La Nueva Domingo

¿Esa palabra de mas

- por Noemí Carrizo*

No consideram­os en su justo valor nuestro lenguaje, pero ocurre que a las palabras no se las lleva el viento; se quedan tatuadas debajo de la piel de quien nos escucha. Es cuando no entendemos por qué nuestra pareja se volvió un témpano, los chicos duermen en otras casas y una compañera de trabajo nos dificulta avances. El silencio es elocuente y, contra lo que se supone, gana la partida el que se calla a tiempo. Pero ¿cómo no desahogar nuestra rabia y desesperac­ión ante las injusticia­s ajenas, consciente­s o no, que nos ofenden, humillan, rebajan y hasta desamparan? A medida que crecemos, algunos advertimos el precio diamantino de no decir ese vocablo de más que, a veces, también es una frase. “Morderse la lengua”, decía mi madre, amada por vecinos de todo calibre o actividad, y viviendo sola hasta su avanzada ancianidad. De ella aprendí que todos los seres humanos tienen su parte de esplendor: solo hay que tener paciencia para hallarla y cuidar nuestros juicios. Como tan bien afirmó el filósofo francés Henri Lacordaire: “Dios, al nacer nosotros, nos dio por cuna el corazón de una madre”. La palabra demás puede provocar disgustos, pérdidas, desconside­raciones y hasta venganzas. La expresión desgraciad­a se nos escapa y pasamos por caja a pagar las consecuenc­ias. Es preferible que nos pidan una opinión, y darla con delicadeza, que “largar” los enojos contenidos en una verba violenta y sin vueltas. Seamos sinceros: en general, emitimos nuestro parecer aunque nadie nos lo pida. Abraham Lincoln dijo: “Mejor es callar y que sospechen de tu poca sabiduría que hablar y eliminar cualquier duda al respecto”. Y hay un proverbio chino que reza: “A veces puedes aplastar a una persona con el peso de tu lengua”. Recuerdo la vez que una expareja se reclinó

en el asiento de su auto y me dijo: “Es preferible que me insultes a que pronuncies semejantes palabras”. En realidad, es un esfuerzo cotidiano taparme la boca cuando me envuelve la ira, esa ira que impide transmitir las certezas inviolable­s. El filósofo y matemático Demócritoa­se guraba: “Loque hace

falta es decir la verdad, no hablar de más”. Y la verdad requiere equilibrio, sensatez, salud mental y un corazón limpio de furias. Hubo un tiempo en que antes de exponer mi disgusto en la redacción, daba una vuelta a la manzana. Volvía depurada, más calma, con un discurso normal, no escandalos­o. Ahora, la vuelta la doy mentalment­e. Aconsejo a los que utilizan las redes que también cuiden los discursos acalorados, ya que lo que se emite vuelve multiplica­do. ¿ Contar hasta cien o hasta mil? Me sonrío un poco porque sé que los míos, al leer esta columna, tendrán ganas de narrar mis desbordes breves pero de alto calibre. “Haz lo que yo digo, no lo que yo hago” es una realidad sin fisuras. Pero esa gente querida sabe que prefiero retirarme a tiempo antes de abrir mi –a veces– descontrol­ada boca. Pero en el fondo –y no tanto– me desvelo por ser al menos la sombra de aquel hombre de la Mancha cuando afirmaba: “Don Quijote soy, y mi profesión la de andante caballería. Son mis leyes el deshacer entuertos, prodigar el bien y evitar el mal. Huyo de la vida regalada, de la ambición y la hipocresía, y busco para mi propia gloria la senda más angosta y difícil. ¿ Es eso de tonto y mentecato?”. Sello esta nota con un pensamient­o de Francis Bacon, padre del empirismo filosófico y científico: “La discreción en las palabras vale más que la elocuencia”.

“La palabra de mas puede provocar disgustos, perdidas, desconside­raciones y hasta venganzas. La expresion desgraciad­a se nos escapa y pasamos por caja a pagar las consecuenc­ias “.

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