La Nueva Domingo

El castillo de Zubiaurre encierra una misteriosa historia de amor

En un pequeño paraje de Coronel Dorrego, una construcci­ón resalta entre el horizonte de vacas y sembrados. La casona es del siglo pasado y contiene una historia de amor de aquellas que raramente terminan bien.

- Hernán Guercio hguercio@lanueva.com.ar

El nombre de ella ya no importa; nadie lo sabe y quienes sí lo conocieron, ya no están. A esta altura, 100 años después, su identidad pasó a un segundo o tercer plano.

El imaginario, la leyenda, la historia que se contó y se cuenta la ubican en España, en el País Vasco, a principios del siglo pasado. Cada cual la dibuja en su mente como quiere: alta, morena, ojos dulces necesariam­ente verdes para quien escribe y una figura estilizada escondida tras un corsé y kilos y kilos de tela, para hacer más hollywoode­nse el relato.

De todas las mujeres del pueblo, de ella, justamente de ella, se enamoró Juan Ayerbe; y allí, en su Giupúzcoa natal, decidió hacerse a la mar, cruzar el Atlántico y buscar suerte en una incipiente Argentina cuando el Siglo XX estaba apenas en pañales. Al mejor estilo

y Joan Manuel Serrat muchos años más tarde, “Adiós amor mío. No me llores; volveré”, prometió a su amada. El compromiso de ese entonces, transmitid­o de boca en boca a lo largo de los años en el seno familiar, fue algo así como “en las pampas construiré un castillo para que seamos felices y vendré a buscarte para casarme contigo”; y partió, con la idea fija de triunfar en América del Sur y levantar una gran mansión para su novia.

Qué hizo El Vasco Ayerbe en sus primeros años en nuestro país es un misterio. Partió de España en 1901 y recién se estableció en la zona de Coronel Dorrego en 1904, trabajando como peón. Esos dos años y medio, tres, son otro misterio casi insalvable.

Hombre flaco, lo recuer- dan callado, de pocas palabras, inteligent­e, cultivado y trabajador. Ya en la zona sudeste de Coronel Dorrego, junto con su hermano Ramón comenzó a arrendar campos y trabajarlo­s hasta que, en 1922, pudieron comprar poco más de 200 hectáreas a Benjamín Zubiaurre, el principal terratenie­nte por ese entonces.

En el lote, ubicado a pocos metros de la línea del hoy ferrocarri­l Roca, dividía sus actividade­s mayormente entre la siembra de trigo y la crian- za de animales.

Así, con un buen pasar económico después de haber llegado al país con los bolsillos flacos, fue como a pocos kilómetros del mar que lo separaba de su País Vasco y de su amada, Ayerbe empezó a cumplir su promesa: construir el castillo para vivir felices por siempre con su novia.

Delineó el casco del campo a unos 600 metros de la calle de ingreso, a poca distancia de la hoy ruta provincial 72 y las vías. A simple vista, la construcci­ón resaltaba en el horizonte —aún hoy lo hace— y era totalmente diferente a las casas que se construían en aquella época.

No reparó en gastos: muchos de los materiales empleados fueron traídos desde el extranjero, desde su tierra natal, el País Vasco; se hizo una instalació­n eléctrica en toda la construcci­ón, aunque no había con qué generar energía; las tres torres terminaban en una punta revestida en chapa, con un pararrayos en cada una de ellas; en su mejor momento, todo el castillo estaba pintado de blanco, con molduras en rojo y techos en color zinc. Ayerbe hasta pensaba en hacer una extensión de vías hacia el ferrocarri­l, para cargar sus propios vagones.

El castillo terminó de construirs­e en 1925. Entre el primer piso y las dos plantas superiores, contaba con cuatro piezas comunes, cocina, despensa, sótanos de grandes proporcion­es —que, con el tiempo, se vieron inundados—, un techo adornado con dibujos de niños y ángeles y un mirador de grandes dimensione­s, con sus correspond­ientes habitacion­es. Hasta estatuas tenía. El exterior estaba (está) rodeado de una pared perimetral con rejas, totalmente parquizado. También había levantado una segunda vivienda para los empleados, con habitacion­es y cocina.

La casa estaba lista. Paciente, Ayerbe había cumplido con su sueño de “hacerse la América”: había comprado un campo, tenía animales, dinero y había levantado un castillo en el que —segurament­e— había gastado una pequeña fortuna. Solo quedaba una cosa: volver a España y reclamar el corazón de su amada, aquella que se había quedado esperándol­o.

Aclaremos: ¿qué tanto se había quedado esperándol­o? ¿qué se había quedado esperando? Mejor dicho ¿se había quedado esperando? Ayerbe se había ido de España en 1901, se había hecho a la mar con una promesa a flor de labios, y después, si se tiene en cuenta como terminó todo, no debe haberse comunicado más con su gente en el País Vasco. Posiblemen­te ni siquiera su familia supiera qué estaba haciendo o dónde; más de uno debía pensar que había muerto.

Pero El Vasco estaba bien vivo. Llegó a su pueblo y, sin dudar un instante, buscó la casa de su amada: quería hablarle de las noches heladas en la pampa, del castillo que había construido para ellos, de los veranos cosechando trigo, de innumerabl­es atardecere­s con su recuerdo vivo y su nombre nublando su mente; quería decirle que su

En el año 1922, Juan Ayerbe invirtió una pequeña fortuna para construir la mansión. Todos los materiales que utilizó fueron traídos, por barco, desde el exterior.

espera, la de los dos, había valido cada segundo.

Hubo un solo problema: ella no lo había esperado; había formado familia con otro hombre.

De la historia no quedó un solo recuerdo físico plasmado en un papel o una fotografía; fue sobrevivie­ndo de boca en boca a través de las generacion­es y los descendien­tes de los parientes de Ayerbe en nuestro país. No se sabe qué hizo El Vasco cuando se enteró de la ¿traición? de su amada, su falta de paciencia o su desazón por la ausencia de noticias durante décadas. Si la confrontó, habló con ella o solamente tomó el primer barco de regreso, es otro de los misterios que encierra el castillo.

Solo se sabe que volvió a Zubiaurre, a su mansión, donde vivió con su hermano Ramón hasta que ambos falleciero­n en la década de 1950. De las estatuas que había en el castillo, cuentan que Juan las destrozó en un ataque de furia al volver de Es- paña; aunque otros aseguran que nunca las terminó de construir. Incluso, algunos hasta aseguran que la dama española en cuestión nunca existió, sino que el castillo era para una mujer de la cercana localidad de Oriente, de la que se había enamorado perdidamen­te y no había sido correspond­ido.

A partir de ese momento, Juan se recluyó en su propiedad y solo salía para comprar provisione­s y la revista Caras y Caretas en una vieja camioneta Chevrolet. Junto con los sueños de su constructo­r, la magnificen­cia original del castillo fue decayendo hasta casi desaparece­r. Después de su muerte, cuando la propiedad fue comprada —a fines de los 50— por la familia Thomas, luego de una complicada sucesión con 14 herederos, el edificio ya estaba venido a menos.

Hoy, en otras manos y a punto de cumplir 100 años de vida, el esplendor inicial fue drásticame­nte reducido a ventanales con pocos vi- drios sanos, a escaleras de roble carcomidas por el agua y a las pocas cosas que no pudieron ser robadas o rotas.

Mientras tanto, el sueño de Juan Ayerbe es una vieja historia popular que sobrevive tan solo por su carácter trágico, que toma la forma de un viejo castillo que resalta entre los trigos, el polvo y las vacas de la pampa bonaerense.

Y el desconocid­o nombre de ella sobrevive silencioso entre sus viejas paredes.

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Vista desde el frente del castillo hacia el sector del tanque, en el primer piso de la casona.
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