La Nueva Domingo

“Ese “detalle que lleva al fin

- por Noemí Carrizo*

“Un lazo, de amor o de amistad, tiene un elemento esencial: la confianza. Sin ella,, salvo los que eligen los vinculos perversos para maltratars­e mutuamente,, no hay “ligazon que se prolongue .

Una lectora de una ternura y delicadeza notables me escribió porque con su novio habían llegado a un pacto infalible: no ocultarse nada. Sin embargo, un amigo en común le reveló que su pareja sí había callado una situación, y no de engaño precisamen­te. Dudaba de si terminar ya mismo con la relación. Por supuesto, le respondí que no se le puede exigir al que nos ama que se quede sin identidad impidiéndo­le omitir las cosas (que no siempre es igual que mentir). Me agradeció, conmovida: sin proponérme­lo, había salvado una unión amorosa. No obstante, es común pretender que la persona que nos ame viva desnuda por dentro, sin un ápice de intimidad o de la posibilida­d de tener experienci­as no compartida­s, lo que me parece de un despotismo alucinante. “¡ Ah, te vi en una fotografía por un festejo en tu oficina y no me contaste nada!”. El detalle es tan insignific­ante que me pregunto qué grado de insegurida­d moviliza al que sospecha. Un lazo, de amor o de amistad, tiene un elemento esencial: la confianza. Sin ella, salvo los que eligen los vínculos perversos para maltratars­e mutuamente, no hay ligazón que se prolongue. Simbiosis: así se suele llamar a este tipo de nexo entre dos personas. Esta palabra nombra un concepto de la biología que define la asociación íntima de organismos para beneficiar­se mutuamente en su desarrollo vital. El vocablo se compone de las raíces griegas syn (con) y biosis (vivir), que traducimos como “medios de subsistenc­ia”. Es decir, ambas partes necesitan ser vigiladas, controlada­s y contenidas. En este tipo de parejas, un tercero representa la amenaza de ser reemplazad­o. Cada uno de sus integrante­s le teme a la libertad, por lo que hacen todo de a dos y no tienen espacios individual­es, como la salida entre amigos no compartido­s. Sucede que uno de ellos de pronto pide su espacio y es cuando el otro se espanta. Si logran entenderse, superarán ese trato esclavizan­te que no los ayuda, sino que les quita oportunida­des. Salir a caminar solo o acudir a una reunión laboral sin la pareja son prácticas que permiten encontrars­e con uno mismo. Estas parejas no se necesitan porque se aman, sino que se aman porque se necesitan. Antes de la cura, que suele ser frecuente si asisten a la consulta profesiona­l, viven del detalle, de la “mirada” que se adivinó, la intención oculta, el deseo jamás confesado y los afectos que, de no ser afines, resultan de absoluta prohibició­n. Cuando se separan, abundan en minúsculas observacio­nes que asombran a los ajenos, que no entienden la enfermiza tendencia a saberlo todo del otro para no ser t raicionado. Ay, ¡esa autoestima en niveles tan bajos! Por favor, ¡cuidado si los ojos de otro son una prisión! ¡ Cuidado si lo que piensa el otro se convierte en una jaula! E estos casos, zcoincido con Anton Chejov cuando afirma: “Debes confiar y creer en la gente; de lo contrario, la vida se torna imposible”. Realmente, el calvario de calcular los horarios de otra persona, de encontrarl­e un objeto ajeno entre sus pertenenci­as, de tropezar con su humanidad en un lugar distinto al comentado es una especie de autocastig­o impuesto por conf lictos infantiles no resueltos. La psicóloga Beatriz Goldberg asegura: “Los miembros de una pareja simbiótica suelen no otorgarse permisos imprescind­ibles, solo para que el otro no pueda hacer lo mismo”. No hay recetas infalibles para la felicidad, pero encontré anotado al margen de uno de mis libros una f rase que aún hoy me sigue gustando: “Habla como si todo el mundo estuviese escuchando y vive como si nadie mirase. Haz lo que te dicte el corazón”.

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