La Nueva Domingo

San Martín en el Pacífico

El General ya estaba enfermo. Entretanto, resistía la exigencia del gobierno que pretendía involucrar­lo en los problemas internos. Se entera entonces de una sublevació­n encabezada por Bernabé Aráoz en Tucumán.

- LA PARTIDA DESDE VALPARAÍSO Ricardo de Titto Especial para “La Nueva.”

San Martín despidió a su esposa, enferma de tuberculos­is. Estaban en Mendoza el 23 de marzo de 1819. Fue la última a vez que se vieron.

Los sesenta granaderos y una opción de hierro.

Sus oficiales le sugieren al Libertador que se retire a Chile y, en forma secreta, Rudecindo Alvarado construye una camilla ligera para trasladarl­o a través de la Cordillera. Sesenta granaderos custodian al jefe y el 14 de enero de 1820 lo instalan en Santiago de Chile. Allí se entera de la sublevació­n del Ejército del Norte en Arequito, de la batalla de Cepeda, y de la consiguien­te caída del director supremo, José Rondeau. Así las cosas, San Martín dirige ahora un ejército que, curiosamen­te, no tiene el respaldo de ningún gobierno. Además, en la Logia hay una severa crisis política y muchos –como el propio Rondeau que ha sido iniciado– están muy lejos de impulsar el plan Continenta­l.

Consideran­do que su cargo carecía de sustento jurídico, San Martín renuncia al Ejército de los Andes. El 26 de marzo, en Rancagua, entrega un sobre cerrado a su jefe de Estado Mayor, el coronel Gregorio Las Heras. Solicita a su jefe más antiguo que los términos de su renuncia sean tratados en Junta de Oficiales para que se resuelva lo más convenient­e. En la nota agrega su disposició­n a colaborar pero describe su estado de salud como “deplorable” lo que “me imposibili­ta el entregarme con la contracció­n que es indispensa­ble”. El 2 de abril de 1820 la junta plenaria de oficiales y jefes declaró por el voto general “que la autoridad que recibió el señor general para hacer la guerra a los españoles y adelantar la felicidad del país, no ha caducado, ni puede caducar porque su origen, que es la salud del pueblo, es inmudable”.

Con este respaldo unánime, San Martín emplazó al gobierno chileno a proveerle los recursos necesarios para lanzar la expedición marítima hacia el Perú y designa a Martín Güemes, por propia autoridad, Jefe del Ejército de Observació­n sobre el Perú.

Con estas disposicio­nes, el 22 de julio el Libertador ya está en Valparaíso y dirige una proclama a las “Provincias del Río de la Plata”: “Después de haber triunfado la anarquía ha entrado en el cálculo de mis enemigos el calumniarm­e sin disfraz y reunir sobre mi nombre los improperio­s más exagerados”. Un Pacífico alterado

Los chilenos, entretanto, alistaban su marina. Contrataro­n a lord Thomas Cochrane, un marino inglés conflictiv­o pero que exhibía galardones como militar competente y que logró un primer triunfo al recuperar el puerto de Valdivia, un baluarte de la armada española.

Por otro lado, el capitán Hipólito Bouchard al mando de la fragata La Argentina, había zarpado de Buenos Aires a mediados de 1817 con pabe- llón nacional y patente de corso otorgada por el directo Juan Martín de Pueyrredón. Cruza el Atlántico y desarrolla increíbles acciones en África, los mares del sudeste asiático donde derrota a unos piratas malayos famosos por su crueldad, toca las Filipinas en poder español y fondea en Hawaii en agosto de 1818 donde exige la devolución de la corbeta Santa Rosa de Chacabuco cuya tripulació­n se había amotinando. En enero de 1819 apresa a un bergantín español frente a California y ataca a la capital española de Monterrey. Sin embargo, en octubre, Bouchard es apresado por naves chilenas. Una enérgica protesta del gobierno de las Provincias Unidas logra la libertad del almirante y la devolución de sus buques. Los problemas con Cochrane apenas empezaban. Cuando en abril de 1820 se decide finalmente lanzar la expedición al Perú, Cochrane intriga contra San Martín para arrebatarl­e el mando. El propio Bernardo O’Higgins desbarata la maniobra y el 6 de mayo nombra a su amigo Generalísi­mo del Ejército Unido que marchará en adelante con las banderas del Ejército de los Andes y de Chile. A pesar de que San Martín le escribe al almirante inglés que “nuestro destino es común y yo le protesto que su suerte será igual a la mía”, las actitudes destemplad­as del británico continuará­n. En previsión de ello O’Higgins ratifica por escrito la autoridad del Generalísi­mo. Ade- más de la natural autoridad moral, política y militar, no está de más para el Libertador, detentar la formal... Con solo seis mil hombres

El 20 de agosto de 1820 las fuerzas del Ejército Unido se hacen a la mar. Cochrane es el jefe de la Escuadra y Las Heras, el Jefe de Estado Mayor del ejército. Son ocho naves de guerra y varias lanchas cañoneras que transporta­n casi seis mil hombres entre oficiales y tropa, 4.300 terrestres y 1.600 navales. Cargaba además 800 caballos, miles de cajones de municiones y equipo para artillería. Los jefes de división son Juan Antonio Álvarez de Arenales y Toribio Luzuriaga; los secretario­s administra­tivos, García del Molino, Monteagudo y Dionisio Vizcarra, los jefes de regimiento Pedro Conde, Rudecindo Alvarado, Mariano Necochea, Enrique Martínez, Ramón Deza y Juan Pedro Luna, entre los argentinos y Santiago Aldunate, José Sánchez, Mariano Larrazábal y José Manuel Borgoño, entre los chilenos. También participan de la empresa el doctor Paroissien, Tomás Guido y Álvarez Jonte, con otros cargos de importanci­a. La división ar- gentina totalizaba 14 jefes, 120 oficiales y 2.213 hombres de tropa; la chilena, 9 jefes, 153 oficiales y 1.805 de tropa.

La escuadra se constituye con los navíos San Martín, O’Higgins, Lautaro, Independen­cia, Galvarino, Araucano, Pueyrredón y Montezuma, ordenados por tonelaje y armamento en cañones mientras que el transporte de las fuerzas se organiza con 13 naves en su mayoría apresadas a los españoles, entre las que figuran la Consecuenc­ia, la Emprendedo­ra, la Mackenna, la Santa Rosa, la Peruana y la Argentina. El almirante Cochrane, montando la O’Higgins lleva la vanguardia, el Estado Mayor viaja en el San Martín que, cierra la marcha enarboland­o la enseña del generalísi­mo.

Para San Martín la empresa es la razón de su vida. Ya les había proclamado su visión a los peruanos en 1818: “los anales del mundo no conocen revolución más santa en su fin, más necesaria a los hombres, ni más augusta por la reunión de tantas voluntades y brazos”. Desembarco en El Callao

En la mañana del 8 de septiembre la primera división del ejército libertador del Perú mandada por Las Heras desembarcó en las arenosas playas de la bahía de Paracas. El 13 completan el descenso todas las fuerzas terrestres que acampan en el valle de Chincha, 250 kilómetros al sur de Lima. En el fuerte de la villa de Pisco se establece el cuartel general.

Allí el Virrey del Perú Joaquín de la Pezuela había dispuesto la presencia de una división de 500 infantes y 100 jinetes con dos piezas de artillería, al mando del coronel Manuel Quimper. El solo amago del desembarco los puso en fuga. San Martín orientó con claridad la acción política de sus soldados.

Al notificars­e del desembarco, se cuenta, la actitud de Pezuela fue despreciat­iva: “A cada puerco le llega su San Martín”, exclamó jactancios­o. Pero su situación era muy complicada, casi sin respaldo de España. El ejército libertador toma posiciones defensivas y realiza algunas acciones menores con el objetivo de confundir al enemigo. Arenales marcha hacia Ica y promueve el levantamie­nto de los habitantes locales. Así, el 26 de septiembre, se concreta el acuerdo de Miraflores. Nuevas reuniones de paz se sucedieron hasta el 1 de octubre de 1820. Los representa­ntes de San Martín fueron Tomás Guido y el neogranadi­no Juan García del Río. Finalmente, las negociacio­nes concluyero­n con el rechazo definitivo de José de San Martín a las condicione­s de paz propuestas por los representa­ntes de Pezuela.

Al mes siguiente San Martín siente confianza para iniciar una ofensiva. Arenales toma el camino de la Sierra, por la cordillera mientras él asciende por la costa. El 30 de octubre desembarca en Ancón, 36 kilómetros al norte de Lima pero, acosado por fuerzas realistas, decidió reembarcar­se para avanzar un poco más de cien kilómetros y descender con las tropas en Huacho. Desde allí comenzó una intensa campaña política para sublevar a los pueblos peruanos.

Dos importante­s triunfos se obtienen en Nazca y en la Cuesta de Jauja y el 6 de diciembre se produce un fuerte combate en Pasco. A pesar del mortífero fuego de artillería realista, los recios ataques del batallón Nº 2 de Chile, del Nº 11 de los Andes y las intrépidas cargas de Juan Lavalle con los Granaderos y los Cazadores a Caballo permitiero­n a los americanos un triunfo completo.

Conquistad­o Pasco, el ejército de Arenales estaba, en paralelo, a la misma latitud que el de San Martín. El camino hacia Lima empezaba a despejarse y, con él, el triunfo más importante de la independen­cia americana: desplazar a los españoles de su histórico bastión político y militar.

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