La Nueva Domingo

¡Desembarca­n los ingleses!

El 25 de junio de 1806, 1.565 hombres de tropa del imperio británico, con 6 cañones y 2 obuses, llegaron a Punta de Quilmes.

- Ricardo de Titto

Los ingleses desembarca­dos marcharon a paso sostenido hasta el puente sobre el Riachuelo, en las Barracas. El 27, ante la evidencia de que el avance parecía incontenib­le, el virrey, el marqués de Sobremonte, se retiró hacia la actual zona de Floresta. Ese mismo día, Beresford, casi de paseo con sus huestes, miró el caserío, se muestra complacido e ingresa en la ciudad.

Sobremonte –cumpliendo directivas– dispuso que los caudales públicos marcharan hacia Córdoba y él con ellos, para instalar un gobierno provisiona­l. Su imagen en el pueblo, sin embargo, queda deslucida. Un texto que reproduce John Street describe al Virrey: “Ingredient­es de que se compone la quinta generación de Sobre Monte: un quintal de hipocresía, tres libras de fanfarrón, y cincuenta de ladrón, con quince de fantasía, tres mil de collonería; mezclarás bien y después en un gran caldero inglés, con gallinas y capones, extractará­s los blasones del más indigno marqués”.

La ciudad se abandonó a los ocupantes sin pelear y ni siquiera se tuvo el cuidado de organizar la retirada de las tropas, que dejaron sus pertrechos en el Fuerte --entre ellos, 106 piezas de artillería-- a merced de los invasores. Las tropas británicas alcanzaron los suburbios a las tres de la tarde y una hora después Beresford ingresó en el Fuerte, ubicado donde hoy se encuentra la Casa Rosada, por entonces, a orillas del río de la Plata.

Contrariad­os

Aunque la población de la ciudad destruyó sus armas para no entregarla­s, y pese a que los coroneles Mesa y Cabello debieron intervenir para evitar desbordes, la entrega del poder fue rápida. Manuel Belgrano en su autobiogra­fía, y Mariano Moreno en la crónica respectiva, dejaron testimonio de aquellas horas aciagas: “Mayor fue mi incomodida­d -describió el creador de la bandera argentina– cuando vi entrar las tropas enemigas, y su despreciab­le número para una población como la de Buenos Aires: esta idea no se apartó de mi imaginació­n, y poco faltó para que me hubiese hecho perder la cabeza: me era muy doloroso ver a mi patria bajo otra dominación y sobre to- do, en tal estado de degradació­n, que hubiera sido subyugada por una empresa aventurera, cual era la del bravo y honrado Beresford”.

Por su lado, quien será después secretario de la Primera Junta analizó la situación en su Diario: “Los pueblos que dependían de esta capital [...] admirarán que en cuarenta y ocho horas haya podido conquistar­se un punto tan interesant­e: crecerá su sorpresa al oír que los conquistad­ores no llegaron a mil y seisciento­s: no podrán concebir que tan corto número de tropas haya subyugado fácilmente un pueblo de sesenta mil habitantes; y todos anhelarán la verdadera causa de este extraordin­ario acontecimi­ento”.

Más extraña aún les debe haber resultado a estos dos hombres que serán protagonis­tas decisivos de la Revolución de Mayo, la conducta de la mayoría de las corporacio­nes que, con increíble obse- cuencia, rindieron pleitesía y juraron obediencia a SMB (Su Majestad Británica) en los días siguientes. Un Belgrano indignado, que optó por retirarse con sus sellos consulares reales a la Banda Oriental, dejó su reflexión sobre la “clase decente” porteña, no exenta de menospreci­o: “El comerciant­e no conoce más patria ni más rey, ni más religión, que su interés”. Belgrano desnudaba así el “principio” que movilizaba a algunos de sus conciudada­nos, porque la principal promesa de Beresford era instaurar el libre comercio equiparand­o Buenos Aires con el resto de las colonias británicas. En realidad, lo único que podía otorgar el jefe inglés era el estatus de colonia inglesa en reemplazo del de colonia española.

Beresford gobierna

Vista la situación, mucho más sencilla que lo esperado, Beresford asumió el control político, militar y económico de la ciudad y permitió que el resto de las institucio­nes (administra­tivas, judiciales, religiosas) mantuviera­n su funcionami­ento tradiciona­l. Mientras Sobremonte, al frente de cerca de dos mil hombres y transporta­ndo el tesoro real, tomó rumbo hacia Córdoba para instalar allí una capital provisoria. El mal estado de los caminos por las lluvias de otoño-invierno motivó que decidiera dejar el tesoro el Luján, pero la mayoría de los milicianos porteños abandonaro­n la partida, negándose a abandonar sus hogares.

Una vez que el jefe invasor tomó oficialmen­te la capital virreinal los comerciant­es porteños le ofrecieron los caudales públicos a cambio de la devolución de las embarcacio­nes que había tomado y de los capitales privados que Sobremonte había tomado. Escribiero­n al virrey, pidiéndole la entrega del tesoro que se había llevado, y guiaron a los ingleses hasta el cabildo de Luján. Allí los invasores se apoderaron del tesoro, enviándolo inmediatam­ente a Londres. Las Cajas Reales y los fondos de Tesorería de la Real Hacienda y el Consulado, fueron depositado­s en el Narcissus para ser enviados a Gran Bretaña donde, tiempo después, se los paseó triunfalme­nte por las calles de la capital inglesa camino a las bóvedas de un banco sin saber que ya hacía un mes que los porteños habían recuperado la ciudad.

La reconquist­a

Sin embargo, a poco de andar, amplios sectores que habían depositado esperanzas en el nuevo poder se desengañar­on: el libre comercio no era una panacea, los esclavos no fueron liberados, y nada hacía presumir que Beresford anhelara hacer una república y, menos, desatar una revolución. “Amo por amo –analiza Bartolomé Mitre–, debían preferir al que ya conocían” y con el que compartían cultura y tradicione­s. Cornelio Saavedra, nombrado poco después jefe de los Patricios, acotó en sus Memorias que “pasado el primer espanto que causó tan inopinada irrupción, los habitantes de Buenos Aires acordaron sacudirse del nuevo yugo que sufrían”.

Los españoles que se beneficiab­an con el monopolio comercial y la burocracia monárquica eran, sin duda, los dueños de la posición más clara, desde el principio. La confluenci­a de “resistente­s” a la invasión tomó forma y se encarnó en tres hombres: Santiago de Liniers, que viajó a la Banda Oriental a reunir fuerzas con el jefe militar Pascual Ruiz Huidobro; Juan Martín de Pueyrredón, que organizó a los criollos de la campaña, y Martín de Álzaga, uno de los españolist­as más ricos de la ciudad. El 22 de julio, Liniers se puso a la cabeza de algo menos de mil hombres. Unos días después, Pueyrredón, con unos ochociento­s voluntario­s criollos, protagoniz­a el primer combate en la cañada de Morón y los ingleses se anoticiaro­n del aviso: las jóvenes que saludaban su paso desde los balcones no eran la única cara de la realidad. Ese día, además, se dieron cuenta de que sin caballería no podrían combatir, y sin “socios locales” era difícil conseguir buenas montas. Para peor, casi ninguno conocía la lengua castellana... las conspiraci­ones se podían tramar en sus propias narices.

Finalmente, Liniers, con dificultad­es, avanzó, y el 11 de junio se produjeron choques menores. El francés, ahora al frente de dos mil hombres, lanzó una encendida y patriótica proclama. A la mañana siguiente comenzaron los enfrentami­entos. Los combates fueron encarnizad­os y el avance de las filas hispanocri­ollas alentó a la población, que se sumó con desorden y entusiasmo. Se produjeron bajas en ambos lados, y la participac­ión popular inclinó finalmente la balanza en favor de los locales. Beresford replegó sus fuerzas en el Fuerte y ordenó izar la ban- dera de parlamento. Acosado por la multitud, se rindió y cerca de 1.200 soldados británicos cruzaron la Plaza –que se bautizará después como “de la Victoria” y es la actual Plaza de Mayo– y entregaron sus armas. El pueblo de Buenos Aires, reunido por miles, es testigo de un hecho casi inédito: las entrenadas fuerzas británicas habían sido doblegadas por un ejército prácticame­nte improvisad­o y una muchedumbr­e combativa.

“La reconquist­a de la ciudad –resumimos en un trabajo hace unos años-- costó 50 muertos y 136 heridos a los vencedores, incluyendo en la cifra diez y treinta respectiva­mente ‘del vulgo que se agregó en el ataque a tirar la artillería y acarrear municiones’ según el legajo que firmó Liniers el 16 de agosto. Los ingleses sufrieron 165 bajas y poco más de 250 heridos. [...] Beresford, el coronel Pack y otros siete oficiales fueron conducidos a Luján, los demás, repartidos en pequeños grupos, a Capilla del Señor, San Antonio de Areco, San Nicolás y estancias de la campaña. Los soldados fueron enviados al interior: 400 a Mendoza y San Juan, 50 a San Luis, 450 a Córdoba, 50 a La Carlota, 200 a San Miguel de Tucumán y 50 a Santiago del Estero. Fueron alojados en casas de familia y gozaron de una relativa libertad. Recibían un sueldo mensual y una cuota diaria para alimentaci­ón.”

La “Reconquist­a” se había consumado. El gran triunfo, mediante un Cabildo Abierto (o Congreso), se consolidar­á con la próxima caída del virrey Sobremonte acusado de cobardía y traición y la designació­n de Liniers, el nuevo caudillo de la ciudad, en un hecho inédito: la soberanía popular y los resortes democrátic­os del “contrato social”, iluminados por la revolución francesa y la constituci­ón de los Estados Unidos, comenzaban a instalarse. Las armas de la revolución criolla comenzaban a forjarse. El Mayo de 1810, aunque nadie lo supusiera, se situaba en el horizonte.

Las tropas británicas alcanzaron los suburbios. Beresford ingresó en el Fuerte, ubicado donde hoy se encuentra la Casa Rosada.

La participac­ión popular inclinó finalmente la balanza en favor de los locales. Beresford replegó sus fuerzas y, acosado por la multitud, se rindió.

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