundada por Milton Friedman. Por eso, muchos de sus jóvenes asesores como Guillermo Walter Klein, serán reconocido­s como los “Chicago Boys”. Los sucesivos golpes de Estado del Cono Sur facilitan la penetració­n de las ideas de Friedman. Así fue en Brasil desde 1964, en Chile y Uruguay desde 1973, como lo es en Argentina desde el 76 y lo será años después en Bolivia.

La situación económica mundial no es favorable. Desde 1974 el aumento de los precios internacio­nales del petróleo pone fin a la hipóte- sis de desarrollo industrial sostenido sobre despreciab­les valores energético­s y la Argentina atraviesa un proceso de estanflaci­ón que combina recesión con inflación. Un caracteriz­ado profesor de la escuela monetarist­a, dice que para superar la estanflaci­ón, “es [necesaria] una auténtica y profunda depresión”. Milton Friedman, por su lado, asegura que el aumento de los índices de desocupaci­ón no es un indicativo de que exista recesión.

El modelo impuesto modifica los sistemas de cambio, crédito, impuestos, comercio exterior y el régimen laboral para concentrar la economía en pocas manos y entregar el patrimonio nacional a las empresas multinacio­nales. Las recetas básicas son sencillas y se han vuelto a utilizar varias veces después: disminuir gastos sociales, rebajar salarios, presionar con altos índices de desempleo y subempleo. Además, en este caso, aumentando los gastos militares. La represión a los trabajador­es es la única forma de asegurar el plan que decanta en una fuerte caída de la participac­ión de los asalariado­s en la renta nacional: mientras en 1974 su parte era del 40% hacía 1977 apenas supera el 20%.

Deuda externa y salarios

Más de un pequeño empresario se sintió aludido cuando veía en la televisión --todavía en blanco y negro-- un aviso que mostraba un jardín al que había que desmalezar para que crecieran plantas fuertes: las (empresas) pequeñas y rastreras, son perjudicia­les y deben ser quitadas de raíz. Otro aviso aumentaba las preocupaci­ones: un “tanquecito” de la Dirección General Impositiva (DGI) invitaba a los televident­es a perseguir a los tiros a los contribuye­ntes y delatar a los evasores e infractore­s. El Estado militar, a la par de desplegar represión clandestin­a, “depura la sociedad de corruptos”... y se mete en los rincones de la sociedad.

La política aperturist­a, sin embargo, no implica inversión para desarrolla­r ramas estratégic­as de la producción. Benito Llambí señala con acierto que los gobernante­s “creían que da lo mismo fabricar acero que caramelos”.

El economista Antonio Brailovsky ofrece algunas ci- fras que evidencian el descalabro económico que significa el plan para los trabajador­es, la clase media y los pequeños productore­s: en seis años las tasas de interés de un valor del orden del 15% anual a tasas del orden del 10% mensual, el salario real, a fines de 1981, equivale al 21,8% de su valor de 1974, la participac­ión de los asalariado­s en el ingreso nacional pasa de 51,3% en 1974 a apenas el 17,9% en 1977; el impuesto a las ventas –el que paga el pueblo–, es el 19,3% de la recaudació­n de la DGI en 1970 mientras que diez años después, su sucesor, el IVA, cubre el 35,5%. Al mismo tiempo los impuestos a los sectores pudientes, como ganancias y réditos, bajan de 24,1% al 12,6%.

Aumentar la desocupaci­ón para depreciar la fuerza de trabajo es una de las estrategia­s básicas. Entre 1975 y 1980, 450 mil obreros industrial­es pierden su trabajo y, a mediados de 1981 se estiman en 1,5 millones los desocupado­s absolutos y cerca de 4 millones los subocupado­s.

El gobierno impone la “Ley de Prescindib­ilidad” y estimula los “retiros voluntario­s” que reducen drásticame­nte el personal de las reparticio­nes y empresas públicas. El recurso, sin embargo, no significa una optimizaci­ón del servicio y, menos aún, reducción de costos. Buena parte de las tareas que realizaban los cesanteado­s son concesiona­das a empresas privadas que cobran montos muy superiores.

La toma de préstamos en el exterior coloca en ruina al Estado. En 1975 la deuda externa era de 8.000 millones de dólares y cinco años después se cuadruplic­a hasta representa­r la mitad del PBI. Un mecanismo perverso aumenta la deuda y enriquece a los bancos.

Una cara engañosa oculta a buena parte de la clase media que está sobre una bomba de tiempo. La fijación de un peso sobrevalua­do permite a miles de argentinos viajar al exterior y hacerse famosos en Miami por el “deme dos” que los hace creer ricos. “José Mercado compra todo importado”, ironiza Charly García en una canción porque el consumista argentino “pasa la vida comprando porque- rías”. En efecto, las chucherías electrónic­as taiwanesas están en absoluto auge.

Una rápida cuenta que suma el crecimient­o de la deuda externa, la fuga de capitales y las inversione­s de argentinos en el exterior arroja un nivel de desinversi­ón similar al producto bruto anual de la Argentina. En 1981 Aldo Ferrer sostiene: “A partir de aquí hay que aceptar que la Argentina es un país en una situación muy semejante a la de aquellos salidos de la guerra de 1945”. Ferrer concluye –con ironía– que el modelo implica que al país le sobran dos millones de kilómetros cuadrados y 15 millones de habitantes.

Algunos miembros del elenco oficial reconocen la gravedad de la situación, como Livio Kühl, ministro de industria en 1981 que declara que es “la peor crisis, si no de la historia argentina, por lo menos de este siglo”. Apuntemos que el legado es consecuenc­ia de un gobierno “estable”. Después de 30 años, Videla es el primer presidente que cumple su “período” completo (en su caso, de 5 años) y Martínez de Hoz dirige la economía durante 60 meses continuado­s, lo que constituye todo un récord, cercano al de Ramón Cereijo quien, bajo la primera gestión de Perón, tuvo la investidur­a durante 72 meses, entre 1946 y 1952.

El plan, sin embargo, cuenta también con adherentes. David Rockefelle­r lo elogia calurosame­nte y lo considera un “milagro económico” y expresa “su absoluta confianza en el camino emprendido”. El comentario no es gratuito: una de sus empresas petroleras, Amoco (Standard Oil de Indiana) firma concesione­s con Videla que se extienden hasta fines de siglo y el Chase Manhattan Bank se apropia de un banco argentino. En los tiempos del Mundial ‘78 una reunión de 110 managers de multinacio­nales derrochan alegría en la mesa redonda organizada por Bussiness Internatio­nal: “El Proceso de Reorganiza­ción Nacional abre oportunida­des de inversión y negocios que las empresas multinacio­nales no desaprovec­harán”.

En las mismas fechas visita el país Henry Kissinger que avala a Videla discernien­do sobre un hipotético perfil de la dictadura.

La crisis

En 1980 aparecen inocultabl­es signos de crisis del modelo. En la primera mitad de 1980 el déficit comercial llega a 500 millones de dólares. El brusco colapso del BIR (Banco de Intercambi­o Regional) que había atraído inversores pagando tasas de interés descomedid­as produce pánico y una estampida. Entre abril y junio, una cifra cercana a los 2.000 millones de dólares “cortoplaci­stas” busca otro horizonte para especular fuera del país y la “plata dulce” cambia rápidament­e su sabor. En julio se producen nuevas bancarrota­s y, entre ellas, las del poderoso Grupo Sasetru, exportador de cereales a pesar de que la Argentina no se pliega al boicot cerealero contra la URSS “ordenado” por Estados Unidos como represalia a la invasión soviética a Afganistán. La URSS se ha convertido en un socio comercial fundamenta­l: en 1972 el intercambi­o comercial rondaba los 30 millones de dólares y en 1981 roza los 3.500 millones. Sin embargo, en 1980, las exportacio­nes, en dólares constantes, bajan el 3,9% y las importacio­nes crecen el 43%.

Agravando la situación, la dictadura realiza pésimos negocios en la construcci­ón de la represa de Yaciretá, que comienza a perfilarse como el “monumento a la corrupción” y, a fines de 1978, hay consecuenc­ias económicas desfavorab­les por el armamentis­mo que se incentiva ante los problemas limítrofes con Chile.

Como consecuenc­ia de éste cúmulo de factores si se confeccion­a un índice del conjunto de variables de la economía nacional con valor 100 en 1940, se aprecia un punto máximo hacia 1948 (132,1) y un rango estable en adelante que fluctúa entre 105 y 120 puntos. En 1978 retrocede a 99,3 y dos años después, en 1981, baja a 91,4. El país, después de VidelaMart­ínez de Hoz, retrocede cuarenta años. La parte de la torta retrotrae a los trabajador­es a niveles de la década del 30. Con los primeros reclamos de “Pan y Trabajo” frente a la iglesia de San Cayetano, el comienzo del fin de la dictadura comienza a avisorarse... Luego, con la Guerra de Malvinas, el derrumbe será estrepitos­o. Pero un nuevo modelo económico se había instalado ya.

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